Editorial Eróstanus C.A.

Editorial Eróstanus presenta en este blog la producción literaria de Andrés Simón Moreno Arreche. Cada uno de los relatos, poemas, cuentos y novelas poseen depósito legal, ISBN y radicación internacional a través del Servicio Autónomo de Propiedad Intelectual de Venezuela (www.sapi.org.ve) y además están registrados en Safe CREATIVE. Es inaceptable la reproducción parcial o total de los textos posteados, sin la formal autorización de la casa editorial y del autor.

Bienvenidos

Bienvenido a mi blog "Las Narraciones de Eróstanus". Aquí podrás encontrar relatos breves, que hallarás agrupados en el mes de noviembre 2010, y 22 capítulos de la novela "El Ocaso de los Tulipanes", colgados en orden decreciente en el link del mes de diciembre 2010.

Los relatos breves, la gran mayoría de menos de 2.000 palabras, a excepción de tres, fueron publicados en una compilación en el año 2008 con el título "Relatos Para Contárselos A La Muerte"(ISBN 978-980-12-3162-2). Una segunda edición está en la imprenta de la casa Editorial Eróstanus C.A. patrocinadora de este blog.

La novela "El Ocaso De Los Tulipanes" es una narración de largo aliento. Se trata de 23 capítulos (22 de ellos colgados aquí) en los que se desarrolla una trama compleja que expone al lector las aparentemente imposibles, pero muy reales asociaciones entre las insurgencias latinoamericanas, el terrorismo internacional y los avatares de un presuntamente próximo cisma de la Iglesia Católica romana.
La primera parte comprende los 5 primeros capítulos. En ellos, la aparición de 'El Ángel de la Palabra' (Adonay Jinnú) antecede al inicio de una gran cruzada de concienciación mundial.
La segunda parte ('Los presagios de la Trinitaria Blanca') la integran tres intensos capítulos en los que Bianca, K'bar y muchos otros personajes del primer capítulo colocan al lector en una vorágine de eventos que se desarrollan en Europa, África y Oriente Medio.
Cierra la novela con los acontecimientos que desencadenará un tenebroso y escurridizo personaje, Absalón, su discípulo (Ehud Weizman) y los mercenarios de éste. Bogotá, Tierra Santa y los Montes vascos de Irún son los escenarios del desenlace de una historia densa, rica en personajes y ambientes, y apasionante de comienzo a fin.

Siéntate en tu butaca preferida y ponte cómodo para sumergirte en mis relatos y en mi novela. Sé bienvenido a mi mundo.

Andrés Simón Moreno Arreche

miércoles, 1 de diciembre de 2010

CAP 7 - El Ocaso de los Tulipanes / K'bar el-Kébir

Desde pequeño, al espigado K’bar le fascinó el misterio que rodea a las migraciones de las aves, en especial la precisión con la que las cigüeñas vuelven al mismo nido, año tras año, cuando en Europa se intensifican los vientos otoñales y la proximidad del invierno las impulsa a cruzar el Mediterráneo para anidar en los muros de Marrakech. La primera vez que presenció el espectáculo de miles de cigüeñas descendiendo en espiral fue en su séptimo cumpleaños.

De la mano de su abuelo paterno comenzó desde ese día su admiración por esas magníficas aves que con el tiempo llegaría a identificar y a reconocer según el lugar escogido por ellas en los muros para anidar. Todos los 13 de octubre, a partir de entonces, despertaba antes del alba, se acomodaba junto a su abuelo en el patio para las oraciones matinales y luego de un desayuno abundoso y en tropel, asía la encallecida mano del talabartero Suleiman y salían hacia las afueras de aquella ciudad plana y malva, para ser los primeros testigos del retorno de aquellas formidables y hermosas aves. Luego, pero no siempre, llegaban hasta el valle del Ourika, donde el abuelo Suleiman compraba tajines con cordero y verduras hervidas para la comida de la tarde.

Estos eran los recuerdos más recurrentes de K’bar cuando las circunstancias o los trabajos le mantenían alejado de Marrakech; sin embargo, la más poderosa de sus evocaciones se relacionaba con los aromas profundos e inolvidables que emanaban de los fogones de barro y leña en los que su madre cocinaba, como el aroma amelcochado del jengibre, el cilantro fresco y el perejil, la fragancia de los tomates y las cebollas apilados a un costado del rústico mesón, los aromáticos pimientos, el perfume intenso de los ajos tejidos en cadeneta o el bálsamo dulce y suave de la bstille, un hojaldre finísimo que su madre rellenaba con carne de palomas y almendras, recubriéndolos con generosas cantidades de canela, pero lo que más extrañaba de la gastronomía materna era el couscous, cuando colocaban frente a él un generoso plato hondo, dentro del cual colocaban trozos de cordero junto con pequeños discos de sémola, acompañado con trozos de auyama, nabos, zanahoria, cebollas y tomate. Siempre prefirió la bstille a la harira, tal vez porque, como a muchos niños de su edad en el Magreb, era el dulce más solicitado, mientras que la harira era una sopa aromática asociada con las comidas del Ramadán, tiempos de penitencia, perdón y mucho recogimiento en el hogar; tiempo durante el cual las acostumbradas horas de juego y ocio infantiles se dedicaban a otros menesteres poco atractivos para los niños de su edad.

Fue su abuelo quien utilizó la adjetivación el-Kébir por primera vez y desde entonces lo llevó él como uno de los apellidos ficticios utilizados en los pasaportes forjados que siempre llevaba consigo; y aunque de adulto no alcanzó a tener el tamaño ni la corpulencia de su abuelo, K’bar tenía una estatura respetable de 1.83 metros y la fortaleza legendaria de los hombres de su estirpe, a pesar de que nunca sobrepasó los 85 kilos, un peso más bien ligero si se compara con los 150 kilos y 2,07 metros del viejo Suleiman. La niñez y la juventud de K’bar el-Kébir estuvo marcada por el zoco del bazar de los talabarteros de la plaza de Jemaa-el-Fna, un enorme laberinto en el centro de Marrakech, especie de aquelarre de Las Mil y Una Noches, donde se puede comprar casi cualquier cosa.

El bazar de la infancia de K’bar fue, ante todo, una experiencia sensorial de aromas inéditos, de perfumes y especies exóticas, de colores chillones y oraciones del almuédano sobreponiéndose al bullicio desde el alminar de la torre de la Kotoubia... De mujeres berebere cargadas de joyas y una riada de gamines, como él, sucios y descalzos, que correteaban entre vendedores, marchantes y visitantes, las más de las veces escapando de la persecución tardía de algún comprador desprevenido al que le han robado una cartera o le han arrebatado de las manos la mercancía que acaba de adquirir luego de un intenso regateo.

