Janet nunca podía responder con exactitud en cuántos concursos de belleza había participado. Solía decir que ‘en todos’ y era una respuesta bien próxima a la realidad, porque incluso en aquellos en los que no había participado, los había vivido con tal intensidad mental y espiritual, con tanta vehemencia y deseo que literalmente confundía realidad con ficción y entonces le parecía que también a ése había asistido. Janet nació un 28 de noviembre en El Empedrao, barrio populoso y céntrico de Maracaibo, el único sector sobreviviente de los que integraron la fundación colonial de la ciudad. A su casa materna aún se puede llegar, no sólo desde las espaciosas avenidas que circundan el corazón histórico de la ciudad, sino también desde accesos no tan recientes, como el Callejón Bobó, una serpenteante calleja que se desliza desde la breve eminencia de la primera gran avenida de la ciudad, la Avenida Bella Vista, pavimentada de cemento a finales de los años cuarenta del Siglo XX con ruta Norte franco, hacia las haciendas y estancias de los magnates de entonces, convertidas en pleno Siglo XX en la sede de imponentes rascacielos de 60 y más pisos, que se levantaron sobre las ruinas de aquellas hermosas mansiones de campo, la mayoría construidas con un estilo colonial tardío.
Janet Faría Meléndez fue la hija mayor de Zoraida y Ernesto. Siempre destacó por su altura y su desarrollo precoz, pues apenas a los once años medía un metro setenta y cinco. Para esa época era una muchacha delgada, larga y si figura femenina, pero compensaba esas desventajas ante sus compañeras de clase, mucho más hermosas y femeninas que ella, con la popularidad que tenía por sus habilidades para los deportes. Zoraida, su madrastra, nunca vio con buenos ojos aquellas ‘caimaneras’ de béisbol en las que Janet participaba.
.- Mirá Ernesto – reclamaba Zoraida a su marido ‘Ernestico’, el más popular de los conductores de autobuses colectivos de la ruta 3 – Vé si le ponéis reparo a esa muchacha. Esta mañana se jubiló del liceo y se fue a jugar pelota pa’ la avenida. Y andá pal cuarto pa’ que veáis cómo llegó: más aruña que una gata en celo, y de paso con tremendo boliche en la frente.
Ernesto Faría, conductor y empedernido jugador de lotería, acababa de llegar literalmente exhausto de la calle. No tenía ánimos ni para quitarse una mosca de encima, mucho menos para participar en otro pleito familiar. Siempre había sido así: Que si Janet hizo esto… Que si Janet hizo lo otro… Lo que pasaba él lo intuía desde hace mucho tiempo atrás y así se lo recordaría de nuevo a Zoraida:
.- Vé Zoraida, dejá esa muchacha tranquila, porque vos le tenéis inquina y así no se puede convivir con nadie. Desde que nos conocimos vos sabías que Janet existía y que si tú no la pariste no es culpa de ella.
.- No me cambiéis el consonante, Ernestico. El asunto no es entre ella y yo, sino entre ella y el Liceo. Se jubiló otra vez, y de paso…
.- Si, si, ya me lo dijiste, tiene un boliche en la frente. Ya lo sé… no insistáis más que ponéis las cosas más grandes de lo que son”
.- Bueno Ernestico: o la metéis en cintura o vé qué coño es lo que váis a hacer con ella, porque ni caso le quiere hacer a una.
Al fondo de la casona, en el cuarto que compartía con sus otros seis hermanos, Janet se acurrucaba en la esquina más lejana de la litera. Presentía que una nueva lluvia de golpes se cerniría sobre ella, pero oyó la voz de su padre del otro lado de la puerta y se tranquilizó. Ernesto Faría era un hombre de carácter débil y ella sabía cómo desarmarlo. Una ‘sonrisa pepsodent’, un beso en la frente y un gran abrazo bastarían para que su padre se quedara sin argumentos.
.- Janecita… Janecita, mi amor. Salí del cuarto pa que conversemos.
.- Ya voy papacito… Ya voy.
Y comenzó un ciclo de espera innecesaria que impacientaba a su padre cuando una borrasca familiar entorpecía sus planes de colgarse en el chinchorro del patio para leer la prensa del día y dormitar a pierna suelta una breve siesta de matiné. La versión de Janet sería que, en efecto, ella se fue a jugar béisbol, pero después de clases, y que tuvo noción del tiempo transcurrido. Que, además, tratando de capturar una pelota se cayó sobre unos mogotes de espinos que hay delante del zanjón que divide el área de beisbol con el resto de las instalaciones del Paseo del Lago, y entonces…
Pero la otra versión, la real, era muy distinta porque entre sus compañeros de clase había dos que le atraían: Uno era Candelario, un gordito rechoncho y feo con cara de mono, pero sumamente simpático y con la creatividad a flor de piel… ¡Para lo que fuera! El otro, Bernardo, mucho más alto y atractivo, era el clásico ‘muñecote’ que enloquecía a todas las muchachas del liceo, aunque tuviera un espíritu gris y opaco… ‘pajúo pero buenísimo’ como solía describírselo a sus íntimas y a las no tanto, porque todas le consultaban a ella pues la consideraban la ‘catadora oficial’ y sus dictámenes acerca de la capacidad amatoria de cualquier candidato era respetada y creída a pie juntillas por las demás.
