Editorial Eróstanus C.A.

Editorial Eróstanus presenta en este blog la producción literaria de Andrés Simón Moreno Arreche. Cada uno de los relatos, poemas, cuentos y novelas poseen depósito legal, ISBN y radicación internacional a través del Servicio Autónomo de Propiedad Intelectual de Venezuela (www.sapi.org.ve) y además están registrados en Safe CREATIVE. Es inaceptable la reproducción parcial o total de los textos posteados, sin la formal autorización de la casa editorial y del autor.

Bienvenidos

Bienvenido a mi blog "Las Narraciones de Eróstanus". Aquí podrás encontrar relatos breves, que hallarás agrupados en el mes de noviembre 2010, y 22 capítulos de la novela "El Ocaso de los Tulipanes", colgados en orden decreciente en el link del mes de diciembre 2010.

Los relatos breves, la gran mayoría de menos de 2.000 palabras, a excepción de tres, fueron publicados en una compilación en el año 2008 con el título "Relatos Para Contárselos A La Muerte"(ISBN 978-980-12-3162-2). Una segunda edición está en la imprenta de la casa Editorial Eróstanus C.A. patrocinadora de este blog.

La novela "El Ocaso De Los Tulipanes" es una narración de largo aliento. Se trata de 23 capítulos (22 de ellos colgados aquí) en los que se desarrolla una trama compleja que expone al lector las aparentemente imposibles, pero muy reales asociaciones entre las insurgencias latinoamericanas, el terrorismo internacional y los avatares de un presuntamente próximo cisma de la Iglesia Católica romana.
La primera parte comprende los 5 primeros capítulos. En ellos, la aparición de 'El Ángel de la Palabra' (Adonay Jinnú) antecede al inicio de una gran cruzada de concienciación mundial.
La segunda parte ('Los presagios de la Trinitaria Blanca') la integran tres intensos capítulos en los que Bianca, K'bar y muchos otros personajes del primer capítulo colocan al lector en una vorágine de eventos que se desarrollan en Europa, África y Oriente Medio.
Cierra la novela con los acontecimientos que desencadenará un tenebroso y escurridizo personaje, Absalón, su discípulo (Ehud Weizman) y los mercenarios de éste. Bogotá, Tierra Santa y los Montes vascos de Irún son los escenarios del desenlace de una historia densa, rica en personajes y ambientes, y apasionante de comienzo a fin.

Siéntate en tu butaca preferida y ponte cómodo para sumergirte en mis relatos y en mi novela. Sé bienvenido a mi mundo.

Andrés Simón Moreno Arreche

miércoles, 1 de diciembre de 2010

CAP 9 - El Ocaso de los Tulipanes / Contacto en Roma

En Roma soplaba una brisa primaveral perfumada con las innumerables camelias blancas y crisantemos amarillos que volaban por toda la ciudad y que provenían de La Plaza de San Pedro, el corazón del Vaticano, en cuya inmensidad se habían dado cita miles de cristianos, turistas europeos, asiáticos y romanos. Tenía tres días en Roma, a donde llegó con el último de los pasaportes falsos que le proveyó el judío Isaac en Marruecos y había deambulado como cualquier otro turista, aquí y allá, más para darse tiempo y pensar en los escenarios de ésta, su nueva vida, que para encontrar una dirección a todas luces sencilla: una trattoría cerca de la parada de la ruta del Bus 64, a un costado de la entrada Porta Angélica del Vaticano y a media cuadra de la Piazza Risorgimiento.

La única referencia directa de Roma la tenía del libro ‘Yo Claudio’ escrito por el poeta Robert Graves y tal vez por ello, el primer día de su estadía en la capital italiana optó por recorrer la Roma ajena a los tumultos del turista, una Roma más pausada y más íntima con la que conviven diariamente sus habitantes. Su vuelo desde París había llegado puntualmente a Fiumicino junto con un contingente de sacerdotes y monjas que al descender del avión corrieron todos embelesados para respirar el aire romano, como quien comulga con el viento. Una camioneta los esperaba. Enredaron sus sotanas con las maletas y los tocados voluminosos de las clarisas se tropezaron con los dinteles de las puertas y los accesos del avión y los vehículos, una escena tragicómica que le evocó a K’bar la película ‘8 y ½’ de Fellini.

Alquiló un carro sin chofer en Avis y tomó la vía Aurelia y al llegar al Gianicolos se dio una pausa para divisar desde una de sus colinas una espléndida panorámica. Más atrás, por la Vía Garibaldi, en el enclave San Pedro en Montorio, visitó por primera vez en su vida una edificación religiosa cristiana, ‘Il Tempietto’, una capilla paleocristiana del Siglo XIV, factura de Bramante de Urbino. Allí, la Villa Lante, un palacio renacentista del Siglo XVI ahora convertido en el centro cultural de Finlandia, emerge majestuosa por su posición cimera en la colina. Le sorprendió que muchos gobiernos hayan mudado sus embajadas o centros culturales a esas antiguas edificaciones romanas. Al pasar frente a ellas pudo identificar en sus frontis las placas de señalización y las banderas de cada país, adosadas a un costado de la entrada principal o izadas en lo más alto de los capiteles y en las cornisas: la embajada de Hungría en la Villa Giulia, la legación de Francia en el Palazio Farnese, la misión del Brasil en el Palacio Pamphili de la Piazza Navona y la delegación de Sènègal ante la Santa Sede, en la Vía del Cenci.