Jemaa-el-Fna fue el mundo mágico de K’bar; el de las medinas marroquíes, especie de barrios o derb independientes entre sí, encerrados por una inmensa muralla y en el interior, una extensión inimaginable repleta de gente, camellos, mercancías secas, viandas y un torrente de olores, repugnantes algunos, deliciosos los que más. Kilómetros y kilómetros de pasillos atestados con artesanos acuclillados frente a sus talleres y tachonados con mercaderías donde K’bar podía llevar a su clientela de turistas, quienes podían encontrar, gracias a él, una infinita variedad de objetos valiosos y curiosidades diferentes: artículos de cuero, solamente de cuero o con repujados de oro, lámparas de todos los tamaños elaboradas en muchos colores y materiales diferentes, pieles de animales silvestres, pequeños animales vivos, babuchas, artículos de madera de alve africano (una madera nudosa y oscura que llaman truuya) así como también una variedad casi infinita de alfombras, símbolo de la cultura islámica.

Allí en Jemaa-el-Fna K’bar se deleitaba diariamente con los saltimbanquis y los malabaristas, un auténtico circo de acróbatas, bailarines y contadores de historias imposibles, especie de cuenta-cuentos que cobran unos pocos dírhams para relatar historias con el final que el oyente prefiera... y los más famosos: los encantadores de serpientes con dos o tres cestas y varias cobras en cada una de ellas. Al caer la tarde, el mercado y sus olores rancios se disolvían para el inquieto muchacho y se transformaban con el oropel de miles de bombillas eléctricas para darle la bienvenida a un inmenso restaurante al aire libre, con miles de tarantines en los que, si tenía la habilidad suficiente, podía robar una ración de la exótica sopa de cabeza de cabra. Al Sur de la plaza se eleva el monumento más alto y verdadero símbolo de Marrakech: la Kotoubia, una mezquita construida en 1158, con su alminar de 70 metros, que simbolizó el epicentro de su fe musulmana.

Todas las mañanas K’bar acompañaba a su abuelo hasta su tinglado, ubicado en el zoco de los talabarteros, luego de una intensa caminata desde su casa de barro, y antes que el verdadero el-Kébir tuviera tiempo como para encomendarle la primera diligencia del día, K’bar emprendía una estampida solitaria para reunirse con sus compañeros en una de las entradas laterales de Jemaa-el-Fna, donde los encantadores de serpientes embrujaban también a turistas y visitantes, facilitándoles la extracción de carteras o el arrebatón inesperado. Pero no todos los días comenzaban así, de modo que el mercado fue también escuela en las faenas laboriosas de la marroquinería y del sutil arte del regateo en el comercio informal, donde el exquisito vocabulario un abuelo políglota y sus conocimientos del arte de la persuasión se explayaban ante el rebelde y díscolo muchacho en una interminable clase teórico-práctica. El mercado fue una auténtica universidad del comercio donde aprendió a leer, escribir y a expresarse correctamente en cuatro idiomas, además de su lengua materna, y donde obtendría las maestrías necesarias para convertirse en uno de los mercenarios más hábiles en el peligroso y exigente mundo del terrorismo internacional.

A sus quince años y casi emancipado de su hogar, K’bar el-Kébir fue alistado en el Frente Islámico de Salvación, creado por Abasi Madani y Alí Belhach semanas después del abrumador triunfo del F.I.S. en las elecciones municipales de Argelia, aunque el término alistamiento no se corresponde con la realidad. Habría que remontarse a un mes antes cuando El Reclutador se instaló en la periferia de Jemaa-el-Fna para seleccionar y proveer a su selecta y secreta clientela de la mercadería solicitada: mujeres europeas raptadas en Casablanca y esclavizadas convenientemente en Tánger; efebos prometedores que capturaba allí mismo y en algunas ocasiones, muy escasas, servía de mediador o de contacto entre mercenarios independientes y las organizaciones terroristas.

En aquella ocasión, El Reclutador Sudanés tenía dos compromisos apremiantes: ubicarle diez mujeres anglosajonas, cinco rubias y cinco pelirrojas naturales, al Sultán de Brunei y adquirir en la subasta del jueves la mayor cantidad posible de niños entre siete y trece años para revenderlos en Argelia, desde donde iniciarían una diáspora internacional que los llevaría, a California los más saludables y pequeños, donde se concentraba la demanda estadounidense de córneas y otros órganos susceptibles de trasplante; a Emiratos Árabes Unidos los mayorcitos, quienes se integrarían a los harem de niños sodomizables, la última moda entre los jeques más acaudalados del planeta, pero los mayores de trece o los más rebeldes se podrían vender como trabajadores esclavos para las minas de Sudáfrica o en los lejanos ranchos de ganado vacuno en el centro semidesértico de Australia. En cualquier caso, El Reclutador tenía la esperanza de conseguir tal vez una docena de niños, pero cuando ‘los perros’ (que así llamaban a los raptores de niños en el mercado) pusieron sobre el tinglado al hermoso y rebelde K’bar, hubo una conmoción generalizada en la calurosa y fétida tintorería dentro de la cual se solía ejecutar la subasta de los niños capturados. Porque aquellos ‘perros’ habían raptado a nadie más y nadie menos que al nieto preferido del gigante Suleiman. El Reclutador quedó flechado con el muchacho. El jefe de ‘los perros’ se negó a devolverlo a las calles porque el chico podría delatarlos y Mahil, el traficante, observando el brillo que la lujuria hizo brotar en los ojos al reclutador, amenazó con descubrir ante las autoridades la operación si no se efectuaba la subasta, una amenaza que Mahil sabía que no iba a cumplir, pero que al manifestarla allí, a voz en cuello y en aquel momento de conmoción, producía el efecto deseado. Y se inició la subasta de K’bar con una primera postura abultada: 15.000 dírhams, toda una fortuna si se compara con los 150 de un respetable salario semanal.

El calor húmedo y sofocante se elevaba con cada palmada chasqueante que se daba a contramano el rematador para resaltar la cifra de la puja y señalar al pujador; aún así, por sobre la gritería de los que participaban en la subasta de K’bar, había una excitación desmedida y un apuro poco común. Hadj-el-Ghezel iba y venía desde el fondo de la tintorería hacia la entrada del zoco, donde cientos de telas teñidas de azafrán, añil y amaranto escurrían sus tinturas desde los tinglados. Parapetado detrás de unas canastas de algodón crudo, el apestoso Hadj oteaba hacia el souk de los talabarteros para avistar con tiempo si el gigante Suleiman asomaba su descomunal corpulencia.

