En una estrecha franja de tierra árida, al Norte de la América del Sur, hace milenios que una raza sobrevive a sus propios avatares y teje su desesperanza diaria con agujas de pasado y de presente. Cada nueva generación trae consigo el signo de su destino, tal y como ellos lo conciben en una cosmogonía de parámetros muy particulares. Son los wayúu, los de la raza guajira.
En su universo social, esta raza divide a la especie humana en tres categorías: A ellos mismos, los wuyúus, como ‘las personas’; a otros grupos indígenas como ‘kusinas’ o personas de segunda categoría, y a los mestizos, a los blancos y a los negros como ‘alijunas’ o casi-gente. Pero no se trata de una simple clasificación racial, también se aplica para diferenciar los lugares naturales donde cada grupo humano -o de ‘alijunas’- debe desarrollar su vida: El ‘alijuna’ habita en el sórdido mundo de las ciudades y los caseríos inmundos; el ‘kusina’ vive en los montes y en las serranías, pero las personas, es decir… ellos los ‘wuyüunaiki’, la infinita libertad de los desiertos.
La península de La Guajira, donde los wuyüunaiki de Venezuela y Colombia viven libremente en su desierto, penetra en el Mar Caribe de Suroeste a Noreste y por su ubicación septentrional es una zona eminentemente árida, caliente e inhóspita para quienes no conciben el mundo como los wuyunaiiki, ni poseen su adaptabilidad a un clima riguroso, tan sólo comparable con las sabanas desérticas del Africa Meridional, o los espacios semiáridos del centro de Australia.
Esta región de Suramérica no posee lagos interiores ni río alguno y durante casi todo el año, las sabanas y los cerros de poca elevación se visten con una escasa vegetación xerófila, mientras los fuertes vientos alisios del Nordeste orean toda la península. Cuando llueve, lo cual sucede raramente, suele ser entre marzo y abril; entonces la sabana desértica estalla en una policromía inesperada y pareciera que la naturaleza quisiera recompensar a los wayúus con la vegetación y las flores que le niega durante prolongados lapsos.
Para muchos de los guajiros, Adonay era un misterio. Había nacido en Aliú y aunque ninguna de las veinticinco familias de allí le reconocía como su ‘apushi’, como un familiar consanguíneo, tampoco era considerado un kusina extraño, ni mucho menos un alijuna, a pesar de sus ostensibles rasgos mestizos con facciones europeas, ojos claros y una altura de un metro noventa, poco común entre una raza de talla mediana. Que lo consideraran un wayuu con esas características resultó particularmente importante pues en este pueblo la vida de cualquier individuo está regida por fuertes y estrechos lazos con sus parientes consanguíneos uterinos, ya que los wayúus identifican su parentesco entre los que integran una descendencia matriarcal y en relación con un determinado territorio. Así, se refieren entre sí como los ‘apushi de Aliú’ o los ‘apushi de Moina’, asumiendo el vocablo ‘apushi’ no sólo como simple familiar, sino como un matrilinaje corporativo en el que existen estrictos derechos sobre la tierra, los pastos, el agua y el comercio.
Una sola tribu wuyúu vive en esta Península y se subdivide en numerosas castas y familias pero este origen común no es garantía de una paz permanente entre sus miembros: suele suceder con mucha frecuencia que las distintas familias de una casta se unen de manera solidaria por cualquier querella que tenga uno de sus miembros con los de otra casta de familias, de manera similar a lo que sucede entre las familias escocesas, y hacen suya la vindicta pero sólo y únicamente si el individuo victimado tiene relación por vía matrilineal uterina. Es por ello que entre sí mismos distinguen dos categorías de personas: la de sus parientes (los ‘wyúu kasaín anaín’) y a los no-parientes (los ‘wuyúu nátajat’) y la pregunta más común en el inicio de las conversaciones informales es sobre la relación que se tiene con alguien, con una familia o con un clan:
.- ¿Qué relación tiene ése contigo?’.
Las respuestas pueden ser variadas en grados sutiles pero extremos:
.- “Wayúu nátajat nía” (Es un guajiro no pariente)
.- “Wayúu tatünajut” (Es un guajiro amigo cercano de mi familia)
.- “Kusina tatchepchia… Alijuna tatchepchia” (Es una persona ‘de segunda’ un siervo mío… Es un ‘casi gente’ siervo mío)
El wayúu es a todas luces, una organización social compleja porque además de la vía matrilineal uterina, existen relaciones familiares con quienes se comparte ‘la carne’, como los primos y otros familiares lejanos; también hay relaciones familiares con quienes se comparte ‘la sangre’, que es para los wayúus…’la sustancia que produce la vida’ y estos familiares son: el abuelo paterno, el padre, los tíos paternos, los sobrinos y los hijos de un hermano materno. Las tías paternas y los tíos paternos se consideran ‘madres clasificadas’ y ‘padres clasificados’ de un wayúu.
