Antonio y José Del Rey se alejaron prudentemente del periodista estadounidense y le esperaron en silencio frente a la entrada de la cripta de Rosa Trockembrodt. Fue José Del Rey quien inició la conversación:
.- ¿Será dentro de cuatro días? Se refería a la reencarnación de Rosa.
.- Cinco. Y por primera vez estoy desvinculado de todo, hasta del comité que organiza el jubileo por los cincuenta años de la santificación de la hermana Rosa.
.- Don Antonio, usted que la conoció en vida y fue su amigo personal ¿Alguna vez ella le manifestó haber tenido un contacto divino… alguna visión o un éxtasis como los de San Francisco de Asís?
Antonio cerró los ojos y lamentó profundamente aquella pregunta de su amigo, porque tenía el lastre vaticano, la percepción equivocada de que para alcanzar la santidad era necesaria la manifestación de un contacto divino, de una conducta intachable, de prodigios y milagros durante la vida del futuro santo. Nada más alejado de la vida de Rosa Trockembrodt y sin embargo nadie más milagrosa, después de fallecida, que Santa Rosa de La Guajira.
En la primera etapa de su vida llevó una carrera de prostitución que la elevaría hacia los estratos sociales más corrompidos, no sólo de Caracas sino de todo el Caribe durante veinte años, al final de los cuales se desempeñó como la Asistente personal del Vicepresidente de Cuentas de la agencia de publicidad que promovió internacionalmente la gran campaña comunicacional de Adonai Jinnú, ‘El Ángel de La Palabra’. Allí, en la agencia de publicidad lo vio por primera vez, pero nunca imaginó que aquel simple contacto visual se le iba a quedar en el alma como una bomba de tiempo, que al explotar en su corazón la convertiría en el apóstol de aquel ángel misterioso ¿Y los milagros que obraría ella después de muerta? ¡Imposibles de imaginar en aquellos entonces!
Imposible de imaginar fue su primera reencarnación. Había fallecido diez años antes, pero su cuerpo, de acuerdo con su última voluntad, no había sido enterrado, sino colocado en una urna de cristal sellada al vacío, totalmente desnuda y apenas cubierta con una mortaja de lino blanco, tal y como ella misma se lo pidió a Antonio desde su lecho de muerte:
.- Antonio… ¿Dónde estás Antonio?
.- Aquí estoy, Rosa ¿No me ves? - le respondió Antonio desde la puerta rústica del salón principal de La Misión de La Caridad Extrema.
.- No. No te veo. Acércate y dame tu mano.
Las hermanas y las alumnas que la rodeaban le abrieron paso.
.- ¿No lo escuchas?
.- No, Rosa. ¿Qué es lo que debo escuchar?
.- Es una lástima que no lo escuches. Es Adonay. Conversa conmigo, está a tu lado y habla de ti.
Se hizo un silencio espectral, apenas interrumpido por una que otra hermana que salía corriendo del salón para llorar. El rostro desencajado y lívido de Rosa tenía cierta luminosidad, no obstante su palidez. Momentos antes de expirar apretó la mano de Antonio y lo atrajo hacia ella:
.- No entierres mi cuerpo. Tampoco lo vistas. Cúbrelo con una sábana y deposítalo sobre el altar de la capilla.
En el instante de su muerte un suave siroco del desierto penetró por el ventanal del Este y todos, Antonio incluido, aplaudieron para despedir el alma bondadosa de Rosa Trockembrodt Uriana. Al día siguiente su cuerpo fue colocado en el sitio y en las condiciones de su última voluntad y fue protegido en una urna de cristal sellada al vacío. El proceso de descomposición se podía notar, semana a semana, por las deformaciones del cuerpo, las manchas en el lino y por la nubosidad de gases que empañaban la urna; sin embargo nunca se percibió el olor putrefacto característico de los cuerpos. Con los meses, la urna fue depositada sobre un rústico catafalco de piedra, colocado a un costado del altar de la pequeña capilla de oraciones y permaneció allí hasta que, diez años después, la hermana Josefina salió corriendo del oratorio dando voces:
.- ¡Milagro! … ¡Milagro! … ¡Rosa ha regresado! … ¡Milagro! … ¡Milagro!
Josefina limpiaba la capilla como todos los días en los últimos cinco años y cuando llegaba hasta el catafalco se arrodillaba para rezarle tres padrenuestros, la única oración oficial de la Iglesia Episcopalística Cristiana. Ese día repetía el ritual de esa hora, pero cuando se alejaba notó que la urna de cristal estaba inusualmente transparente. Adentro, lo que los años había transformado en pequeños cúmulos de polvo alrededor de unos huesos aún cubiertos por el lino amarilleado por el tiempo, había un bulto, una silueta tridimensional, un volumen que no existía el día anterior. Se acercó con el corazón en la boca y vio lo que se resistía a creer: Allí estaba, bajo la antigua mortaja, un cuerpo. Un cuerpo que no podía ser otro que el de Rosa Trockembrodt Uriana. Retrocedió entre espantada y maravillada, tropezándose con los reclinatorios y los porta velas. A pesar del desconcierto inicial tuvo el aplomo y la compostura para acercarse de nuevo, con las manos en la cabeza y la boca reseca por un pánico precariamente controlado. Poco a poco caminó alrededor de la urna para asegurarse que veía bien lo que veía.
Entonces comenzó a detallar el bulto por la silueta: No había dudas, era de una mujer y mientras inspeccionaba minuciosamente aquel cuerpo, las dudas le cedían el paso a la certeza, el miedo a la alegría y el susto inicial a un regocijo enorme, desbordado. Aún temblorosa, Josefina se arrodilló hacia el altar para alabar a Dios por la gracia divina de aquel regalo imposible de imaginar. Oró como lo estipula el catecismo episcopalístico: En silencio, sin evocar mentalmente palabra o imagen alguna, con el alma en sintonía directa con El Creador y durante esos breves instantes se sintió bañada con una luz tenue, suave, mágica. Por eso salió de la capilla hacia el patio interior, llena de alegría a dar la buena nueva:
.- ¡Milagro! ¡Milagro! ¡Rosa Regresó! ¡Milagro!
En un tropel de pasos se aproximaron a Josefina desde las aulas, los servicios y las plantaciones y entre gritos y voces se formó una gran algarabía. Unas reían. Otras lloraban. Algunas, las más curiosas y valientes, asidas de las manos y en pequeños grupitos de a dos o tres, se acercaban temerosas a la puerta de la capilla pero no se atrevían a entrar, hasta que la hermana Gladis, la Hermana Supervisora, se trepó al cajón de una de las camionetas de La Misión y tomó el control de la situación dando campanadas para llamar a capítulo a todas aquellas mujeres alteradas y reponer el orden y la cordura.
.- ¡A ver!… ¡Vengan todas a mí! ¿A qué se debe tanto escándalo?
Un grupo indetenible de doscientas voces se desató de nuevo. Abriéndose campo entre todas ellas, Josefina se acercó hasta la hermana Supervisora. Su rostro, aún con lágrimas, estaba sereno y recompuesto y mientras se acercaba, una ola de silencio la acompañó.
.- Hermana Gladis, hoy hemos sido bendecidas por El Creador con la reencarnación de Rosa... ¡De santa Rosa de la Guajira!
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