Mientras husmeaba como un hurón, pensaba que algún día pasaría algo así. ‘Los perros’ que tenía no discriminaban sino por la edad, de modo que cuando K’bar y su pandilla de amigos se adentraron en el peligroso souk de los camellos, fueron capturados de inmediato. K’bar fue el que opuso más resistencia. De hecho pudo liberarse de sus captores, pero se negó a huir. Ya desde entonces tenía bien imbricada en su personalidad los valores de la solidaridad y el compañerismo. Arremetió contra los otros captores de sus amigos con un palo que se tropezó mientras pedía auxilio a voz en cuello, un auxilio que fue ahogado por el balar monocorde de cientos de camellos que estaban a la venta o al intercambio, atados de dos en dos a lo largo de la hijuela que conduce hacia el zoco de los tintoreros. Hasta por debajo de las piedras salieron otros ‘perros’ que literalmente arroparon y maniataron a K’bar, llevándoselo a empellones hacia el souk de los tintoreros, al más temible de ellos: al del subastador de Hadj-el-Ghezel.

Toda la reata de muchachos, con K’bar a la cabeza, fue adquirida por Mahil, el traficante, un ex-esclavo ashanti que pudo comprar su libertad a su amo en Mauritania, con las mismas monedas de oro con las que la mujer del Sheik le pagaba sus intensas jornadas de gimnasia sexual. Hubo necesidad de sedar al rebelde K’bar para embarcarlo en el destartalado pero potente camión de Mahil. Un relámpago de luz lo despertó doce horas después. El camión había cruzado bruscamente hacia el Suroeste con rumbo al aît Ourir y K’bar se encontró tirado como un fardo sobre el tabla estacado del camión, atado de pies y manos y con una cinta plástica adherida a su boca.

A uno y otro lado del tablestacado, sus compañeros de infortunio y otros desconocidos le contemplaban ateridos y en silencio. El rugido del motor y el bamboleo metálico de aquella jaula rodante se mezclaban con el polvo amarillento que se levantaba del camino, junto con miles de guijarros que les apedreaban desde abajo. Uno de los muchachos reanudó su llanto anterior, el de más allá se orinaba sobre su tosco pantalón de dril y todos los demás se quejaban por los grilletes y las cadenas que Amín, el ayudante de Mahil, colocó alrededor de sus tobillos. Una “girba” rebosante de agua fresca colgaba entre la cabina del camión y la jaula, azuzando con su abundancia la sed de los muchachos que en aquel caluroso mediodía eran conducidos hacia un destino incierto.

Luego de bordear el aît Ourir, Mahil aplicó la doble tracción al vehículo y se salió del camino para enfrentar el ascenso de la cordillera del Atlas, a través de las rutas que los beréberes trazaron mucho antes de la conquista de esas tierras por los árabes, en el Siglo VII d. C. Poco a poco el paisaje desértico y los esporádicos asentamientos nómadas desaparecieron con la tarde y un crepúsculo intenso, rojizo y malva hizo de telón de fondo a la silueta verdeazulada de los picos que se levantan hacia Adrar N’ Dern. Montaron campamento al anochecer en una explanada rodeada de un bosque de alcornoques, al pie de las laderas montañosas y fue en ese entonces cuando Mahil se ocupó de su valioso cargamento.

.- Amín, sácalos sin desatarlos y dales de beber de la girba.

.- ¿Comida?

.- No, sólo dales agua y los amarras de dos en dos. Comerán cuando regrese.

Y sin más detalles, Mahil se desdibujó con su lanza por entre aquel tupido bosque de coníferas y regresó dos horas después con un macho cabrío que despellejó y trozó en silencio.

La comida fue opípara y excesiva en todos sus aspectos, no sólo en sus raciones. Mahil desplegó sus conocimientos de la gastronomía marroquí y su habilidad de experto cocinero, destrezas que había adquirido en sus lejanos años de esclavo, cuando era uno de los asistentes del cocinero principal del Sheik Abdullah bin Azra. Antes de la medianoche, la cabra se había convertido en un inmenso tajine y como no disponía de un cuenco gigante ni del cono de barro típico de la cocina marroquí, horadó la tierra, colocó piedras al rojo vivo que cubrió con una delgada capa de arena y se improvisó el cono con seis palos de alcornoque atados en pirámide sobre los que puso la piel del animal con el pellejo hacia adentro.

Del camión surgieron el jengibre, el azafrán, la sal, las cebollas y del aroma que se esparció por los aires, el bálsamo que calló hipos y disolvió angustias. Mahil y Amín comieron primero. Los muchachos después y con desesperación. Tan sólo K’bar se negó a probar bocado, una actitud que no depuso ni siquiera después de los dos latigazos que le propinó Amín. Desde ese entonces Mahil comprendió que aquel rebelde no se podría vender como esclavo sexual y entonces lamentó habérselo arrebatado en la subasta a Abû Hamid ben-Koufra, mejor conocido en todo el Norte de África y en gran parte del Mediterráneo como El Reclutador Sudanés. Tal vez podría sacar buen dinero del espigado K’bar si lograba engatusar a Mohamed Brahimi para meterle por los ojos a este rebelde como un soldado en potencia. Y tal vez pudiera. El muchacho es creyente practicante. Fue el único de la reata que se inclinó para orar la tarde de la subasta cuando, desde el alminar de Jemaa-el-Fna, el almuecín desplegó su canto de las seis. Es joven y fuerte. Aún le sorprende la energía que tiene a pesar del ayuno auto impuesto pero el Frente por la Jihad Armada necesita nuevos combatientes, especialmente ahora. Dormitó a sobresaltos unas tres horas mientras que los 24 muchachos lo hicieron profundamente, pero Amín no. Amín nunca dormía. Era el único negro capaz de caminar cinco días con sus noches, con tan sólo un par de sandalias, una colcha para cubrir su huesudo cuerpo de nogal y una girba de agua.

Con el anuncio del orto solar despertó a su cargamento, desenrolló una tosca alfombra verde y azul, e inclinado con la frente orientada hacia la Meca, inició los cánticos para la primera de las cinco plegarias diarias. No habrían más paradas ni descansos que aquellas cinco, ni más comida que la de la noche. Así, con ese régimen, Mahil, Amín y los veinticuatro niños prisioneros, atravesaron la cordillera del Atlas, a través de Adrar N’Dern hasta el asentamiento de Amezgane, que aunque no es tan elevado como el yemel Tubkal, un frío intenso obligó a cubrir la jaula con una loneta impermeable; sin embargo, tres de los más pequeños enfermaron y antes de llegar al aît Saoun, al otro lado del Atlas, sus cadáveres fueron lanzados por los precipicios que bordean la angosta y peligrosa vía. A Mahil le preocupaba K’bar. Llevaba tres días de ayuno, aunque nunca rechazó el agua de la “girba”. Era de complexión fuerte, pero aún faltaban al menos dos días con sus noches para cruzar la frontera y llegar hasta la casa de engorde en Delaat Aicha Abbou y desde allí al más importante mercado de esclavos en Argelia, ubicado en mitad del desierto sahariano: Béchar.