Al mediodía sucumbió al letargo de la ciudad: era la hora del almuerzo, un rito sagrado como todas las comidas en la cultura romana. Experimentó el síndrome de Stendhal, descrito por éste en su libro de viajes, como una embriaguez de arte provocada por una saturación visual. A donde miraba se topaba con plazas, estatuas, infinidad de iglesias, museos abarrotados de objetos y placas conmemorativas que indican sucesos trascendentes para la cultura occidental, como el que vio en la Piazza della Rotonda, donde en una edificación aledaña vivieron Ludovico Ariosto y Pietro Mascagni. Allí pudo leer en un pequeño bronce:

.- ‘Nell’ ansiosa vigilia dell’ riconoscimento che segnó il trionfo della Cavallería Rusticana.’

A las tres de la tarde retornó el bullicio a las calles romanas, junto con las zigzagueantes vespas que invaden la ciudad y esquivan con peligrosa audacia a los peatones que osen atravesarse en sus inimaginables e impredecibles rutas. Las tiendas subieron sus santamarías como si se tratase de una segunda mañana. K’bar había logrado estacionar el vehículo cerca de la Piazza Navona, su destino inicial, y se dejó llevar hacia Largo Febo por la multitud que atestó los espacios centrales y circundantes de la plaza y entró al Hotel Raphael, escondido y exclusivo, en el que se registró como Basil Kattan, un turista latinoamericano descendiente en tercera generación de emigrantes libaneses que se establecieron en Argentina y desarrollaron una próspera red de ventas de telas al mayor y al detal: ‘La Carpa del Sheik’ y ‘El Palacio Oriental’ respectivamente, y que estaba dándose unas merecidas vacaciones estivales luego de varios años de fructífero trabajo. El aprendizaje del español con el acento característico de los habitantes del cono sur latinoamericano le fue muy útil en esta ocasión.

Se registró en la habitación 14, que resultó ser un amplísimo salón de dos ambientes, de techo elevado y un esplendor amelcochado y recargado. El baño, al final del pasillo, era común para todos los huéspedes de ese piso, pero en descargo de tal incomodidad no prevista, se trataba de un área generosa y amplia, ubicada en la esquina Suroeste, con iluminación natural indirecta, con varias sentinas individualizadas y privadas, regaderas comunes adosadas a una extensa pared tachonada de azulejos y un salón de sauna. En medio de todos estos servicios sanitarios, una fuente con acodaduras y un servicio permanente de toallas y bandejas con frutas de temporada, ubicadas al alcance de la mano. Se trataba de una versión moderna de las famosas termas romanas, un baño singular atendido por atractivas y desprejuiciadas jóvenes romanas y por fornidos y esculturales chicos de la vecindad quienes gustosamente podrían ofrecer algo más que las sesiones de masajes corporales, si el huésped disponía de entusiasmo y unos pocos dólares adicionales.

En esa primera noche en Roma, a K’bar le provoca dar un paseo a pie menos traumático que el que le condujo hacia la entrada del hotel y decide bajar, luego de sus abluciones y la oración de la tarde, para bordear la calle del hotel y readaptarse a los lugares, las direcciones y el caos de aquella ciudad tan particular, sobresaturada de dispensadores de mapas turísticos, todos inexactos e imprecisos.

Por algunas horas ha olvidado al reclutador sudanés y su nueva situación. Ya no podría contar de nuevo con el apoyo logístico de su amigo Isaac, el judío experto en computación y perteneciente a la nómina de Abú Hamid Ben Koufra, quien para estos momentos debería estar informado de lo acontecido en el Ciragan Palace Hotel, en Turquía. Tampoco podría regresar a Tánger, a la casa que compró con tanta ilusión en vida de Mai Lyn. Después de la misión en Dakar, donde había incendiado el auto que alquiló en el aeropuerto, tenía la esperanza que en el mundo palestino le dieran por muerto, como uno de los que ellos ejecutaron en el plan de retirada, o como uno más de los que fallecieron al explotar el barco en el delta del río Gambia. Las autoridades senegalesas habían dado por cerrado el caso, luego de concluir que después del atentado hubo una lucha interna dentro del grupo terrorista que culminó con los asesinatos de NgKongo y su gente y con la desaparición, en el golfo de Banjul, del barco turista, su tripulante y los tres terroristas sobrevivientes. El cuerpo sanguinolento del reclutador sudanés fue lo único que no pudo borrar de su mente tan fácilmente, porque en casi todas las páginas rojas de la prensa local apareció fotografiado con la leyenda:

Orgía de sangre en Izmir.

Associated Press Sobre estas líneas el cadáver de Ahmad Hasan al-Bakr, un acaudalado hombre de negocios de origen kuwaití, asesinado por uno de sus amantes masculino, de quien no se tienen datos ni referencias que puedan conducir a su captura en las próximas horas. Al momento de levantar el cadáver en una de las lujosas habitaciones del hotel Ciragan Palace, en Istambul, se le hallaron varios pasaportes con otros nombres, entre ellos, Abú Hamid ben-Koufra, relacionado con Osama bin Faden y el movimiento talibán.

El segundo día en Roma lo dedicó a conocer el Vaticano, no sólo para tener una impresión de primera mano del curioso culto a la idolatría de esa fe, sino para hacer una primera aproximación indirecta al territorio del misterioso octogenario italiano, aquel que su abuelo describió en la carta como ‘un hermano para mí y deberás quererlo, amarlo y respetarlo como si fuera yo.

Esa mañana se las ingenió para tomar la ruta hacia el Vaticano, a pesar de los mapas inexactos y de las direcciones contradictorias que le dieron en el hotel. Para ir por lo más seguro, se dirigió en taxi hacia el centro de Roma, atestada de mercados populares, como el Campo d’Fiore, frente al cual tomó equivocadamente el autobús 911 en la Vía Nemea. Fue en la zona de Vigna Clara, en ruta hacia el Sur de la ciudad donde pudo comprender su error, bajar y caminar hasta Ponte Milvio, donde tomó el 911 de regreso hacia el centro y de allí el 64, que lo dejó, hora y media después de lo planeado, en la parada Porta Angélica de la via Ottaviano, a pocos metros de La Columnata de Bernini.