Varias veces lo había considerado, pero esta vez se decidió, y experimentó con Candelario y Bernardo un ‘menage au troi’ más bien impronto, que le provocó una secuela de rasguños y moretones comprometedores.
.- ¡Ay hija! ¿Y cómo te hiciste esos moretones?
.- Bértiale, papacito, es que a cuenta de que soy mujer le quieren arrecostar a una los picheos y bueno… Además de que me agarraron por la manga cuando estaba cruzando de segunda para tercera, y en el home me barrí, pero me raspé con el tierrero, y ya ves… Ando toda aporreá.
.- Mija… Hacéle caso a tu padre: Dejá esa jugadera de pelota que ya no te conviene, porque ya sois una mujercita. Mirá… Y no te jubiléis más del liceo… y… y andá a ayudar a Zoraida con los oficios.
Nuevamente la táctica de ‘inocente deportista’ había resultado efectiva a Janet frente a su padre, pero algo en el fondo de su mente la inquietaba: ¿Habían usado preservativos? De repente recordó que no se los vio puesto a ninguno de los dos, pero se tranquilizó porque hacía más de tres meses que estaba tomando pastillas anticonceptivas. Pero la naturaleza, tan casquivana como ella, le estaba preparando una sorpresa desagradable para los siguientes meses.
Además de su temprana afición al sexo, Janet incurría en el consumo ocasional de marihuana, cuando los compromisos escolares le apremiaban con un examen para el día siguiente, para el que no había estudiado por andar de sibarita sexual. Entonces, la mejor compañía para toda una noche de desvelo era uno o dos ‘puchos’ de marihuana, “para despejar mente y cuerpo’, como ella misma se decía. Colocaba el ventilador del cuarto hacia la ventana y disfrazaba el aroma dulzón de la hierba con varios palitos de incienso que colocaba frente a un pequeño altar en homenaje de La Virgen de Chiquinquirá que tenía en su cuarto. Como es de suponer, los resultados de aquellos exámenes finales, sumado a su bajísimo promedio y las incomodidades propias de su embarazo fueron la combinación trágica que desembocó en su expulsión de la casa paterna. Hacía varios meses que Zoraida venía preparándole la escena a Janet, y como para ella eran más que evidentes los cambios fisiológicos que experimentaba Janet, se sintió ‘con-la-sartén-por-el-mango’. El tiempo se encargaría de evidenciar el desliz, como en efecto sucedió:
.- Ernestico… Aquí te llegó una citación del liceo, pa que váis a una reunión.
.- ¿Y eso?
.- Bueno, yo te lo venía advirtiendo: Ernesto, ponéle reparo a esa muchacha. Ernestico, preguntále pa’ dónde va, pero vos creías que eran ojerizas mías. Ahí lo tenéis: Del liceo te llaman y no será pa’ felicitáte, supongo…
.- ¡Verga, Zoraida, tá’ bueno! Traé pa’cá el papel ése… ¿Y dónde está Janet? No me digáis que está jugando pelota otra vez en el terreno de la avenida…
.- ‘Umjú’… Y no te creáis que esté jugando con ‘las pelotas’ de béisbol.
.- ¿Cómo es la verga?
.- Como la estáis oyendo. Y si no me lo creéis… Andá pal cuarto y metéle el ojo a tu hija, que ésa no sabe cómo ocultar más la barrigota.
Pero cuando Ernestico Faría iba como una tromba hacia el cuarto de Janet, Zoraida lo atajó:
.- Ernestico, pará el apuro y escucháme: Si te vuelve a contar aquello de las pelotas y el bate, por esta vez váis a tener que creerle, pero en sentido figurado ¿Sabéis a lo que me refiero?
Por primera vez en su vida, Ernesto Faría cayó en cuenta de la amarga realidad de su hija. Apenas con quince años y ya estaba preñada. Y por si no fuera suficiente amargura, con problemas en el liceo, porque Zoraida tenía razón: No podía ser una buena noticia la que le tenían con una carta citación tan pomposa:
Por medio de la presente le notificamos que en el liceo Octavio Hernández se ha organizado un Consejo Extraordinario, al cual usted deberá asistir para darse por enterado de los detalles del desempeño y la evaluación de su representada, FARÍA MELÉNDEZ, Janet Chiquinquirá.