Tres días atrás, en el zoco de los talabarteros de Marrakech, un gigante removía cielo y tierra buscando a su nieto. A su paso, mercaderes, marchantes y visitantes se plegaban a las paredes o se escondían inútilmente tras biombos o puertas al verle venir como una tromba humana, llevándose por delante todo cuanto le estorbase el camino. Un aura de dolor y rabia envolvía al imponente talabartero y le agregaban varios centímetros más a su descomunal tamaño. Ahmed R’Orab, el tullido mandadero de los vendedores de camellos fue el informante.

.- Suleiman... por acá.

Fue la voz chillona y arratonada lo que paró al gigante en seco y con él también se detuvo la estela de curiosos que arrastraba. Desde el alminar de su estatura divisó al desdentado y sucio Ahmed, quien con señas y gesticulaciones, le indicaba que se introdujera por la hijuela de los camellos. Suleiman dudó un instante. Podría ser una emboscada, pero por otro lado, él, como todos en Jemaa-el-Fna, sabía que Ahmed conocía todo cuanto sucedía en el bazar, gracias a la red de informantes y mensajeros integrada por cientos de pordioseros y minusválidos, un eficaz aljerife de comunicación y espionaje. Con una mirada y un gesto, Suleiman-el-Kébir se sacudió la oleada de curiosos y penetró por la apestosa vereda. Un camello casi tan viejo como él le salpicó con sus orines. Unos pasos adelante, Ahmed se colaba entre los animales y se detuvo en la intersección de otro pasillo, mucho más angosto y asqueroso, entre la pared externa del zoco y el fondo de las piscinas de los tintoreros que fungía como desaguadero de tinturas y de excrementos. Si Suleiman se ponía violento podría huir por ahí porque el pasadizo cloacal era demasiado estrecho para la corpulencia del gigante.

.- Más te vale que sea importante lo que me vas a decir.

.- Las bendiciones de Alá sean contigo, mi...

.- Calla... ahórrate las adulaciones. ¿Dónde está mi nieto?

.- Tranquilízate. Está vivo.

.- ¿Cómo lo sabes? ¿Acaso has tenido el valor para secuestrarlo tú solo?

Suleiman se le encimó para agarrarlo, pero el astuto Ahmed se introdujo entre las dos paredes y, aunque no huyó, puso una distancia prudencial de por medio.

.- Debes prometer por Alláh, Suleiman, que no intentarás agredirme, porque si me matas jamás sabrás dónde ni con quién está tu nieto.

.- Está bien... no te haré nada. Habla ya.

.- Debes prometérmelo por Alláh... O no hay trato y me pierdo para siempre de este bazar como lo he hecho de otros lugares... Y sabes que puedo desaparecerme para siempre.

.- Está bien... por Alá, bendito sea su nombre, que no te haré nada a menos que hayas sido culpable. En ese caso, mi juramento quedará sin efecto porque estará soportado en una mentira... ¡La tuya! Así que habla ahora

.- Fue vendido

.- ¿Qué? ¿Cómo lo confundieron con un esclavo? ¿Quién vendió a mi nieto? ¿Quién osó comprarlo?

Mientras la desesperación se apoderaba de Suleiman, éste comenzó a ir y a venir por la estrecha hijuela de los camellos empujando bestias y pateando excrementos. Regresó a la intersección donde se escondía Ahmed y después de serenarse un poco continuó la conversación con el mensajero.

.- ¿Aún estás ahí?

Ahmed se había introducido aún más en el estrechísimo espacio, hasta llegar a las sombras, fuera de la vista y el alcance del gigante.

.- Sí ¿Podemos continuar con nuestra negociación?

Ahora le tocaba a Ahmed llevar el control. Era el momento de la negociación.

.- De acuerdo... ¿Qué sabes?

.- Primero debes saber que lo que te voy a confiar me puede costar la vida, pero a ti sólo algunas monedas

.- Adelante... habla primero y luego dime cuánto pides

.- No... Primero el precio: cincuenta mil

.- ¿Estás loco? Eso es una fortuna. Te doy quinientos ahora, más quinientos cada semana durante toda tu vida.

.- ¿Te parece mucho cincuenta mil? No te parecerán tanto si lo comparas con los trescientos mil dírhams que pagaron por él anoche

.- ¿Quién? Dime quién fue el kafre que se atrevió a subastar a mi nieto y quién fue el olvidado de Alá que lo compró.

Ahmed se acercó dos pasos. Tenía al gigante atrapado en el laberinto de sus angustias. Cambió el tono de su voz dos notas más graves y le añadió el susurro plañidero de los que comparten un dolor ajeno.

.- Yo también quiero de regreso a K’bar. Te aseguro que hago míos tu dolor y tú angustia, pero debes comprender que quienes me dieron la información esperan de mi alguna compensación. Ya sabes...

.- Te daré el doble. Cien Mil, pero cuando tenga a K’bar entre mis brazos. Lo juro por Alá, bendito sea su nombre.

.- Me halagas con tu propuesta y te la acepto pero, adelántame la mitad para compensar los terribles riesgos y peligros que hemos pasado mis informantes y yo.

Suleiman-el-Kébir se dio cuenta que el hábil Ahmed se estaba aprovechando de la ocasión y que el tiempo estaba a su favor. Comprendió que sería inútil renegociar posturas y contraofertas con aquella rata escurridiza. Entonces aceptó. Veinticuatro horas después, el gigante y sus dos ayudantes de la talabartería atravesaban la muralla Sur en un potente Land Rover. Con todos los datos que le sacó al apestoso mensajero de los tintoreros comenzó la venganza más sangrienta en todo el Magreb: Hadj-el-Ghezel fue degollado y su cabeza colocada en una pica frente a su casa. Ocho de ‘los perros’ fueron capturados, se les rellenó el estómago con carne y grasa de cerdo, la carne prohibida en el Corán, y los colgaron del cuello hasta morir impuros, negándoseles de esta forma toda posibilidad de entrar al cielo prometido por Alá a través de su profeta Mahoma. Dos de los que presenciaron la subasta fueron castrados y sus genitales lanzados a los gatos, mientras que el apestoso Ahmed R’Orab fue apedreado hasta morir por pordioseros, mendigos e inválidos que integran el aljerife de Jemaa-el-Fna, porque Suleiman hizo correr el rumor que a Ahmed se le habría pagado el triple para delatar a todos los informantes, y a menos que esos informantes trajeran el cadáver de Ahmed, ellos correrían la misma suerte del tintorero Hadj y sus ‘perros’. Todo el bazar se transformó, en cosa de horas, en una horrible carnicería humana. Nada ni nadie podía detener aquel vendaval de 150 kilos. Cuando Suleiman y sus ayudantes salieron en persecución de Mahil, ya éste había cruzado la frontera de Marruecos con Argelia y estaba muy cerca de Delaat Aicha Abbou, donde se enconcharía dos semanas para alivio y recuperación de su mercancía y como antesala de la travesía más intensa y peligrosa, la segunda etapa del viaje: atravesar el Sahara argelino hasta Béchar, la meca de los esclavistas.