La primera visita obligada fue la Plaza de San Pedro y su Basílica, una imponente estructura arquitectónica, cuya majestuosidad no le asombró y hasta consideró de menor dimensión que La Kaaba de La Meca o las inmensas y subyugantes dimensiones interiores de la Mezquita de Omar, la más grande jamás construida por la mano del hombre, pero le carcomía la curiosidad de ver esas representaciones figurativas que el cristianismo hace de sus santos, sus profetas y hasta de Dios, que para K’bar era un pecado tan grande como el de abjurar de la palabra escrita en el Corán. No sintió que entraba en ningún espacio sobrecogido por la religiosidad, sino a un gigantesco museo en el que las obras de arte se imponen a la oración.

Mientras K’bar descubría que la Columnata de Bernini no era sino el abreboca de los tesoros artísticos expuestos al público en el Vaticano, una llamada telefónica satelital se desarrollaba en ese mismo momento, entre un preocupado y nervioso judío desde Tánger y un exaltado y vociferante saudita desde las secas, frías y áridas montañas al Noreste de Afganistán.

.- No me importa que tu jefe haya muerto así, en el fondo me alegra porque se lo merecía. Lo que me molesta es no ver el cadáver de su mercenario favorito, K’bar, en la morgue de Banjul y tú fuiste el último en verle con vida. Y me molesta también que me preguntes lo que me preguntas. ¿Acaso me crees un principiante? ¡Claro que me consta que su cadáver no apareció! A menos que tu te creas que aquellas dos piernas y parte de aquel vientre que identificaron como ‘su’ cadáver, lo sea. En ese caso, eres más imbécil de lo que imaginé, porque ningún hijo de Alá tiene el pene circuncidado. No me hagas perder más tiempo. Dime todo o que hablaste con él, dame datos y referencias, dime dónde está K’bar y tal vez sea misericordioso y te perdone la vida.

.- No sé qué más decirte para convencerte que no sé nada de ese asesino. Si, estuvo aquí y le di cuatro juegos de identificaciones completas. Ya sabes: pasaportes, carnés para conducir, tarjetas de crédito. Y le bajé de internet una información sobre un italiano que vive en Roma. Espera un minuto que te envío en este instante toda la data. Pero te aseguro que más nada sé de él. Y ya que hablamos de K’bar y de mi anterior jefe, que no dudo debe estar en tu paraíso, ¿Podrías cancelarme los servicios que le presté al marroquí? Te aseguro que se trata de una bagatela para ti, sólo dos millones de dólares, pero (mintió) es la tarifa que acostumbraba con Abú Hamid. Entiéndeme, negocios son negocios, especialmente si un nuevo jefe viene a encargarse de la tienda. Además, me informaron que la operación en Dakar fue todo un éxito y que...

Osama bin Faden había cortado la comunicación y desde su enclave, en las laberínticas y sinuosas cavernas de las montañas de Kabul, esperaba en su computadora portátil la data que le envió Isaac por banda ancha. Arrugó el entrecejo cuando comenzó a leer el resumen del perfil de actividades de aquel hombre, por el que un mercenario como K’bar se molestó en indagar. Las pronunciadas ojeras se le oscurecieron más y automáticamente, como cada vez que comenzaba a analizar una situación de peligro, el inquieto y enigmático bin Faden comenzó a caminar por todos los pasillos de aquellas cavernas, sin rumbo fijo, meciéndose la encanecida barba constantemente y desplazando su fibroso y delgado cuerpo como un celaje de casi dos metros de altura. En el frío silencioso de aquel anochecer afgano, el terrorista más buscado del planeta fraguaba un atentado, considerando todas las opciones y sus consecuencias.

Al final del segundo día, luego de meditarlo largamente mientras recorría de arriba abajo los museos del Vaticano, decidió la forma y el modo en que abordaría al misterioso italiano. Antes que la tarde se convirtiera en noche, se dirigió a la oficina de correos de la Via del Pellegrino, en la Santa Sede y allí adquirió siete estampillas postales de Marruecos, de una colección cuyos matasellos correspondían con la fecha de la carta de su abuelo. Compró un sobre igual de amarillento como el papel que le entregó el imohag en el desierto y contrató a un mensajero para que lo entregase al día siguiente a un tal Kamal Fuad, con garantía y sin hacer preguntas innecesarias, en la Trattoría Da’Franco que queda a dos bloques de Porta Angélica, donde los autobuses de la Ruta 64 tienen su parada cuando vienen desde el centro de Roma por la Vía Ottaviano. Por la cara y la reacción del destinatario, causado por las estampillas de Marrakech y el inconfundible trazo caligráfico de su abuelo, podría identificar cuál de los que atienden a los parroquianos sería Franco Di Donatto. Era una estrategia de aproximación indirecta con una simple táctica básica de reconocimiento, necesaria para observar y medir, tanto a la gente del entorno como el terreno que pisaba, antes de identificarse ante aquel peligroso y misterioso desconocido.