El pleito fue de pronóstico. Esa misma tarde Ernesto tuvo la confirmación de sus sospechas con relación al liceo, y al día siguiente se ratificaron las de Zoraida: Janet estaba preñada con ocho semanas de embarazo. Los acontecimientos se precipitaron y una nube de acusaciones y recriminaciones inundó el hasta ese entonces más o menos tranquilo hogar que los Faría habitan en el populoso centro de Maracaibo. Zoraida puso a Ernesto entre la espada y la pared: O ella y sus seis hijos, o Janet con su barriga, pero en la casa no podrían continuar las dos, una disyuntiva que se disolvió cuando Ernesto tomó la decisión de enviar a Janet para Caracas, a vivir con su hermana mayor, una viuda con otras tres hijas más o menos contemporáneas con Janet, y que siempre había profesado un cariño muy especial por su hija.
.- Chinca -le decía por teléfono con voz entrecortada- El próximo sábado te mando a Janet en un bus de Expresos Alianza. No, aún no terminan las clases por acá… Vé, te lo voy a contar en dos platos: Está preñá y… No, no hay dudas… Te podréis imaginar el verguero que armó Zoraida… No, ¡Qué llanto ni que nada! La botó pa’l coño y bueno, la verdad es ella que tiene sus razones y no se las puedo contradecir. Si… Claro que si… El caso es que aquí no puede seguir viviendo. Si, ya lo se pero ¿Qué queréis que haga? Acudo a vos porque, primero sois mi hermana y segundo porque sois su madrina de bautismo ¿Acaso no te acordáis que la bautizamos en la basílica vos, yo y la caraja aquella que me montaba cachos con el mismísimo compadre Ulacio? Y tercero, porque creo que es conveniente que Janet se vaya para allá. ¡No! ¡De verga, no! Eso no se lo voy a aceptar. Aborto es asesinato chiquito. Si lo culió, que lo puje. Además, ¿vos no tenéis una hija que trabaja en el Hospital Vargas? Bueno, que la ponga en control prenatal allí, y que después que dé a luz, que la ayude con los trámites para la entrega en adopción. Por cobres ni te apuréis: Te la envío con diez mil, y mientras viva con vos le enviaré pa’l chao y pa sus gastos. Eso sí: Me la tratáis con mano dura desde el principio, porque aquí ha hecho lo que le ha venío en gana.
El impacto que Caracas causó en Janet fue fulminante. Quizás tan fuerte como aquella vez que inhaló dos gramos de coca de alta pureza, que la mantuvieron despierta y excitada durante 72 horas continuas. No se molestó en ubicar a su tía en la terminal terrestre de pasajeros de la capital: Con mil bolívares en la cartera se sentía inmensamente rica… ¡Y audaz!
Su primera acción fue tomar un taxi hasta Parque Central, el principal conjunto residencial de la ciudad y sede del Centro Simón Bolívar. Allí ubicaría la dirección de Yadira, una mujer que conoció en Maracaibo durante la fiesta de cumpleaños de su amigo y ocasional amante Candelario Ferrer. Si la terminal terrestre le había impactado, la impresión que se llevó al llegar a Parque Central estuvo a nivel de orgasmo: Un temblor de piernas le sobrevino inmediatamente de bajar del carro. Deambuló como borracha durante horas, las mismas horas que llevaba su tía en las oficinas del Instituto Nacional del Menor y en el Cuerpo de Investigaciones Criminalísticas poniendo denuncias entre lágrimas de impotencia y rabia. Era más de las cuatro de la tarde cuando Janet sintió los rigores del hambre. Hacía más de un día que no probaba bocado, y por más que se sintió tentada a entrar en cualquiera de aquellos atractivos pero lujosos restaurantes de Parque Central, una rápida ojeada a los precios, exhibidos con sublime recato en la esquina menos visible de la cartelera de espectáculos del día, le alertó sobre la inconveniencia de su arranque: Tan sólo el ‘menú ejecutivo’ le consumiría casi todo su dinero, así que se decidió por el combo más elemental y económico de Wendy’s: Una hamburguesa sin aditamentos y una Coca-Cola estándar. Mientras engullía como una menesterosa se repetía mentalmente que Caracas era una ciudad demasiado oscura, comparada con el sol reverberante y el cielo siempre azul y transparente de su Maracaibo natal. Se dispuso a dar con la dirección, aparentemente fácil, de Yadira, pero ubicarla le resultaría más que difícil… ¡Toda una experiencia!
Eran pasadas las diez de la noche cuando consideró la opción de ir hasta la casa de su tía, pero estaba escrito que su destino tendría otro rumbo, muy distinto al que planificó su padre y nada parecido a lo que ella imaginaba. Se dirigía hacia el ascensor del edificio Mohedano de Parque Central por quinta vez. Había cambiado la guardia de los ascensoristas y en lugar de la señora amable y rechoncha estaba un hombre negro y alto… Demasiado negro, casi azul, como los negros tamboreros que conocí en la población de Bobures del estado Zulia.