Suleiman-el-Kébir sabía secretamente que no podría volver a Marrakech sin su nieto. Sus dos ayudantes simplemente no pensaban en eso porque cuando se es nómada se lleva la aventura en la sangre y el horizonte en la pupila. Kaled, un negro senegalés, iba en los asientos de atrás, parapetado entre girbas, armas y municiones. Adelante, Abd al-Karim, hijo de un caíd rifeño que el viejo Suleiman crió como hijo suyo a la muerte de su padre. A la distancia y a contrasol, un grupo de camellos se divisaba compacto y apretujado, junto a dos inconfundibles jaimas tuareg. Hacia ellos dirigió su vehículo rústico el gigante, porque nadie como un tuareg sahariano para saber qué sucede y quién atraviesa por el desierto. Llegaron hasta el asentamiento de aquellos descendientes de los beréberes en menos de 15 minutos, y para sorpresa de propios y extraños, el gigante marroquí les habló en tifinagh, la milenaria lengua tuareg, luego del acostumbrado saludo musulmán:

.- Salam aleikum…

.- Aleikum salam

Respondió, poniéndose de pie, el jefe del grupo.

.- Me complaces al hablarme en mi lengua porque no es común escucharla de los labios de un Magrib como tú.

.- Tú también me honras con tu bienvenida -le respondió Suleiman. Tal vez podrías ayudarnos si nos informaras sobre la ruta que ha tomado un camión de doble tracción

.- He visto muchos -ripostó el tuareg- muchos en toda mi vida. Para ayudarte debes ser más específico. .- Disculpa mi torpeza, es que...

Pero el tuareg le interrumpió; con dos palmadas hizo llegar hasta ellos una alfombra raída y una hermosa tetera de cobre finamente labrada, rebosante con un humeante té de menta. Cuando sus tres esclavos se marcharon en silencio hacia la prudencia de las jaimas, aquel jefe tuareg se sentó y sin mediar invitación, escanció la infusión en las cuatro tazas. Suleiman y sus acompañantes entendieron que antes de conversar o negociar información, aquel nómada les invitaba. Despreciarlo sería una falta terrible e innecesaria, porque con sus gestos les estaba diciendo que sí, que tenía información, pero que la daría a su modo y a su tiempo.

Veinte años después de su rapto, K’bar se enteró con detalles de todos los esfuerzos sobrehumanos que su abuelo hizo por rescatarle. Sucedió en una de sus primeras misiones como terrorista de la Jihad islámica, en Senegal, cuando estuvo involucrado en el fallido asesinato del presidente Leópold Sengor. En aquella ocasión, el magnicidio fue conjurado por las autoridades y tuvieron que huir hacia el Sur, a Kaolache, donde contactó a la familia paterna del viejo Kaled, aquel negro senegalés ayudante de su abuelo en el zoco de los tafileteros de Jemaa-el-Fna. Tal como lo planificó Mahil, el esclavista, K’bar fue vendido como soldado a Mohamed Brahimi, quien lo incorporó al Frente por la Jihad Islámica, célula terrorista donde obtuvo el entrenamiento necesario para misiones de alta peligrosidad como aquella. Ahora, a sus 33 años, sólo el legendario Carlos Ilich Ramírez Sánchez, el revolucionario venezolano preferido por la OLP y Fatah, se cotizaba mejor que él en el bajo mundo de la violencia política y el terrorismo, pero al igual que “El Chacal”, el-Kébir tenía que entenderse con intermediarios como Abii Hamid Ben, o entrevistarse con Malik-el-Fasi, el viejo tuareg.

Malik-el-Fasi, un imajhiren, un tuareg noble del Norte está establecido en medio de la soledad del Sahara. Tiene su Jaima con media docena de sheribas de caños entretejidos ubicados bajo un amasijo de quince palmeras, doscientas cabras, veinte camellos y el único pozo de agua en 500 kilómetros cuadrados. Una duna alta y compacta protege su hogar del viento del Este y sobre ella estaba Malik-el-Fasi, Malik el cazador, un inmouchar del pueblo de los hombres del velo, oteando hacia el horizonte, intentando descubrir más allá del vaho que el calor desprende de las arenas del desierto, alguna pista de los esquivos addax, o un muflón solitario paciendo tranquilamente en aquellas llanuras pedregosas que se desprenden del Atlas y se adentran en las arenas infinitas como una marejada gris y plata, pero lo que divisa es la inconfundible estela de polvo que levantan los vehículos. Calculó la distancia y el tiempo, tomó su rifle, subió al lomo blanco de su mehari preferido y partió hacia el extraño que se adentraba en lo que consideraba sus dominios.

Malik-el-Fasi era el amo de aquella tierra vacía que se extiende desde las altas montañas hasta la hamada y al Erg en una extensión de miles de kilómetros cuadrados, donde no moran los beduinos ni los senegaleses; solamente un tuareg podría sobrevivir en aquella soledad. Solamente un tuareg como Malik podría, además, calcular tiempo y distancia con la precisión necesaria. Cuatro horas después el dromedario blanco y su cabalgadura se hicieron visibles a K´bar, y en una hora más el terrorista y el cazador se saludaban, frente a frente, en medio de la nada.

. - Aselam aleikum - saludó K´bar.

.- Metulem, metulem –replicó Malik.

.- Busco a Malik-el-Fasi. Tal vez podrías ayudarme.

.- Tal vez podría, pero… ¿Por qué un magrib quisiera hablar con un inmouchar del pueblo del velo?

.- Porque sólo un imohag como Malik-el-Fasi, que ha atravesado dos veces la tierra vacía, puede saber dónde está Suleiman-el-Kébir, mi abuelo.

K´bar había respondido al tuareg en su idioma, creándole una turbación al impasible Malik; una turbación que ocultó su velo y le evocó la presencia de aquel otro gigante, que como éste, le respondía en su lengua. Malik bajó de su dromedario, se acercó lentamente a K´bar y éste hizo lo mismo.

.- ¿Malik-el-Fasi? –preguntó K´bar.

.- ¿Eres el nieto perdido de Suleiman?

Fue la respuesta del tuareg. La oscuridad de la tarde los alcanzó en ese instante y los dos hombres oraron juntos con la cara hacia La Meca. Luego conversaron hasta el amanecer.