Al día siguiente, el tercero desde que llegó a Roma, fue uno de los primeros clientes de la trattoría. Llegó muy temprano, con la apertura del negocio, mezclándose con los chóferes de las líneas turísticas y los de la Ruta 64, quienes por lo visto tenían la costumbre de desayunar allí regularmente, pues hicieron un alto en sus trayectos, dejando los inmensos vehículos de dos pisos con los motores y el aire acondicionado encendidos. Aquello le pareció carente de lógica. ¿Cómo lo soportaban los demás pasajeros de la Ruta 64, cuyo destino no era, precisamente, esa parada? Antes de entrar a la trattoría, un vistazo hacia el playón del estacionamiento le dio la respuesta: Los pocos pasajeros que le acompañaban en el trayecto desde la parada inmediata anterior, en la Piazza Ottaviano hasta ésta, también se bajaron y se dedicaron a comprar la prensa local, humeantes vasitos con café y algunos dulces o pequeñas bisuterías que vendía un anciano en la misma acera donde los vehículos juntaban las fumarolas de los escapes, contaminando el ambiente de humo gris y el ronroneo cadencioso de los motores diesel.

En pocos minutos la trattoría era un hervidero de turistas y de paisanos a quienes se les atendía con una celeridad controlada y evidentemente discriminatoria, porque no obstante ser él, junto con los conductores, uno de los primeros en llegar, la prioridad de los dos mesoneros fue los parroquianos que llegaron después, indiferentes y silenciosos, y que ocuparon las mesas individuales, adosadas a las paredes de la trattoría, a quienes sirvieron sin necesidad de preguntar. Seguidamente los conductores, luego él y seguidamente algunos pocos turistas europeos que se hacían entender en italiano. Los demás, la mayoría, esperaron pacientemente.

También quería chequear la entrega de la encomienda, aunque en la oficina postal le recomendaron el día anterior a uno de los oficinistas, un debilucho y enclenque funcionario de correos, casi tan pálido y cianótico como su amigo, el judío Isaac en Tánger. Cuando le ofreció cien euros frente a su supervisor; éste arqueó las cejas envidiando no haberse propuesto él mismo para una encomienda tan simple con una ganancia tan sustanciosa.

.- ¿No es un sobre-bomba, ni contiene nada prohibido? -le preguntó imprudentemente y en italiano, el desconfiado muchacho.

.- Que te lo confirme tu jefe, a quien compré los sellos de colección y el sobre que tienes en la mano. Es simplemente una carta común en un sobre, que le envía mi abuelo a un amigo que conoce hace más de cuarenta años y que vive cerca de aquí. Lamentablemente, parto ahora mismo a Venecia y no tengo tiempo para entregárselo personalmente. Si tienes dudas, puedes abrir el sobre y ver. Dudo que entiendas lo que está escrito, pero si desconfías de lo que te digo, le pido a tu jefe me recomiende a otra persona, porque con tu desconfianza ¿Cómo podría confiar en tí para que la entregues?

El planteamiento y la argumentación fueron estrictamente sicilianos. Un silogismo tras otro, sobresaturado de argumentaciones que no dejaba campo a la duda. O averiguaba y perdía cien euros o tomaba el sobre y los ganaba. El chico presentía que algo no muy claro había en esa entrega, porque para cualquiera hubiera sido sencillo llegar hasta el destino, la trattoría Da Franco, a unas seis cuadras de la oficina de correos, pero por cien euros sonrió. Por primera vez se había topado con alguien más astuto y mejor palabrero que él, y no se trataba de un siciliano, a pesar de ese acento tan sureño y el modo de plantear las objeciones. Tomó el sobre y cerró el trato con K’bar con un apretón de manos y como era de esperarse, con la exigencia del pago por adelantado.

Para no llamar la atención había pedido la bebida más solicitada: un capuccino, a contrapelo de su infusión favorita, el té verde almibarado. Se lo sirvieron después de unos generosos veinticinco minutos y para mimetizarse con la costumbre local, se dispuso a leer en un disimulado aislamiento con el entorno. A las nueve menos cinco y luego de tres capuccini más, acompañados por sendas galletas crocantes de harina y chocolate, cortesía de la casa, se sorprendió a sí mismo absorto en la lectura de «La Metamorfosis Y Otros Relatos» de Frank Kafka. El tiempo le había galopado sobre la grupa de los sueños de Gregorio Samsa y casi como en una fantasía personal, despertó por el temor que le indujo la obra. Si continuaba leyendo así y ahí, terminaría por despertar en otra realidad y quizás toda su vida vivida hasta ahora resultaría ser una narración más de un libro de cuentos, como aquellos que le leía su abuelo Suleiman, el auténtico el-Kébir, después de la cena y a esta hora de la mañana se encontraría en el zoco de los tafitaleros de Jemaa el-Fna, corriendo con sus amigos por los interminables pasillos y escondrijos, o aplicándose a las labores propias de un aprendiz de talabartero.

Los conductores con los que había llegado se habían marchado y otro numeroso grupo de turistas colmaba las mesas del centro. En las otras, las pequeñas mesas casi personales adosadas a la pared, continuaban los habitué del local. Formaban parte de la decoración y no hacían pedidos verbales pero se les atendía y se les despachaba como si a cada paso de los minutos, una simple señal le indicase a los laboriosos mesoneros qué otra cosa deseaba en ese momento cualquiera de ellos. Lo notó al observar que las entregas de los mesoneros variaban a una misma señal que se daba, aunque no era la misma en cada uno de aquellos parroquianos: Uno golpeaba tres veces una copa de agua. Otro chasqueaba los dedos sin mayor explicación. El de allí hacía una seña con la cabeza, como la de los lagartos del desierto cuando luchan por una hembra fértil y el más próximo a su mesa, un elegante caballero otoñal, tal vez inglés, mantenía el índice de su mano derecha discretamente levantado, como en una admonición, hasta que le llevaban lo que no necesitaba pedir con la boca. En su caso, un café expresso y una copa de licor transparente.