.- ¡Miarma! -exclamó pensativamente al verle- Con un negro como éste no lo hago, ni que tenga los cojones de platino y con incrustaciones de diamante.
Era la única pasajera del ascensor, y eso lo advirtió luego de darle al negro las señas del piso a donde iba.
.- Nivel 77M, por favor -dijo en tono cortante, distante y sin mirarle.
.- A su orden, señorita. Yo a usted la llevo hasta el cielo, si me lo permite.
La respuesta de Janet fue un silencio y una mirada innecesaria al techo del ascensor.
.- Eso es lo que pasa cuando las mujeres son de-ma-sia-do bonitas. Que abusan de su belleza.
Janet prosiguió mirando hacia el techo del ascensor, y a través del espejo miraba cómo la veía el negro, con aquella lujuria a flor de piel. Excesiva. Intensa. Brutalmente sensual. La blancura de su piel resplandecía con el brillo negro azulado del negro, cuyos dientes blanquísimos y perfectos se destacaban desde unos labios gruesos y voluptuosos. Cruzó defensivamente los brazos bajo su regazo y se inclinó, displicente, para darle la espalda pero sin apartar la vista de él por el espejo.
.- Mi amor, tú no eres de Caracas ¿Verdad?
El silencio de Janet prosiguió, esta vez con un entrecejo que delató su condición de foránea extraviada.
.- ¿Cuándo llegaste? ¿Vienes a visitar a tu amiga del 77M? ¿Te vas a quedar esta noche con ella?
Las preguntas del negro fluían suavemente. Sin presión pero con la contundencia de quien sabe qué es lo que pregunta. Entre una y otra, él se permitía un lapso para facilitarle la respuesta, pero esos vacíos y la repetición de las preguntas, ahora con voz pastosa y ‘amigable’ derrumbaron la primera barrera de Janet.
.- ¿Y cómo sabéis vos que yo tengo una amiga en el 77M?
.- ¡Aayayay, maracuchita! -le respondió al identificar en su ‘voceo’ el típico acento de los zulianos, pero que en el resto del país lo conocen como ‘el hablar de los maracuchos’- Es que este ‘humirde negro’ que tú ves aquí lo sabe todo. Con decirte que yo sé dónde está Yadira ahora mismo.
Janet se ruborizó, pero no se lo quiso demostrar, y volteó innecesariamente el rostro hacia el piso, como quien busca lo que no se le ha perdido. Y el negro percibió que la debilidad de ella estaba en consonancia con su acierto.
.- Resulta que yo no conozco a ninguna Yadira.
.- ¿Ah no? ¿Y cómo le sabes el nombre a una persona que tú no conoces, pero yo sí? - Y prosiguió el negro, ahora más próximo a ella, como quien le dice un secreto a alguien, a la oreja, desde atrás: “Y resulta que si tú me haces un regalito, yo te podría abrir el apartamento de Yadira… Mira lo que tengo acá” - dijo socarronamente, mientras le mostraba un manojo de llaves- “Fíjate bien: Aquí dice 77M. Esta es la llave de la puerta Multilock de la entrada. Esta otra es la de la alarma. Si tú me lo pides, yo podría abrirte el apartamento de Yadira, la llamaría por teléfono para que te comuniques con ella y claro que… Te quedarías debiéndome mi regalito.
.- ¡Ajá! Y decíme ¿Cuál es el regalito ese? Digo… en el supuesto que yo conociera a una tal Yadira, que no conozco, y esas fueran las llaves del apartamento 77M, que a mí no me consta que sean.
.- Mira, maracuchita: El rollo contigo es de credibilidad ¿Verdad? Vamos a hacer las cosas así: Yo te llevo hasta el apartamento 77M, abro la puerta con estas llaves, llamo a Yadira desde el teléfono de ‘su’ apartamento y te comunico con ella. Después te digo cuál es mi ‘regalito’, y si tú no me lo quieres dar, no importa… ¿Qué puedo hacer? Obligado nada es bueno ¿No te parece? De cualquier modo, lo único que te pido es que no te olvides de este negro, que siempre estará pendiente de ti y a tu disposición ¿Te parece bien así?
Hacía un buen rato que el ascensor estaba detenido en el nivel 77 de la Torre Mohedano. La puerta se mantenía abierta porque el negro pisaba el interruptor y al hacerlo con ambas piernas, Janet pudo notar a través de su pantalón que tipo de ‘regalito’ tendría que darle. Caminaron en silencio hasta la puerta del 77M. Él con el ritmo sabrosongo de los chulos, acentuando una cadencia de ‘medio lao’ a lo Pedro Navaja, que el eco del pasillo repetía y magnificaba; ella, silenciosa y a la distancia, marchaba a la defensiva tres pasos detrás de él, con los brazos cruzados bajo sus prominentes senos. Luego de tres puertas idénticas, Alejandro se detuvo en la cuarta, que estaba a la derecha de un interminable y angustiante pasillo mal iluminado. Abrió la puerta, desactivó la alarma y le hizo una ridícula reverencia para darle paso hacia el interior del apartamento de Yadira.