.- Lo último que supe de tu abuelo es que se dirigía hacia el Norte en tu búsqueda. No creo que haya podido atravesar el erg, porque cinco años después encontré su vehículo.

.- ¿Y restos humanos? –interrumpió K´bar. ¿Hallaste sus huesos?

.- No… ni los de él ni los de sus dos acompañantes. Pero tengo algo para ti.

El rostro de K´bar se iluminó como sucede con los niños marroquíes cuando se coloca en la mesa un postre tan apetecible como l´ bstille. Su mirada quedó colgada en los gestos del inmouchar. Un segundo le pareció una eternidad y mientras aquel misterioso imohag hurgaba entre sus ropajes, se preguntaba cuánta integridad había en un hombre como aquel, que luego de treinta años aún guardaba una encomienda para un desconocido en la mitad de aquella nada.

.- Toda la información que necesitaba tu abuelo para conseguirte, yo se la di junto con la advertencia de que no atravesara el erg, sino que se dirigiera al Norte, hacia Béchar, donde se comercian los esclavos, porque las casas de engorde son difíciles de hallar en el desierto, incluso para un targuí como yo, pero no siguió mis sugerencias y en su desesperación se introdujo en el erg. Como ya te lo he dicho, cinco años más tarde me tropecé con su vehículo. Pero antes de marchar escribió una nota para ti, pues nunca dudó en que te liberarías algún día y que lo buscarías a él, como lo hizo contigo.

Malik le entregó una hoja de papel, sucia y amarillenta, similar a las notas que su abuelo entregaba a sus clientes en la tafiletería como billete de retiro, cuando le encomendaban la reparación de alguna pieza de cuero. Su corazón le dio un salto. Un brevísimo temblor de su mano le traicionó. Una oleada de tristeza y melancolía le inundó el alma. Allí estaba la sólida caligrafía de su abuelo sobre un papel con los bordes carcomidos por el roce y la manipulación. El encabezado de la nota le arrancó una lágrima seca.

.- A mi amado nieto K’bar-al-Majsen, también conocido como K’bar-el-Kébir, nieto de Suleiman-el-Kébir-Abn Majsen.

Amado hijo:

En este día terrible y aciago voy tras de ti y de tus captores. Alá, bendito sea su nombre, guía mis pasos y me conforta el espíritu afligido desde tu secuestro. No daré paz a mi alma ni reposo a mi cuerpo hasta rescatarte, pero si mis fuerzas no me alcanzaran y Alá dispusiera llamarme antes de encontrarte, ruego al cielo porque desandes mi ruta y obtengas esta nota. De ser así desiste de buscarme porque significa que yo ya estaré muerto. Sólo te pido tres cosas: Honra la amistad para siempre del hombre que te ha entregado este papel o a su descendencia. Honra mi memoria con la sangre de quienes te capturaron, si es que yo no he tenido el aliento de vida para hacerlo con mis propias manos y localiza en Roma a un amigo... Un hereje cristiano cuyas señas encontrarás al pie de esta nota. Toca la puerta de su casa y te identificas como mi nieto... El sabrá qué hacer y cómo protegerte cuando necesites de un auxilio importante y te protegerá como si fueras su nieto, porque fue lo que convinimos aquella tarde lluviosa hace muchos años, cuando yo era un soldado, estaba de paso por su ciudad y lo vencí en una apuesta de fuerza. Franco Di Donatto Battioni ha sido y es un hermano para mí y deberás quererlo, amarlo y respetarlo como si fuera yo.

Querido hijo, que las bendiciones de Alá te acompañen siempre. Recuerda que debes profesar la sahála, elevar la plegaria cinco veces al día, ayunar durante el Ramadán, hacer la hayy por lo menos una vez en tu vida y dar la limosna ritual.

Tu abuelo Suleiman.

Malik se había retirado prudentemente a un costado de la ruta, porque en momentos así un hombre necesita soledad para desahogarse. Sólo cuando K´bar se le acercó, se reanudó el diálogo entre los dos.

.- ¿Extrañas a tu abuelo?

.- Sí. Fue mi verdadero padre.

.- ¿Harás lo que te pide en su carta? Por mi parte siempre serás bienvenido a mi sheriba. Puedes quedarte aquí el tiempo que consideres necesario.

.- Gracias.

.- He sabido que durante estos años te has convertido en un guerrero del Islam. ¿Es eso verdad?

.- Después del entrenamiento como mártir de la Jihad, me transformé en un revolucionario profesional en la tradición leninista e internacionalista. Desde los 20 años me he dedicado a la liberación de Jerusalén y toda la Palestina en el contexto de una revolución mundial.

.- La primera vez que supe de ti, luego de la desaparición de tu abuelo, fue hace como 10 años. Unos beduinos llevaban la noticia por todo el desierto de que el nieto del gigante Suleiman había iniciado una Jihad propia entre el mundo islámico y los occidentales. ¿En verdad eso es cierto?

.- Amigo mío, los periódicos y la radio están controlados por enemigos del Islam y deforman la realidad de la lucha de nuestros pueblos por su liberación del pecado. Estoy convencido de que no hay enfrentamiento entre nuestra religión y nuestros vecinos de occidente. La lucha es entre el imperialismo yanki, sus aliados sionistas, sus agentes locales y el resto de la humanidad. Los revolucionarios islámicos somos la punta de lanza en la guerra por la liberación del género humano contra la mediocre mundialización que tratan de imponer los yankis con sus bayonetas y las de sus cipayos; con la economía globalizadora y hegemónica; por intermedio de jerarquías eclesiásticas hipócritas y con la moderna mediatización de la información engañosa de una subcultura plástica. Nuestra lucha es sagrada, es la partera de la historia. La violencia popular revolucionaria es la respuesta de los oprimidos y se opone legítimamente al monopolio de la violencia que ejercen los imperialistas-sionistas.

Por momentos, K’bar olvidó que estaba en la mitad del Sahara y desató una arenga como las que daba en la Universidad Patricio Lumumba, en Moscú, y se reveló ante los ojos del targuí como un líder de verbo inflamado y de convicciones sólidas, aunque algo almibaradas para la lógica simple pero profunda de Malik. Mientras le escuchaba con respeto a sus ideas y a su dolor, no dejaba de pensar que todos los disgustos y los inconvenientes de aquellas personas se debían a que se empeñaban en vivir y sufrir al convivir tan juntos unos de otros. Porque para Malik el cazador no había otra respuesta: los problemas del hombre moderno y las guerras entre los pueblos, todo tenía una causa primigenia: vivir así, tan apretujados en aquellas gigantescas cárceles que llamaban ciudades. El, en cambio, era un nómada feliz que no conocía fronteras y aunque le habían hablado muchas veces acerca de aquellas líneas divisorias que llamaban fronteras, nunca había creído que existían y jamás consideró que unas líneas así pudieran existir porque ¿Cuál podría ser el límite de la arena cuando el viento la levanta?