En La Guajira nadie conoció los ‘apushi’ de sangre de Adonay; por eso Espina Jinnú, una de las matronas más respetadas de Aliú solía definir a Adonay con un trabalenguas raro, incluso para los wayúus ‘putchipú’ o personas ‘palabreras’ de las tradiciones orales:
. - “Nojotsü kasain wanain tu kasaka wanain”. (No es nuestro pariente él, nuestro pariente)
Pero en toda la Guajira se le consideró a Adionay un ‘tachepchia’ al que con el tiempo se le concedió la característica wayúu, a través del matrilinaje de Espina Jinnú, quien lo asumió públicamente como su descendiente uterino. Así, Adonay se hizo Jinnú y fue acptado cono gente, y sus futuros ¡apushi’ serían para siempre y sin dudas, todos de la casta Jinnú.
Pero la presencia de Adonay producía constantes roces entre los miembros de su casta con los de otras familias del clan. Adonay aceptaba con indiferencia las burlas que se le hacían a su tamaño y al color de su piel, (le decían ‘yukäa’… algo así como desteñido, sin color, sin vida) pero otros miembros de su clan no eran tan condescendientes como él, pues interpretaban las burlas hacia Adonay como burlas hacia el linaje Jinnú. Los de Aliú, como todos los guajiros de la península, suelen arreglar sus asuntos entre ellos. No existe la necesidad de un policía ni de otra autoridad superior distinta a la de los ancianos de una familia o de una casta, y nada está por encima ni es más respetado que las leyes y códigos que rigen la vida diaria y las relaciones entre los guajiros. Por ello, toda ‘ainjarrá’ (ofensa) debe recibir una compensación, sea con indemnización monetaria, sea con el pago de animales, sea con represalias. Ofensas como el envenenamiento de una ‘casimba’ (pozo de agua), el asesinato, la violación, el incesto, e incluso los insultos de palabra o la profanación del territorio de tumbas están incluidas junto con miles de ofensas específicas en la categoría de ‘aijarrá walé’ (ofensas terribles a un guajiro). Quien cometa cualquier ‘ainjarrá’ se le denomina de inmediato ‘chi kainjarrakain’ (el ofensor), mientras que al ofendido y a todo su clan se les llama ‘asirrü’ (las víctimas en espera de resarcimiento). Fueron muchos los ‘chi kainjarrakain’ que Adonay no acusó con sus ‘apushi’, bien porque no consideró una ofensa lo dicho o hecho por aquéllos; o porque con su perdón tácito evitaba un derramamiento de sangre, pues era bien conocida y temida la actitud y el comportamiento bélico de los Jinnú en toda la Guajira.
De Allí Adonay viajó a Moina. De aquí a Paraguaipoa, y por las trochas de Joruba hacia Carrasquero con una parada de algunos meses en Puerto Mara y en San Rafael del Moján para finalizar su peregrinaje solitario en Maracaibo. Fue una travesía de Norte a Sur que le consumió más de un año porque constantemente sus ‘apushi’ de Aliú lo ubicaban e intentaban convencerlo de regresar. Fueron idas y venidas que se distanciaron cada vez más tanto en lo geográfico como en el tiempo, hasta que se enquerenció en Maracaibo. Muchos de sus retornos a Aliú fueron para cumplir pasivamente con sus ‘apushi’. Unas veces para los rituales del primer enterramiento. Otras, para bodas y festividades. Su naturaleza no belicosa y su fluidez en ambos idiomas lo calificaron para ser considerado ‘putchipú” de su clan, aunque él mismo jamás lo asumió.
Mediador, pacificador, intermediario… El justo y prudente Adonay se ganó con el transcurrir de los años el respeto y la admiración de todos los demás clanes de la raza guajira y también de quienes le conocieron en Maracaibo. Desde siempre, Adonay Jinnú demostró tener cualidades de liderazgo poco comunes y una destreza notable para las manualidades, de tal forma que no fue de extrañar que al poco tiempo de establecido en Maracaibo se desempeñó como carpintero profesional, y en sus ratos libres, como un fino talabartero.
Se estableció en Ziruma, un barrio ubicado al Norte de Maracaibo, habitado mayoritariamente por wayúus, baríes y paraujanos. De las tres dotes que le obsequiaron sus parientes uterinos al partir de Aliú, Adonay solamente aceptó un pequeño lote de terreno en Ziruma, ubicado al fondo de una estación gasolinera, muy cerca de la autopista que conecta la capital con las tierras saladas del Norte y los desiertos de la Guajira, más allá de Carrasquero. Allí construyó un rancho emulando la arquitectura de las construcciones guajiras de la sabana desértica: Una modesta casa de un único ambiente, fabricada con ladrillos de barro hechos a mano y trenzados con varas de caña amarga y techo de enea. A un costado, una enramada para los visitantes y al frente de ésta, una rústica cocina a leña. Para reafirmar su condición wayúu, Adonay dispuso al fondo del terreno un corralón de estacas para los chivos y carneros que pensaba adquirir en el futuro próximo. Aquel terreno de seiscientos sesenta y seis metros cuadrados era como un pedazo de guajira para Adonay, con aquella arena amarilla que remedaba las dunas de su lejana Aliú y que lo cubría todo, y los linderos sembrados de cactus, y los tres inmensos cujíes debajo de los que construyó el rancho, y el algibe artesanal del fondo que proveía de agua semi potable a casi todo el barrio. El siempre aseguró que fue por simple casualidad que aquel lote de terreno estuviera ubicado a menos de cien metros de la entrada de La Universidad del Zulia. Esta proximidad de Adonay con la Universidad del Zulia, proximidad tanto geográfica como intelectual, fue determinante para el desarrollo de acontecimientos que se presentarían en un futuro cercano, pues al principio Adonay entró a la Universidad para vender sus artesanías; luego, ya consustanciado con el ambiente universitario y en especial con los estudiantes de la Facultad de Humanidades, la visitó con regularidad casi diaria. Se hizo común verle en los pasillos exponiendo para la venta sus excelentes trabajos de marroquinería; luego se convirtió en un eficiente mandadero para los muchachos y al poco tiempo, en el más prudente y confiable confidente.