.- ¿Te fijas, maracuchita? Lo que dice y promete este negro es pura verdad. ¡Después de usted, mi reina!
Janet entró al rellano que divide la cocina de una sala exquisitamente decorada en blanco y malva. En una de las esquinas divisó el teléfono y lo retó:
.- Vai pués… Ganáte la mitad de ese regalito comunicándote con tu amiga Yadira, para ver si es verdad.
La solicitud no se hizo esperar. Como una pantera, el negro dio un salto y con dos pasos más tuvo en sus manos el teléfono inalámbrico de Yadira. Marcó siete dígitos con la seguridad del que conoce un número celular y al otro lado de la línea le contestó la inconfundible voz pastosa y gutural de Yadira:
.- Aquí la tienes. Es Yadira. Habla con ella.
.- ¿Aló? ¿Yadira? Es Janet, la amiga de Candelario. Si… la de Maracaibo… Bien, todo bien… No, me vine en un bus de Expresos Alianza… Mirá, te molesto porque aquella vez que nos vimos en la fiesta de Candelario, vos me pusiste tu casa a la orden, y bueno… Aquí tu amigo el ascensorista me ha hecho el favor de comunicarme contigo. Bueno, te lo agradezco mucho. Si, no hay problema…” -Y volteando hacia el negro que lo tenía casi encima de ella, dijo en voz alta- ¿Qué él me de tus llaves? Mejor decíselo vos misma…
Pero Alejandro había desaparecido. Aunque lo sentía ‘ahí mismito’ ya no estaba presente-
.- Esperáte que te lo voy a buscar… No sé dónde coño se metió ese negro.
Alejandro había bajado hacia el nivel de las habitaciones y subía, totalmente desnudo, por la estrecha escalera de caracol, esgrimiendo con su mano derecha un reluciente pene de veinte centímetros a medio erectar. Janet quedó paralizada y enmudeció, lo que aprovechó Alejandro para quitarle suavemente el teléfono y hablar con Yadira:
.- Yadi -dijo el ascensorista con cierto amoscamiento en la voz- Me imagino que esta maracuchita se quedará aquí ¿Cierto? Okey, como tú digas, pero antes de irme ella me va a dar mi regalito. No te importa ¿Verdad?, Bueno,.. Chao y nos vemos después.
Aquella fue la primera de las muchas veces que Janet tendría sexo en el apartamento 77M de Yadira Larreal. Fue una experiencia sexual violenta de principio a fin, y con un negro de esas dimensiones por primera vez. El apartamento era una lujosa casa de citas muy especializada, pues Yadira proveía a su selecta clientela de mujeres y hombres con amplísimos criterios sexuales, y Alejandro era ‘el campanero’ necesario para prevenirla de cualquier redada… O para darle la bienvenida a las primerizas extraviadas, como Janet. El ‘target’ de Yadira era personas con fuertes ingresos: altos ejecutivos, mujeres de importante performance empresarial, banqueros, políticos, industriales e incluso ejecutivos de la industria petrolera, quienes pagaban muy bien y en dólares, aquellos servicios.
La noche que Janet llegó, Yadira estaba en la barra del Forno’s negociando con uno de sus clientes VIP. Era un robusto ejecutivo de Pemex, como de sesenta años, quien a pesar de sus ciento veinte kilos se mantenía inesperadamente ágil para alguien con sobrepeso. Su preferencia sexual eran las niñas prostitutas y como voyerista consumado pagaba por ese servicio cualquier cantidad, siempre que el ‘servicio’ estuviera a nivel de sus exigencias, las que desarrolló durante la década en la que trabajó para la Sun Oil en el emirato de Omán. La llamada de Alejandro le evitó a Yadira irse a la cama con su cliente petrolero, algo que estaba a punto de aceptar pues no había conseguido a Rose Mary, la preferida del mexicano, una dulce quinceañera rubia natural, piel de melocotón y hermosísimos ojos miel, hija única de una encumbrada y adinerada familia caraqueña, estudiante del séptimo grado en el más exclusivo colegio para señoritas de la ciudad.
.- Señor Negrete - le anunció Yadira con aire triunfal y una sonrisa de alivio en el rostro- Si me acompaña al apartamento, podré ofrecerle algo que está más allá de sus expectativas de hoy: Carne nueva, joven, tierna y… ¡virgen!
.- No me tientes en vano, Yadi. Si lo que ofreces no está a la altura, tendrás que hacer tú lo que la chica se niegue a hacer. Y te adelanto que contigo voy a ser más exigente ¿De acuerdo?
.- De acuerdo. No perdamos más tiempo ¿Por qué no va pagando la cuenta mientras voy al baño de damas?