La madrugada se presentó de pronto. La brisa de la noche dejó de llorar y K’bar interrumpió su catarsis. El orto del amanecer sahariano pintó de bermejos y naranjas el claroscuro de las dunas y los esporádicos chaparrales y la luz se hizo de improviso, como la sorpresa, el miedo y la precipitación de la primera misión de ajusticiamiento que le encomendaron a K’bar.

Llegaron a Sidi Hamad con una misión político y religiosa: desarrollar una limpieza de renegados en un barrio que aún sigue siendo, después de tantos años, un amasijo de callejas, en cuyas veredas se apretujan cientos de casuchas miserables. El jefe del operativo, Anuar-el-Zuabi, les condujo dentro de un camión con víveres los 18 kilómetros que separan Sidi Hamad del aeropuerto internacional, en el gran suburbio de Argel. El camión paró a un costado de la carretera principal y la primera mitad de los comandos bajó. Detrás de ellos, el segundo grupo se dirigió calles arriba y luego una tercera unidad de apoyo logístico para cubrir la retirada. En este último grupo estaba el adolescente K’bar. Cuando los dos extremos de la calle estuvieron asegurados se lanzó una bomba artesanal dentro de un barracón-garaje donde estaban reunidos una treintena de hombres. Era la hora de finalizar el ayuno y en el momento de la explosión, un grupo de hombres adultos y viejos del barrio regresaban de la mezquita, charlando entre ellos.

El primer grupo bloqueó a los hombres fuera del perímetro. Un segundo grupo emprendió la tarea encomendada: oficiar de matarifes tasajeando los cuerpos indefensos de las mujeres y los niños, incendiando viviendas y saqueando mientras gritaban: Harkis.... Harkis... mátenlos a todos porque son hijos de harkis! Se referían a las tropas argelinas que permanecieron en el ejército francés durante la independencia. La carnicería duró veinte minutos y el balance final fue de 150 muertos, 18 mujeres raptadas, todas degolladas después, y 5 de los mártires de la Jihad caídos a manos de algunas mujeres armadas, cuyos cadáveres fueron cremados antes de la retirada.

En el camino de regreso, entre arqueadas de un vómito indetenible y las risas burlonas de los muyahidines, el joven K´bar conoció de cerca la intensidad del terrorismo teológico. Aquellos fueron los 20 minutos de su bautizo de sangre, una impronta macabra que le corroyó el espíritu y le hizo conocer en carne propia lo que muchos años después leería en el capítulo del infierno de La Divina Comedia, de Dante:

“Dejad fuera de estas puertas toda esperanza los que aquí entráis.”

El aroma dulzón e intenso de una taza humeante de té verde le regresó al desierto y al imperturbable Malik. A la distancia, los dromedarios y camellos del inmouchar se apretujaron bajo la sombra de las palmeras cuando el sol abrasó aquellas soledades y con la misma impronta con la que había llegado, K´bar partió de allí dejando en el aire un “Aselam aleikum” como un velo que flota en la levedad del aire caliente. En su mente se apretujaban los recuerdos de su infancia contra las noticias recibidas en las últimas horas, mientras que en su corazón se desataba un torbellino pasional junto con el vacío que le provocaba comprobar, ahora sí, que jamás volvería a ver a su amado abuelo, el gigante Suleiman, el-Kébir original.

El poderoso motor de su Land Rover rugió con el cambio de velocidad y la nube de polvo que levantó se alejó a los ojos de Malik con la misma prisa y en la misma ruta por la que llegó. Catorce horas de travesía le aguardaban a K´bar, tiempo suficiente para poner en orden y en perspectiva la mente y los sentimientos. Arribó a El Feggoust, en la cordillera del Atlas con la brisa de la tarde, pero decidió continuar para pernoctar en el aît Souk, donde la brisa de la montaña es más templada y podría conseguir posada. Tal vez no repetiría esta travesía jamás, así que se dispuso a contemplar detenidamente aquellos paisajes de contraste profundo, donde la sequedad y el agobio del desierto más grande del mundo están tan cerca de los olivares y el clima templado de la montaña.

Al día siguiente cambió de ruta y se dirigió al Noroeste, hacia Tánger. Su madre había fallecido y ya nada le ataba a Marrakech, salvo los recuerdos y aquella carta. Una nube de polvo amarillento y reseco se levantó tras él, mientras que en ese preciso instante, una tolvanera se arremolinaba a la entrada de la mansión de don Pablo Alberto Juan Figarullo, en la lejana Maracaibo, allá en Venezuela, cuando el orgulloso padre llegó con su esposa y su hija recién nacida desde el Hospital Coromoto. Tal vez la brisa del Este fuera la misma. Tal vez no, pero en el preciso momento en que a K´bar le entraba una brizna de arena en un ojo, a la recién nacida le caía sobre la frente una infloración blanca de las tantas trinitarias que colmaban la glorieta de la entrada en el palacete de su familia paterna. Un pestañear simultáneo comulgó a las dos almas cuyo destino quedó unido a pesar de la distancia.

Desde la glorieta de la entrada don Pablo, su esposa y toda la comitiva familiar se dirigieron a pie hacia la entrada del palacete. Bianca iba sumergida en una vaporosa cobija de encajes, vestida con un primoroso trajecito de algodón que le envió su tía abuela Lea desde Italia y cómodamente acostada dentro de un moisés. Por todo el pequeño bosque de mangos y nísperos que antecede a la mansión había decenas de mesas hermosamente decoradas con flores y lujosamente puestas con mantelería importada y cubertería de plata y oro. Una multitud de invitados aplaudió a los orgullosos padres, quienes se detuvieron aquí y allá para agradecer con gestos, palabras y sonrisas los parabienes y las expresiones de felicitación por la llegada de Bianca. Tres enfermeras, encabezadas por la orgullosa nonna literalmente secuestraron a la madre y a la recién nacida, dejándole a don Pablo la responsabilidad de atender y de alternar socialmente con los invitados. La última de las limusinas se retiró a las once de la noche. Don Pablo la vio salir desde la placita de la entrada principal donde pensaba podría estar a solas un momento para meditar, pero una voz cálida, arrulladora y única le sustrajo de sus pensamientos.

.- Ciao Paolo ¿Vas a quedarte solo y afuera?

.- No, mamma. Ya vengo.

.- Paolo… Paoloooo, entra… Entra, que luego le vas a llevar ese sereno a la pícola principessa.