El mensajero no había aparecido hasta ese momento, pero no se preocupó. Eran, apenas, las diez de la mañana de un día primaveral en la que alguna vez fue la capital del mundo, y excepción hecha de los turistas y los comercios de comida como esta trattoría, el día apenas despertaba. Además, no convino una hora específica para la entrega y el muchacho estaría trabajando. De seguro tendría que esperar hasta la una de la tarde. De ser así, no llamaría más la atención con una estadía tan prolongada. En pocos minutos pediría su cuenta y vigilaría la llegada del mensajero en cualquiera de las sombreadas bancas del parque que se extiende desde la acera frente a la trattoría hasta el río. En eso divagaba su mente cuando una voz femenina, cálida, fuerte pero cantarina, destacó sobre un silencio momentáneo. Era la voz de una mujer hermosa, muy hermosa. Casi tan alta como él. Con una cabellera corta pero de un pelo azabache y brillante. Discutía con uno de los ancianos que atendía tras el mostrador, en un italiano sin acento. Era una mujer entre los veinticinco y los treinta años con un cuerpo muy femenino y bien formado, a pesar que se le notaba una espalda semi musculada, como las mujeres Ashanti que conoció desde niño, altas y de cuerpo nudoso, acostumbradas a faenas fuertes en las sabanas del Serengueti. Pero cuando esta moderna diana cazadora, enfundada en unos apretadísimos jeans desteñidos se volteó, tuvo que contener un gesto de admiración, de esos que involuntariamente manifiestan los hombres cuando están frente a la belleza arrolladora de una mujer excepcionalmente voluptuosa.

.- Tío Franco, déme una libreta, un lápiz y un lote de mesas para atender. Yo no sirvo para estar encerrada y sin hacer nada. Y dirigiéndose hacia los sorprendidos mesoneros, convino: Ustedes, tranquilos. Compartiremos mis propinas entre los tres.

Desistió de pedir la cuenta para irse y en secreto deseó que su mesa fuera una de las que le asignasen a la chica escultural, pero evidentemente el encargado de la trattoría no estaba de acuerdo con la proposición de la muchacha, pues además de la maldición siciliana lanzada a entre dientes por la quemadura que le produjo el derramamiento de la leche batida al vapor, salió del mostrador y tomó cariñosamente a la muchacha por la cintura y literalmente la empujó hacia la cocina.

.- Píccola Bianca, no sabes cuánto te agradezco este gesto tuyo tan desinteresado, pero creo que sería mejor si dedicaras tu tiempo a otra cosa más agradable. A ver ¿Por qué no le dices a Lucía que te acompañe a un museo, eh?

Mientras aquel anciano, que K’bar ya sabía era “El coordinador” por la identificación que hizo la chica, conducía a la despampanante mujer hacia las puertas batientes por donde salían y entraban los mesoneros con humeantes platos de comida, se formó una pequeña conmoción en el local en la que participaron los clientes habituales de la trattoría, manifestando opinión desde sus mesas. El que llamaba al mesonero con tres campanadas que percutaba desde un vaso de agua, le dijo al dueño que la chica sólo pretendía darle de comer por la mala atención de los otros dos mesoneros, con lo cual estaba de acuerdo el marroquí. El elegante y otoñal inglés que levantaba discretamente el dedo para solicitar calladamente sus pedidos, resultó ser un Conde italiano con apariencia de actor cinematográfico, que ofreció consumir una botella de una bebida, que por el nombre no supo identificar, además de cancelar unas cuentas pendientes, que según el atribulado don Franco, eran elevadas.

Aún con todas estas propuestas el anciano mantenía, entre risas y admoniciones, su decisión de no dejar trabajar a la muchacha, hasta que otro de los presentes, que resultó ser un conductor de los autopullman Lazio Tours, lanzó un comentario como un balde de agua fría.

.-“¡Es que el viejo tiene un harem allá adentro y no quiere compartirlo con nadie!”

Cuando el anciano soltó a la muchacha y se dirigió a la mesa desde la que el chofer había hecho el comentario, supo que no podría quedarse al margen. Apartó la mirada de la chica y se concentró en don Franco, que se proponía enfrentar al que le ofendió de esa manera. Soltó el libro, relajó todo su cuerpo y se preparó para cualquier cosa. Llegado el momento, no iba a permitir que nada le pasase al amigo de su amado abuelo, aquel que fue definido como “un hermano para mí, a quien deberás querer, amar y respetar como si fuera yo.

.-“Estás de suerte, hijo” -le dijo Don Franco al corpulento chofer- “Los martes no me provoca asesinar, así que levántate cordialmente. No tienes que pagar nada, la casa te invita, pero no regreses jamás, porque corres el riesgo de salir sin vida de aquí. ¿Estás poniendo atención, figlio di puttana?”

No, no le estaba poniendo atención y el ambiente en la trattoría se sobrecargó con una tensión in crescendo, a la par que el chofer ignoraba con un desplante silencioso la orden del valeroso anciano, hasta que la ofensa inundó el restaurante como una explosión. Cuando el enfrentamiento se volvió inminente, se acercó hacia la mesa como quien se aleja de un problema y en el momento que el gigante respondió el insulto que le espetó don Franco asiéndole por la pechera de la camisa y levantándole casi medio metro del piso, K’bar ya estaba a un par de metros, le arrebató al anciano de las manos, se le enfrentó y le clavó un golpe tan sólido por el costado, que el crujido de sus costillas rotas se escuchó hasta en las mesas de la acera.