Alejandro se había marchado minutos antes de la llegada de Yadira, el mismo tiempo que Janet tenía experimentando la agradable sensación de un chorro de agua tibia del bidet que le aliviaba todas sus partes íntimas, ano incluído. Aquel negro la había dejado exhausta, ardiendo y adolorida. No sintió llegar a Yadira hasta que ésta abrió la puerta del baño y la consiguió desnuda y sentada sobre el bidet, en un estado de arrobamiento masturbatorio: totalmente a horcajadas y con la cabeza inclinada hacia atrás, los ojos casi en blanco, meciendo su cuerpo adelante y hacia atrás, suave y rítmicamente.
.- ¡Bienvenida al palacio, Janet!
La muchacha saltó del bidet a la ducha como impulsada por un resorte invisible y con la expresión de ridícula inocencia, típica de quien ha sido sorprendido en una pose nada convencional. Cuando se sintió protegida por la puerta semitransparente de la ducha pudo articular palabra:
.- ¡Verga, casi que me matáis del susto, coño!
.- Disculpa, ‘prin-ce-sa’ –le respondió Yadira con ironía- “Resulta que la sorprendida debería ser yo. Debiste avisarme antes de venir, y dale gracias a Alejandro que me localizó, porque si no…
.- ¿Gracias a quién? ¿A ese negro? Yo no tengo nada que agradecerle a ese coño, porque el ‘favorcito’ de encontrarte por teléfono me costó bien caro ¿Vos le habéis visto la verga a ese carajo? ¡Fijáte cómo me dejó!
Y sin darle tiempo de respuesta a Yadira, Janet salió de la ducha, se volteó y se inclinó para mostrarle ano y vagina, ayudándose con sus dos manos para facilitarle la visión. Yadira quedó impactada con la belleza juvenil y salvaje de Janet y al verla así, inclinada y aún mojada, mostrándole todos sus atributos, se turbó de tal manera que quiso poseerla allí mismo, pero la voz de Negrete que la llamaba mientras bajaba los primeros escalones de la escalera de caracol, la devolvió a la realidad de los negocios.
.- Mira Janet, vamos a ser prácticas. ¿Te interesa ganar quinientos dólares ahora mismo?
.- ¡Cooooooño! ¿Y a quién no? ¿A quién hay que matar?
.- A nadie. Primero que nada, termina de secarte y… te pones la ropa interior más sexy que tengas. Nada más que la ropa interior. Arriba está un amigo mío, Rodolfo Negrete y se muere por una chica como tú. Pero quita esa cara… No te preocupes… No te lo va a meter por ningún lado… El tipo está medio enfermo y lo único que tienes que hacer es acostarte en la cama y masturbarte con la mano, o con el juguete que más te guste de los que tengo sobre la mesita de noche… De vez en cuando finges un orgasmo porque al tipo sólo se le para así mientras que él, desde la silla que está allí en el balcón ¿La ves? Se masturba también… Y listo: quinientos ‘verdes’ para tu cartera.
.- ¿Y cuándo termina la función? Porque yo no me voy a pasar toda la vida sobajeándome el papo.
.- Termina cuando él se pare de la silla y se vaya al baño y eso suele suceder bastante rápido… No más de veinte minutos. Ah, se me olvidaba ‘algo’ importante: Cuando esté eyaculando…
.- ¿Cuándo esté eyacu….qué coño?
.- Cuando esté botando la leche, mija ¿No sabes qué es eso?
.- Si… Si, ahora te entendí, pero habláme en castellano.
.- Bueno, cuando veas que está acabando, te paras de la cama…
.- ¿Me paro de la cama? ¿Y vos no dijiste que el tipo allá y yo…
.- Deja que termine la idea, muchacha… Aprende a escuchar. ¿Te interesan otros quinientos verdes? Entonces te paras de la cama, vas hacia la puerta del cuarto, agarras cualquiera de los látigos que están colgados detrás de la puerta…
.- ¡Miarma! ¿Y eso pa’ qué?
.- Lo azotas en el justo momento en que está acabando y si lo haces llorar, al salir del baño te dejará sobre la mesa de noche los otros quinientos verdes. ¿Entendido y de acuerdo?
.- Entendido. Dejámelo a mí, que le voy a dar la cueriza del siglo y…
.- Y más nada. No le hables. No lo toques con tus manos ni con tu cuerpo. Sólo mastúrbate sobre la cama, mostrándole bien todas tus partes y cuando oigas que está gimiendo, te paras de la cama, agarras el látigo de siete correas que es su favorito y azótalo bien fuerte por la entrepierna, preferiblemente sobre la cabeza del pene mientras eyacula, y luego por el pecho hasta que veas que se pone rojito. Cuando el pipicito se le ponga flácido, le colocas el látigo en el piso frente a él, le das la espalda y te metes en la cama. Lo demás lo hace él solito: se para de la silla, se mete en el baño, se baña como media hora, sale vestido y coloca el dinero, perfectamente doblado, sobre la mesa de noche. Recuerda: Nada de palabras ni de contacto físico.