.- ¡Guajiro, lávame el carro!
Y Adonay se dedicaba con entusiasmo juvenil y esmero de profesionista en lavar el vehículo, por dentro y por fuera. E iba más allá de eso, porque ordenaba todo cuanto encontraba revuelto, acicalaba la guantera y hasta limpiaba los ceniceros.
.- Guajiro, ¿Conocéis a Martha, la secretaria de la Escuela de Filosofía?
.- Umjú – contestaba parsimoniosamente sin levantar la mirada del trapo jabonoso con que fregoteaba.
.- Llevále este sobre. Son los trabajos de investigación que tenemos que entregar esta noche – Y Adonay se les quedaba mirando hasta lo más profundo del alma a los muchachos, al punto que sin pronunciar palabra los obligaba a confesar sus pecadillos e infracciones:
.- Si… Ya está bien… No nos mires así… Nos vamos a escapar de las clases de esta noche… Además, no estamos haciendo nada malo ni extraño… ¿O si?
Pero el silencio de Adonay y lo lapidario de su mirada los obligaba a desandar las irresponsabilidades, aún a costa de no pocos conflictos:
.- ¡Coño, Adonay!… ¡No se puede contar contigo! Eres más necio que mi mamá. –decían unos. .- ¡Verga, Adonay!… ¿Por qué te convertiste en nuestra conciencia?
Vendedor artesanías, lavador carros, humilde hacedor pequeñas diligencias a los estudiantes y hasta referente de valores, Adonay era todo eso y además un excelente carpintero a destajo en La Puerta de Oro. También participaba, aunque en un segundo plano, durante las animadas tertulias que los estudiantes formaban en los pasillos y en las escalinatas de la Facultad. Varias veces los dejó atónitos con su modo tan particular, ecléctico a veces pero profundamente humano y práctico de ver y entender los hechos y las circunstancias. Para una gran mayoría de los estudiantes, Adonay era un guajiro sorprendente, pero guajiro al fin de cuentas. Para otros era un misterioso libro abierto de difícil lectura y no menos dificultosa interpretación. A pesar del tiempo transcurrido desde esa época a los tiempos presentes, aún se recuerda en la Escuela de Filosofía el careo ideológico que sostuvo Adonay con un sacerdote que disertaba acerca de la cosmogonía de las tres principales religiones monoteístas. Un enfrentamiento que inició Adonay con una simple pregunta que hizo en el aula de la cátedra libre, pero que el sacerdote no supo responder y como suele suceder en casos similares, se concentró en descalificar las pertinencias y las experticias de quien preguntaba, en vez de asumir sus propias ignorancias. Azuzados por los muchachos, la diatriba continuó después de la clase magistral en las escalinatas del Bloque F y después de una hora de preguntas, respuestas y contra-respuestas, para todos quedó claro que la postura que asumió Adonay tenía más consistencia y coherencia que las destempladas admoniciones del sacerdote. Con el tiempo, la enramada del rancho de Adonay se engalanó con una hermosa trinitaria de infloraciones blancas y se convirtió en punto de encuentro casi obligatorio para estudiantes, profesores y también de muchísimos vendedores ambulantes. Era de admirar que a pesar de estar enclavada en una zona de alta peligrosidad, la casa de Adonay no tenía puertas ni rejas en las ventanas y nunca fue asaltada ni robada.
Aquel sábado que fue arrestado en el mercado de Las Pulgas, Adonay estaba difundiendo a su manera la Palabra de Dios a los cientos de menesterosos, adictos, borrachos y prostitutas que deambulan todas las noches por aquellos sucios callejones que se internan por el mercado y conducen hacia un sub mundo de suciedad, drogas y perdición. En el momento de la redada, le pareció mejor guardar silencio mientras le arrecostaban los diez peinillazos que ordenó darle el Sargento que comandaba la misión; al fin y al cabo ¿Cómo justificar su presencia allí, en términos que pudieran ser entendidos y aceptados por aquellos gendarmes? Le dolió más la insensibilidad social de aquel procedimiento de presunta profilaxis social que los mismos peinillazos. Sin embargo, perdonó desde su corazón al Cabo Remberto.
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