La conmoción fue total: varias personas se levantaron de sus sillas derramando vasos y arrojando manteles y ceniceros al piso. K’bar recogió al chofer que aún estaba bajo los efectos del shock que le produjo el golpe, lo sacó en vilo de la trattoría y le dejó caer, metros más allá, encima de un promontorio de bolsas con basura y miles de flores blancas y amarillas que estaban apiladas en la esquina más próxima a la Piazza Risorgimiento. De regreso lo recibieron los aplausos espontáneos de los turistas alemanes que ocupaban casi todas las mesas centrales, las felicitaciones efusivas de Fabrizio, Calógero y Giovannotto, los silenciosos clientes habituales, la sonrisa agradecida de don Franco y la mirada inquisitiva de Bianca, quien ya tenía una libreta y se disponía a tomar pedidos en su nueva faena cuando aconteció el desagradable incidente. Todos sonreían y festejaban la caída del insolente gigante, excepto la atractiva sobrina del amigo de su abuelo, a quien vio caminar lentamente hacia la puerta de la cocina, sin darle la espalda, con la mirada fija en él, intentando pasar desapercibida.

El jolgorio era general y Kbar el-Kébir era su epicentro. Su perfil marroquí, bronceado con la brisa salobre del Mediterráneo y curtido con las secas tolvaneras del Sahara, se iluminaba con cada felicitación. Estaba, muy a contrapelo de su humor habitual, exultante de felicidad. Don Franco se había encargado de hacerle sentir allí como en familia y sin darse cuenta estaba experimentando un regocijo espontáneo que con los años recordaría como uno de los momentos inolvidables de su agitada vida. Había planificado pasar desapercibido para vigilar la entrega del sobre que le enviara a don Franco desde el Vaticano el día anterior, pero su complejo de Robin Hood y de Llanero Solitario le empujaba, contra su voluntad, a inmiscuirse en problemas ajenos, especialmente cuando era evidente una injusticia o un atropello. Por eso no dudó ni un momento en inmovilizar al conductor de Lazzio Tours cuando se le enfrentó el valiente anciano don Franco. A sus cuarenta y cinco años, treinta de ellos dedicados al terrorismo internacional, se mantenía en buena forma y con los reflejos impecables.

Media hora después llegó el mensajero. K’bar presenció la entrega del sobre, desde la mesa del Conde Calógero Salvo, oculto tras una de las columnas del restaurante. Desde allí fue testigo del soborno que pretendió cometer el agiotista trabajador del correo vaticano, al intentar cobrarle cuatro mil euros a don Franco por la entrega del sobre y de cómo el anciano se desembarazó del soborno y le quitó la encomienda a punta de pistola. Le vio pasar absorto hacia la cocina con el paquete in pectore, cautivado por la expectativa de su lectura. Esperó que regresara para presentarse como la persona que en realidad era: el nieto de Suleiman Abn Majsen-el Kébir.

En el fondo de la trattoría, donde tenían una pequeña oficina administrativa, don Franco guardó las estampillas y afrontó el contenido del sobre con el alma atornillada a sus espaldas, pues no necesitaba leer los trazos de la caligrafía para saber que tras aquellos violentos rasgos arábigos estaba el pulso de aquel marinero marroquí con quien compartió, además del título de Il soto forte del bar, una sólida amistad que se prolongó durante más de seis décadas. Suleiman Abn Majsen el-Kèbir le escribía después de cuarenta años y al revisar el contenido del sobre y leer la escueta carta de su amigo, agradeció por primera vez en su vida que su amada Lea no estuviera viva porque no podría soportar la desaparición física de aquel amigo, de aquel medio hermano con quien les unían profundos y sinceros lazos de amistad y cariño. Si, con esta noticia de la desaparición en el desierto de aquel queridísimo amigo, su amada Lea, tan frágil de sentimientos como de complexión, hubiera sucumbido a la tristeza. Encendió un cigarrillo turco de tabaco negro, aspiró profundamente y envolvió su rostro y sus pensamientos dentro del vaporoso humo que exhaló.

Escondiendo sus sentimientos y sus lágrimas con la humareda del cigarro, lloró por ambos, por Lea y por su amigo Suleiman y pasados algunos minutos recobró la compostura y se dispuso a trabajar de nuevo. No había llegado el mediodía aún y habían sucedido las situaciones insólitas que jamás imaginó que acontecerían en la muy cuidada pantalla que era aquella trattoría para él. De momento, sólo le quedaba, además de reintegrarse a sus labores, esperar por la aparición del nieto de su amigo y darle una satisfacción a la impulsiva Bianca, de quien no sabía más nada desde su terrible enfrentamiento con el gigante de Lazio Tours. Salió de la oficina con el ánimo recobrado y dando órdenes a diestra y siniestra... ¡Como siempre!

.-Carla, Carla, vigila la pasta corta. ... Y tú, sinvergüenza, stronzo. ¡Deja de pellizcarle las nalgas a Lucía!..Lucía, ¿Qué fa? ¿A tí como que te está gustando la pellizcazione Eh? ¡Mamma mía! Questa cuccina e una locura... ¿Dónde está Giovannotto?... ¿Giovanni?... Giovanni, ¡Pronto!

Salió como una tromba humana y en la cocina, las cocineras y el mesonero sonrieron porque la normalidad había retornado a la trattoría. Mientras Lucía preparaba una bandeja con risotto, vegetales gratinados y una ración de pastel de berenjenas para subirla a la habitación de Bianca, afuera, en el ristorante, se sucedió el encuentro formal de don Franco con el nieto de su amigo Suleiman. K’bar esperó que don Franco se instalase de nuevo entre la cafetera y la caja registradora, se disculpó cortésmente con el Conde y se acercó por el recodo más lejano de la barra, justo en el mismo lugar donde don Franco y el mensajero habían tenido su encuentro mal disimulado. Al verle acercarse, don Franco lo esperó con una amplia sonrisa. En el fondo agradecía que fuera el extraño quien tuviera la iniciativa de entablar una conversación privada, ya que en la mesa de Calógero no podrían hablar cómodamente, pues por muy amigo que era su cliente, su presencia le cohibía para preguntarle a aquel extraño de dónde venía, a qué se dedicaba y muy especialmente, le restringía la espontaneidad. Apresuró la descarga del vapor de la Gaggia e introdujo una tetera grande con leche para calentar suficiente cantidad como para varios café Olé. No quería ser interrumpido mientras conversaba con aquel que ya consideraba su cliente preferido del día.

