El aglomeramiento de viajeros en el aeropuerto internacional de Kuala Lumpur era el de siempre: oleadas de pasajeros que se entremezclaban en una riada humana que iba y venía en un frenesí de tiempo, partidas y relojes, tan ordenadamente caótico como el caos que ordenadamente le dio inicio al universo. A la distancia, el rostro de una mujer anglosajona alumbraba desde el recodo del andén 24. Un estrépito se dejó colar desde su corazón cuando divisó en la distancia su pelo entrecano y su tez morena. Apagó el cigarrillo que fumaba a hurtadillas y supo al verle que aquel sería el amor para toda su vida. Entonces, mientras caminaba hacia el área de arribo de pasajeros, se abrazó para detener el retemblor de sus manos y le esperó a la salida de inmigración, pero nunca imaginó que al tenerlo frente a ella, a menos de un metro de distancia, su reacción fuera llorar de alegría como una loca.
Llegaron a su bungalú en las afueras de Ptalang justo cuando la primera lluvia monzónica de la temporada caía en una suave cortina de lágrimas que refrescaron el ambiente. Entraron al salón octogonal de su piso, alfombrado con esteras de bambú y tapizadas las paredes con una miríada de miniaturas de la artesanía local. Dejaron las maletas en la entrada y se prodigaron el más dulce de los besos. Afuera la lluvia arreció casi al mismo ritmo de sus pasiones y se amaron tiernamente, como en una sinfonía de Hyden.
A la mañana siguiente de toda una noche de lujuria, pasión y besos encendidos, ella se levantó, tomó su mano y la colocó suavemente en su pecho. Luego descorrió las cortinas y en la soledad de su minúscula cocina dejó escapar hacia el Este del bosque de humedales una lágrima de felicidad pero también de tristeza, de una tristeza infinita porque esa noche había compartido con él sus últimas horas de vida.