No quisimos abrirlo, mucho menos leerlo allí, entre el parloteo babilónico de los paisanos y el peligroso tráfico de vasos y botellas que amenazaban la dignidad y la integridad del texto. Nos citamos en su casa, para las diez de la mañana siguiente, con la promesa mutua de una tarde de lectura, y entonces reenvolvió la encomienda del Sur, apuró en tres largos tragos la pinta de cerveza y se fue como quien pretende adelantar el amanecer levantándose más temprano.
Al día siguiente me vi pulsando el timbre de su casa con innecesaria ansiedad. La brisa de la mañana había desprendido las hojas mustias de los muchos árboles que se alinean, de uno en fondo, a todo lo largo de la vereda peatonal y tachonaban con una alfombra vegetal el frente de las pequeñas casas pintadas de blanco, a excepción de la suya. Pasados veinte minutos fui a su oficina, no muy lejos de su casa, y sabiéndole tan centenario presumí que tal vez había olvidado nuestra cita para compartir la lectura del nuevo libro de Borges. Tampoco estaba allí. Rosaura, su fiel y octogenaria secretaria, iba y venía con paso lento y quejumbroso por entre papeles y libros sin reflejar en el vetusto kardex manual que llevaba hace ya cincuenta años. Hablaba sola y en voz alta, privilegio de los ancianos sordos y como de costumbre ni se enteró que yo estaba allí.
.- “No es la primera vez que se pierde ese viejo verde. Desde que murió Angelina, hace ya diez años, anda desatado; lo ha hecho anteriormente y nadie, ni siquiera él mismo, sabe dónde ha estado o qué ha hecho. -pensaba en voz alta, asumiendo soledad y reserva- “Esta vez va a tener que escuchar lo que le voy a decir. ¡Sí señor! ¡Ya está bueno!”
Pero mientras doña Rosaura continuaba con su monólogo desde el fondo de la profunda biblioteca de los libros de historia inenarrable y de los interminables archivadores metálicos de la Segunda Guerra Mundial, yo me senté a esperarle un rato más en una de aquellas incómodas sillas de paleta, al menos hasta la una de la tarde. Después de esa hora iría al bar y si no lo encontraba allí habría tiempo suficiente hasta las seis para localizarlo. La ciudad es grande pero ninguna metrópolis es más extensa que la red de contactos que se desprenden desde la barra de un buen bar.
La sentencia de doña Rosaura tenía el peso de lo inevitable. Todos temíamos que el día menos esperado ‘el viejo’, como le llamábamos con sincero cariño, se nos perdería para siempre y con esa preocupación llegué a la tasca. Pero allí lo encontré, acompañado por un desconocido de mirada distante y azul, elegantemente vestido con un traje gris de corte inglés, corbata de seda y un sobrio bastón de nogal con desgastada empuñadura de plata. La alegría de hallarle superó por instantes la cultura etílica no escrita, esa que determina que antes de cualquier saludo se debe pedir y cancelar la cuenta del día anterior, para que se abra una nueva comanda de consumo.
.- “¡Qué alegría! “Confieso que he vivido... “horas de angustia”
Le dije como en un palimpsesto de sus dos obras preferidas.
.- “No era necesario tanto afán. Ya ves que has podido encontrarme:”
Inexcusablemente, el barman no me sirvió el Old Parr de siempre y aproveché el momento calmo y apacible de la barra para terciar en la conversación de mi amigo con aquel desconocido.
.- “El es Pierre Menard” -me lo presentó- “Vino de Buenos Aires junto con la encomienda. Insiste en que conoce a Borges de primera mano, a Bioy Casares del mismo modo; que detesta a María Kodama (no te voy a repetir sus adjetivaciones) y se dice vecino de Tlön. ¡Imagínate… Viene del mismísimo Tlön! ¡De Uqbar!”
Conociéndole y habiendo leído con él la extensa producción literaria de Borges, aquella afirmación me parecía otra más de las tantas bromas intelectuales que acostumbraba ‘el viejo’ con nosotros. Pero su amigo refrendaba aquellas afirmaciones con un augusto silencio, un silencio de sobria satisfacción. Los miré con cierta dubitación, percibí la calma desacostumbrada a esa hora en el bar y capté en un instante el realismo mágico que estábamos viviendo los tres. Mi silencio, o tal vez la palidez de mi rostro, le dio pie para continuar:
.- “Pues sí. Créelo o no, pero él es Pierre Menard, el verdadero autor del Quijote, como lo asevera Borges. Viene de Tlön, en cuyas ruinas circulares, según me afirma, está la biblioteca de Babel. Es allí, sostiene tozudamente, donde imprimen los billetes de la lotería de Babilonia al día siguiente de cada sorteo. Esgrime una pista de Tlön que me ha convencido irreversiblemente, pues sólo quienes hayan vivido allí la pueden conocer: Que los metafísicos de Tlön no buscan la verdad, ni siquiera la verosimilitud; buscan el asombro, pues juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. Allí ha sido vecino de Herbert Quain, de quien dice vive en uno de los quioscos ochavados que están próximos al jardín de los senderos que se bifurcan, y que conoce muy bien el secreto de Fénix, me lo ha demostrado, y a Dahlmann con sus odios y con todos sus sueños. No, no pongas esa cara. Sé lo que estás pensando. ¿Crees, acaso, que esto es imposible? ¿No te has dado cuenta aún? Mira a tu derredor ¿Qué ves?”
No me atreví a voltear; sin embargo miré de reojo. El bar estaba vacío, el barman había desaparecido y ninguno de los tres nos reflejábamos en el espejo.
Este relato forma parte del Volumen I de "Relatos Para Contárselos a La Muerte" ® Depósito legal lf06120088001563 ISBN 9789801231622 / Radicación internacional Nº 7572 del 21-04 2008 - Todos los derechos reservados © Andrés Simón Moreno Arreche Editorial Eróstanus™
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