.- Ya te atiendo, pero mientras caliento esta leche ¿Por qué no me dices cuál es tu nombre, de dónde vienes y a qué te dedicas? Ah... y me ofenderás hasta la quinta generación si te atreves a pagar en esta trattoría. Así que ni lo pienses.

K’bar sonrió de buena gana. Al oírle comprendió por qué su abuelo Suleiman y este octogenario fueron tan buenos amigos. Eran un par de chicos rudos, que no se andaban por las ramas y que tenían un corazón tan amplio y generoso como su nobleza.

.- Debes estar tranquilo porque no pienso ofenderte - Respondió K’bar en el dialecto que aprendió de niño en Marrakech, una mezcla muy particular de árabe, algunas palabras en francés y otras en tifinagh, que de seguro recordaría y entendería don Franco.

Don Franco quedó demudado, por segunda vez en el día derramó la leche, pero mantuvo la compostura mientras el corazón le galopaba dentro del pecho. No le contestó el comentario, sólo le detalló el rostro por encima de sus espejuelos de carey y mientras retornaba a su faena para simular poco interés le espetó la pregunta sin anestesia:

.- ¿Cuál es el sobrenombre de tu abuelo y por qué?

.- El Kèbir, y aún debe dolerte el golpe que te propinó en el estómago cuando te venció en il soto forte.

Ahora don Franco le miró como al nieto que regresa a casa después de muchos años y mientras salía de la barra, gritaba a todo pulmón:

.- ¡El nieto de Suleiman!.. ¡Este es el nieto de Suleiman!

Giovanotto y los clientes que habían presenciado las dos conmociones anteriores se sobresaltaron de nuevo al ver a don Franco dar brincos y voces, esta vez de inequívoca alegría. Como acto reflejo, todos voltearon hacia la puerta porque suponían que el alabado estaba llegando, pero se sorprendieron al ver que se trataba del héroe que había rescatado a don Franco de las garras del conductor gigante.

Lo vieron abrazar y hasta levantar levemente del piso a K’bar y vieron cómo el entusiasmado anciano lo presentó, mesa por mesa, a sus clientes habituales, repitiendo la misma apología y la misma historia de cómo Lea y él conocieron y se amistaron con aquel marroquí al que todos conocieron durante la Segunda Guerra Mundial como Suleiman el-Kèbir, el gigante invencible. Aquel día sería memorable para todos, especialmente para don Franco. Luego de las presentaciones, secuestró a K’bar y lo llevó a la oficina para conversar con él sin interrupción alguna. Tenía que ponerse al día con cuarenta años de historia y conocer lo más posible a este recién llegado miembro de su familia. Se sentaron frente a frente y una de las expresiones más comunes en don Franco resumió sus expectativas:

.- Vamos a ver, hijo. Cuéntamelo todo sin omitir detalles.

K’bar, que no se caracterizaba por ser un buen conversador, fue dándole información intrascendente, descontextualizada e irrelevante hasta que don Franco flanqueó las puertas de la sinceridad con un despliegue parcial de conocimientos y referencias sobre sus andanzas y sus actividades, que lo dejaron perplejo interiormente, porque de la boca hacia afuera, K’bar puso cara de no saber de qué le hablaba.

.- Espera...Si fuiste secuestrado por Malik, entonces formaste parte de aquel contingente de muchachos que reclutó Mohamed Brahimi ¿Verdad que no me equivoco? Y de ser eso cierto, te enrolaron en Argel, te entrenaron en Libia, formaste parte de las falanges juveniles de la jihhad islámica ¿Voy bien? y... espera, déjame verte bien ¿Acaso no eras tú uno de los que se licenciaron en Sociología Política en la Universidad Patricio Lumumba, en Moscú? ¿Si? ¡Bendito sea Dios! ¿Eres tú? ¿Tú eres...?

.- Acertaste... yo soy ése. Espero que tu poder de deducción y la cantidad de información que manejas no sea del dominio común por acá.

Ambos sonrieron abiertamente, pero don Franco continuó el bombardeo:

.- Pues, eso sí que no lo sabía. Te confieso que lo deduje. Entonces conocerás a un amigo mío, Carlos, un combatiente latinoamericano con el que trabajé hace años y que también estudió en la Universidad Patricio Lumumba. ¿Si? Es una lástima que las autoridades sudanesas permitieran que un comando de la policía francesa lo detuviera en 1994. Es un teórico que fue un soldado disciplinado y coherente con los objetivos de cada misión que se le asignó.

K’bar lo miraba con recelo y comenzó a sentir aquellas cosquillas que le provocaba la angustia, cada vez que se entrevistaba con el reclutador sudanés. Un hilillo de sudor frío le recorrió la frente y encapotó la mirada al ponerse a la defensiva, pues le parecía estar frente a la versión siciliana de Abú Hamid ben-Koufra. De repente don Franco interrumpió su monólogo, le miró a los ojos, extrajo de una gaveta una pistola Beretta modelo P92, calibre 9 milímetros y la colocó en la mesa frente a K’bar.

.- Si esto te hace sentir más seguro, tómala. Y no me mires así ni te hagas el desentendido; aquí no hace el calor necesario para que sudes como lo estás haciendo ahora. Y aquí tienes la carta de tu abuelo, por si te deseas marchar sin dejar rastro.