.- ¡Dalo por hecho! ¡Esos dólares ya son míos!
Ese fue el inicio de Janet en una carrera de prostitución y vicio que la llevaría a experimentar los niveles más bajos y duros del sexo sadomasoquista, en funciones privadas y públicas de lesbianismo con mujeres y transexuales, hasta convertirse en una cotizada madame de las aberraciones más abyectas de la sexualidad. A los pocos días de su arribo a Caracas, Yadira la contactó con una clínica fantasma para ‘solucionar’ lo del aborto y allí se aprovecharon de la ingenuidad de la muchacha y del historial de su protectora, para dejarla en manos de enfermeras no graduadas que la pusieron al borde de la muerte. Fue tan brutal el método abortivo que no podría concebir. Meses después, ya repuesta del aborto e instalada con Yadira, Janet visitó a su tía en la populosa parroquia Caricuao, al suroeste de la capital. Provista de una nueva cédula de identidad con la fecha de nacimiento alterada, alardeaba ahora de ser mayor de edad, de tener un lugar dónde vivir como una reina, y de disponer de carro con chofer y de una cuenta de ahorros con más de veinte mil dólares. Chinca no podía creer que aquella mujer escultural fuese Janet, la ‘Janecita’ que había desaparecido, pues ahora lo que tenía frente a ella era una hermosa mujer, bien vestida aunque demasiado maquillada para su gusto, y con ese savoire-faire típico de las personas que viven en el glamoroso mundo del espectáculo.
.- Janecita... ¡Por Dios!... ¿Dónde te habías metío, criatura? To’el mundo te ha estao buscando estos meses. Tu padre está que se muere por saber de vos... Pero, pasá, pasá mija ¿Y esa pinta de modelo? ¿Y ese traje tan elegante? ¿De dónde habéis sacao esos trapos? Hablá, criatura... Hablá que me tenéis en agonía.
Janet continuó en Caracas con su vida de prostituta cara, pero al regresar a Maracaibo, ya devaluada por el incipiente y prematuro envejecimiento, continuó esa vida, ahora con menos glamur, desde la barra del Don Pedro P. Vivió en el apartamento de Rosi, y fue en esa época cuando ambas se declararon abierta y públicamente bisexuales, conducta que a Alfonzo no molestaba para nada, más bien le estimulaba la libido porque veía convertida en realidad su más ansiada fantasía sexual. A pesar de la intensa relación con Rosi y las esporádicas relaciones sexuales con Alfonzo, Janet se iba sintiendo cada día más vacía, más etérea, como si la vida no fuera más que un inmenso teatro y ella la única espectadora. En esas condiciones decidió probar suerte con Carlos, cliente asiduo del Don Pedro P y uno de los distribuidores de ‘perico’ y cocaína más importantes de la ciudad. Para Carlos no fue difícil esconderle la verdadera esencia del nuevo trabajo que le proponía.
.- Solamente vas a entregar ‘el producto’ a unos clientes fijos en el Club Náutico. Sin rollos con la ley, en un ambiente con la clase y la categoría igual a la que conociste Caracas. Ya sabes... Es la misma gente de allá. Gente ‘de pinga’ y full de billete.
Tres semanas después, ‘El Chacal’ - como se auto apodaba Carlos - le había dado a Janet la plaza más solicitada por todas sus distribuidoras, el punto de ventas que él manejó personalmente durante muchos años dada su condición de empleado de bajo perfil en el Club. Pero Janet no se conformó con ser una distribuidora exclusiva en el Club. También lo hizo en Winner’s, la más selecta academia de modelaje y comportamiento social para señoritas de la ciudad. Allí ingresó como profesora de comportamiento social y etiqueta, e instructora de aerobics. Janet conocía muy bien ambos desempeños. Yadira la instruyó en el comportamiento social correcto, desde qué vestido y accesorios usar para cualquier ocasión, hasta las más abyectas perversiones. Gracias a su capacidad camaleónica para adaptarse a distintas situaciones que le enseñó Yadira y a un riguroso método de observación y de análisis que aprendió de Alejandro, Janet se mimetizó rápidamente entre ‘les habitué’ del Club Náutico, hasta que un día Carlos, haciendo honor a su apodo, desbancó a Janet de aquella plaza para colocar la ‘carne fresca’ que le exigían sus clientes.
.- Tú no me puedes hacer esto, Carlos ¿Y con qué voy a pagar mis cuentas? ¿Y la hipoteca? ¿Te olvidas que me convenciste de meterme en una deuda hipotecaria para comprar un apartamento? Me obligaste hasta a abandonar a Rosi y a Alfonzo ¿Y ahora me dices que no te sirvo... que me tengo que ir... que aquí no me recibirán más? ¡Así no es la verga, Carlos!
