Como todos los años, se celebraría la fecha con un concierto sólo para treinta personalidades que se darían cita allí, y en esta ocasión interpretaría el solo de piano de su monumental composición Les Huguenots, obra con la que fue comparado con Weber y con Wagner. Pero este año sería especial para Yaakov -ese es su nombre- porque estaría presente sir Winston McKerry, el temido crítico musical que lo definió hace 50 años atrás como “depositario y continuador de la tradición de Mozart, Beethoven y Gluck” en el London Times.
Cuando todos los invitados estuvieron convenientemente sentados en el salón, las notas del solo de piano del tercer acto de Les Huguenots inundaron el ambiente y McKerry evocó aquella primera sensación de cincuenta años atrás. Le parecía ver, oír y hasta sentir, a través de la magistral interpretación del octogenario Liebmann, los alaridos de muerte de los miles de protestantes hugonotes que fueron asesinados por los católicos en aquel esfuerzo bárbaro e inútil por librar a Francia de la influencia protestante. Sólo un virtuoso como aquél y una composición única como esa producían la magia necesaria para transportarle en el espacio y en el tiempo.
Al finalizar, a Winston McKerry le pareció normal que el maestro se retirara de la sala con el mismo silencio con el que entró. Nadie aplaudió y los invitados fueron llevados al salón contiguo para degustar un conveniente vino judío, un tempranillo blanco de la bodega Carmel Mizrachi, la cepa que se produce en el desierto del Negev desde 1882. Winston prefirió esperar al Maestro para brindar con él y se concentró, desde uno de los cómodos butacones del salón de fumadores, en degustar el sabor y el buqué del Cohiba, el habano que trajo en el bolsillo de su raída chaqueta americana, y también en la vestimenta de los otros veintinueve invitados: los caballeros de estricta etiqueta, menos él, y las damas de traje largo y negro.
La tardanza del Maestro la atribuyó más a su edad que a otra consideración, pero cuando los demás invitados iniciaron una discreta retirada sintió curiosidad. Preguntó por él a la dama que fungía de coordinadora del evento. Quiso enterarse si la ausencia se debía a alguna indisposición física o a que aún no le perdonaba a él que le hubiera comparado, cinco décadas atrás, con Mozart, Beethoven y Gluck, a quienes despreciaba infinitamente. Rebeca quedó desconcertada por la pregunta. Se hizo un silencio incómodo entre él y la mujer, nieta del maestro, quien le tomó gentil y suavemente por el brazo y lo regresó al salón anterior. Asida del legendario crítico musical, le condujo por entre las sillas hasta el pequeño escenario. Allí, al lado del piano, estaba el catafalco sosteniendo la urna con el cadáver de Yaakov.
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