Por primera vez en su vida K’bar se sintió descubierto y a la defensiva. Dudó unos instantes, tomó el arma. Comprobó que estuviera cargada y la regresó a su dueño.

.- No la necesito por ahora y no me iré hasta que tu me lo pidas. De ahora en adelante eres mi abuelo por órdenes expresas de la carta que tienes en la mano. Además, ya estarás enterado de lo que le sucedió al reclutador sudanés, Abú Hamid. Si, fui yo. Esa fue mi tarjeta de despedida. Después de eso me he prometido no dar ni un paso atrás en mi decisión: estoy fuera de acción y para siempre.

Ahora sí se había distendido el ambiente. Ahora si conversaron como padre e hijo. Ahora si entraron en temas espinosos, en confesiones personales y en confidencias profesionales. Hablaron largamente durante cuatro horas, se intercambiaron referencias y pareceres, cotejaron y completaron informaciones que cada uno tenía a medias y al final de la tarde el agotamiento mental y el ayuno los trajo de regreso a la trattoría. Eran las cinco de la tarde y no habían probado bocado. Don Franco se asomó a la puerta, llamó a Lucía y ordenó por los dos, como lo hace un padre con un hijo.

.- Y trae vino. Le dices a Giovanni que destape la barrica del vino tinto de la casa, decantas dos porrones y los traes de una vez. Espera ¿Ya conoces a mi nieto? Eh... ja, ja, ja, Disculpa al señor ¿cómo te gustaría que te conociéramos por acá? Ah, al señor Kamal Fuad. Conócelo. De ahora en adelante el señor Kamal es como un miembro de nuestra familia. Si. Es el nieto de un gran amigo mío... Y de la donna Lea. Ma ¿qué fa? Pronto, muove il corpo, bambina, trae el vino y ¿Dónde está Bianca?

En verdad que aquel viejo estaba feliz. Multiplicaba órdenes, hacía correr y detener a las cocineras, llamaba a voz en cuello a Giovanotto, preguntaba por su sobrina venezolana, todo al mismo tiempo, sazonado con una gesticulación indetenible de dos manos huesudas y desproporcionadamente grandes y fuertes para aquel cuerpo ajado por los años. El antipasto, la pasta corta, un risotto para dos, pan horneado en la cocina, y una invasión de pequeños platos con aceitunas, frutas frescas, queso parmesano y más vino convirtieron un almuerzo simple en una gran comilona, como en el filme del mismo nombre. Sólo faltaba la música de laúdes y cornos y la grata compañía de alguna vestal ligera de ropas.

Poco a poco, las voces provenientes de la trattoría mermaron su estridencia habitual y con la caída de la tarde y el advenimiento del crepúsculo romano, otras voces y otros aromas irrumpieron a través de las paredes que separaban la oficina de don Pablo. El aroma típico de restaurante de la trattoría dio paso a fragancias menos gastronómicas y más mundanas, como el agua de colonia del apuesto Calógero Salvo, el aroma sobrio de la picadura habitual de Fabrizio el fontanero, o la fragancia a maderas del perfume que solía untarse Giovannotto todas las tardes. La noche cayó de pronto y sin preaviso ni explicación, don Franco invitó a K’bar a conocer a su nieta venezolana.

.- Si, ven a conocerla. Ella también tiene mucho qué compartir contigo, aunque debo confesarte algo, aquí entre nosotros dos: Ella no sabe que yo si se.

Subieron por la escalera de madera y llegaron hasta la puerta de su habitación. Allí, con tres suaves toques, don Franco se identificó como siempre.

.- ¿Qué quiere, tío?

.- Hija. ¿Compartirías tu soledad con este viejo que está preocupado por ti?

.- ¿Está solo, tío?

.- No, pero sé que te agradará quien está conmigo.

.- No sé, tío… Quiero estar sola… No quiero conversar con nadie.

.- Vamos, pícola… confía en tu viejo tío. Nada de lo que te pasa por la mente me es ajeno, ni extraño para mi amigo. Así que si en verdad me quieres como dices, abrirás la puerta sin reservas. Además, he sido respetuoso de tu soledad durante todo el día. ¿Cierto e vero, eh?

Bianca se acercó hasta la puerta, dudó en abrir pero no podía desairar así a quien se había portado tan bien con ella. Giró lentamente la manilla del cerrojo, retiró los dos pasadores y abrió lentamente, escudándose con la puerta. La sonrisa benevolente que el viejo Franco tenía bajo aquellos bigotes poblados de canas, le dio una cordial bienvenida. Luego, como una gatita, curioseó a uno y otro lado de su tío Franco para identificar a su acompañante antes de franquear el acceso al cuarto, pero el tío se le adelantó y derrochando simpatía a raudales, entró a la habitación como un huracán, arrastrando por una manga a su amigo.

La entrada del personaje fue tragicómica, pues con el templón que le dio don Franco por la manga de la camisa, irrumpió dentro del cuartucho con un tropezón. Por segundos, los tres quedaron demudados, especialmente Bianca, a quien la presencia de K’bar el-Kébir, con su desordenada y abundante cabellera negra, le pareció la estampa de un niño rebelde traído a regañadientes. El silencio de los tres espesó el ambiente y una mirada lacerante de Bianca le advirtió a los dos que la presencia del marroquí no era del agrado de la muchacha.

.- Bueno… –dijo Don Franco en tono conciliador- Ya que estamos a solas los tres, es buen momento para que tengamos una larga conversación.


Este capítulo forma parte de la Novela "El Ocaso de los Tulipanes" ® Depósito legal lf06120088001562 del 18/abril/2008 - ISBN 9789801231615 / Radicación internacional Nº 7571 del 21/abril/2008 - Todos los derechos reservados © Andrés Simón Moreno Arreche Editorial Eróstanus

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