Janet se le abalanzó, presa del pánico y de la rabia, cuando le observó aquella mueca de lástima y desprecio que utilizaba para deshacerse de los consumidores insolventes, pero desesperados por un gramo más. Luego de un breve forcejeo, Carlos logró asirla por los brazos y arrojarla lejos de sí para darle la espalda. Como pudo, Janet se incorporó apoyándose en una de las sillas de sol de la piscina, y para cuando Carlos entraba en el salón de dominó Janet logró alcanzarlo. Carlos se volteó para encararla, esta vez esgrimiendo con disimulo su nuevo juguete: una reluciente y anacarada pistola Astra A-35, que le encajó por un costado.
.- ¡Coño, Janet! ¿Te váis a seguir comportando como lo que eres, o como una dama? Ya tomé una decisión: Ya no me sirves aquí, y si continuáis con este show ¡Te quemo aquí mismo! Todo el mundo nos está viendo por los ventanales. Tengo cualquier cantidad de testigos, con suficiente influencia en los tribunales que podrán declarar cómo me agrediste allá en la piscina, cómo me perseguiste hasta aquí y cómo, en este forcejeo, me quitaste la pistola ésta que te estoy metiendo por el costillar, y cómo se te disparó ‘accidentalmente’.
Sus largas y bien contorneadas piernas no soportaron el temblor que las invadieron.
.- Y recuerda que nunca fuiste bien vista acá, en el Club Náutico. Si no me lo crees, entonces piensa... Rememora... ¿Por qué sería que, luego de tres años viniendo para acá todos los días, he tenido que autorizar tu acceso con mi firma?
Mientras Carlos guardaba su pistola automática y se alejaba apresuradamente por el pasillo, las piernas de Janet claudicaron. Se recostó brevemente contra la pared, se tapó el rostro con sus delgadísimas y bien cuidadas manos y se dejó caer suavemente, llorando como una colegiala despechada. Pocos minutos después, dos silenciosos vigilantes del Club la levantaron en vilo, la llevaron hasta el vestidor de damas y allí una mucama le ayudó a vestir sus ropas sobre el minúsculo traje de baño. Nunca más volvió al Club. Desde ese viernes deambuló drogada por la ciudad y sin proponerse una dirección específica, caminó hacia el centro, de prostíbulo en prostíbulo, de bar en bar. La poseyeron. Le robaron todo cuanto tenía de valor y al día siguiente por la noche, cayó en una redada en el mercado de Las Pulgas. Estaba drogada hasta el tope y en sus delirios se veía a sí misma, no en el sucio mercado céntrico, sino en una fastuosa y gigantesca recepción en una Embajada desconocida. Saludaba a los borrachos y a las otras meretrices del mercado con la reverencia y la sonrisa que se acostumbra en los ágapes de ese nivel, pero en su actual estado físico y emocional se transformaba en una vulgar y lastimosa mueca.
Ni siquiera entendió qué le ordenaba el Cabo de la policía cuando la empujó contra la pared. Sonreía estúpidamente mientras el Agente policial le palpaba glúteos y piernas con una lascivia morbosa. Era la misma redada del sábado treinta en la que cayó también Adonay. Los piquetes de policías cercaron por la periferia el Marcado de Las Pulgas, y venían hacia el centro, por todos los accesos, arreando a los indigentes, los borrachos y las prostitutas como ganado que va al matadero. Adonay sintió una profunda lástima por ella. Antes que el Cabo reanudase la sobadera de su cuerpo, la tomó por el brazo y se la llevó hacia donde se aglomeraban los que ya habían sido revisados. El Cabo volteó para castigar a quien se atrevía privarle de aquel sórdido placer, pero quedó petrificado con la poderosa mirada de Adonay, e instintivamente prosiguió el ‘cacheo’ de otros retenidos, hasta que el Sargento que comandaba el operativo le llamó.
Drogada como estaba, Janet no sintió los peinillazos que le dieron ni tuvo noción de dónde estaba ni qué sucedía. En su cartera no quedaba casi nada, ni siquiera su cédula. Tan sólo pudieron encontrar la tarjeta del abogado Labarca y un paquete sin abrir de otras tarjetas de presentación que la acreditaban como Ejecutiva de Medios de la agencia de publicidad de Alfonzo.
El doctor Labarca no escatimó en gastos para sacar a Janet de la jefatura de policía sin dejar rastros comprometedores para la agencia de publicidad. La cuenta de sus honorarios y los pagos incurridos aquella madrugada ascendió a una pequeña fortuna, que no incluía los gastos que Alfonzo tendría que asumir en el Hospital Coromoto, a donde Labarca internó a Janet para una cura de sueño y de desintoxicación. Ya se encargaría Abelardo Montiel, médico residente del Coromoto y también socio del Club Náutico, de darle el otro sablazo a la chequera de Alfonzo.
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