No era fácil desprenderse de un dominio maternal tan intenso como el de aquella sólida matrona romana, menos aún cuando tenía en sus dominios y bajo su control a la nieta que tanto anheló. Pablo Alberto Juan volteó hacia su madre, borró de su mente las escenas eróticas que evocaba en ese instante y dejando a un lado su deseo de pasar la noche con su amante, abrazó a su madre y se introdujo con ella en el palacete que su padre construyó en piedra y mármol antes que él naciera. Víctor, el silencioso mayordomo de los Figarullo, cerró la puerta tras ellos y madre e hijo se dirigieron abrazados a la cocina, donde todavía a esa hora estaba Patricia, la cocinera, con cinco ayudantes, recogiendo y ordenando la lencería y la platería utilizada en la recepción de esa tarde.

.- No probaste bocado, Paolo. ¿Otra vez a dieta?

.- No, mamma, no me piace niente.

.- Mamma ¿Que dice? ¿Vas a despreciar así a la tua mamma? Carola… ¡Carola! Trae una vianda fría surtida y dos vasos de vino.

.- Pero mamma…

.- Tú calla… Y dos platos con la pasta y calienta la salsa vermicelli

.- Pero mamma… No me apetece…

.- Ya. Compláceme esta noche y vamos a comer juntos, solos los dos ¿Eh?

Casi como por arte de magia aparecieron los platos, las viandas, los cubiertos de plata, la pasta al dente, la salsa caliente y un porrón de vino tinto, mientras doña Emiliana repartía raciones y órdenes al personal de la cocina como el más eficaz mariscal de campo prusiano. Arriba en el ala Norte, Bianca y su madre descansaban plácidamente: La madre sobre la cama y la recién nacida en los brazos de la enfermera de turno.

Cuando K’bar se aproximó a Tánger, una brisa suave y salobre lo envolvió. Decidió entonces entrar a la ciudad puerto por las casas del Cabo Espartel para solazarse con las aguas tranquilas y plácidas de las calas que se esparcen hasta las murallas de la alcazaba. Redujo la velocidad y dejó volar la imaginación… Tánger, tan cerca de España y tan lejos de sus actividades políticas le tentaba cada vez que la visitaba. Siempre quiso retirarse a esta ciudad escalonada en semicírculo frente al Mediterráneo para despertar cada mañana frente a una bahía tranquila y multicolor, con playas doradas y un mar azul profundo, pero cuando conoció a Mai Lyn, una activista del khmer rouge, aquel deseo comenzó a tomar cuerpo, al extremo que entre ambos seleccionaron y adquirieron una casa en el Zoco Chico, en el barrio viejo del interior de la medina, a unas cuantas calles de la Plaza 9 de Abril. K’bar pasaría la noche allí, evocaría las tranquilas tardes de un dolce-far-niente abrazado con Mai y recordaría la risa cristalina de su hijo Ahmed.

Al entrar a Tánger, la puerta del mar, serpenteó entre los artesanos y los comerciantes del bullicioso bazar, casi atropella a una hermosa mujer berebere del cercano rif, vestida con la típica fota de paño rojo y a rayas blancas y se orientó con el minarete de azulejos policromados de la mezquita de Sidi-Bu-Abid hasta llegar a la rue Sheik El Harrak. Pasó frente a la sinagoga Nahón, ahora convertida en un museo y llegó a la Plaza Hassan II. Después de estacionar su Land Rover a la vera de la acera occidental, se introdujo en la judería El Melaj, de calles angostas, paredes blancas y puertas verdes. Caminó bajo los arcos que unen los muros de las estrechas callejuelas hasta dejar atrás a los buhoneros. Una puerta, similar a las demás pero muy particular para él, asomó al cruzar la esquina: Era la puerta de la casa de Isaac ben Abecasis, descendiente directo del rabí Yehudá y uno de los hombres de confianza de Abú Hamid ben-Koufra, el reclutador sudanés.

.- Shalom, Isaac - gritó desde la entrada el marroquí.

.- Aselam, K’bar -le respondió el judío desde el fondo de su casa - Pasa, pasa siempre eres bienvenido. No te esperaba hoy ¿Es algo de trabajo o personal?

La armonía y excepcional compenetración entre musulmanes y judíos en Tánger ha sido respaldada y promovida por una política de tolerancia que es una tradición familiar del Rey Hassan II, cuya dinastía, la Alguita, ha permanecido en el trono por más de doce siglos.

.- Es algo personal, por lo que te agradeceré que nada de esto le cuentes a tu jefe. Quiero que averigües todo lo que puedas de este hombre.

K’bar le entregó un pedazo de papel amarillento con un nombre y una dirección.

.-… y también necesito un pasaporte nuevo, una pistola…la mejor: una Walter PP y dólares… A ver… todos los que me puedas dar por estos 200 mil dírhams, pero vamos a consultar la tasa del día en internet, porque la vez anterior literalmente me esquilmaste.

Isaac era un ex niño prodigio de la computación y como buen judío, un excelente banquero. Poseía tres doctorados: Uno en Ciencias de la Comunicación y otro en Teología, ambos obtenidos con excelentes calificaciones en la Universidad Ben Gurión de Jerusalén y el más reciente, el doctorado en finanzas internacionales, con las máximas calificaciones de la Universidad de Cambridge. Desde su casa se podía conectar literalmente con todo el mundo, pero Isaac era, además, un hacker consumado que tenía en su haber proezas cibernéticas, como la de penetrar sin ser identificado, las computadoras centrales del Mossad israelí. Al lado de su laboratorio de computación, sobresaturado de tecnología de punta y con algunos prototipos que estarán a la vanguardia dentro de 6 meses, aquel larguirucho, delgado y extremadamente pálido judío tenía una bóveda, fortificada con una puerta bancaria de seis toneladas, detrás de la cual protegía una dotación de armamento único, exótico y variado, con un parque de municiones como para iniciar la tercera guerra mundial y pasaportes y tarjetas de identificación y de crédito válidas en todos los países europeos y de todos los bancos de la comunidad.

Mientras los ágiles dedos de Isaac tecleaban códigos y palabras clave, K’bar admiraba como siempre aquella puerta de acero al carbono, aquella excesiva seguridad. Le preguntaba siempre al judío cómo y de qué modo había instalado aquella puerta, pero Isaac siempre le respondía de manera esquiva, con monosílabos típicos de los internautas viciosos, que pueden interpretarse de mil maneras distintas. Total, un misterio que K’bar nunca pudo descifrar, pero del que se aprovechó en repetidas ocasiones. La misma casa de Isaac era una fortaleza. Estaba reforzada en su interior como un bunker inexpugnable, con doble hilera de ladrillos en las paredes, techo de hormigón reforzado a prueba de misiles Scud y dos sótanos a los que se les podía llegar desde el interior de la bóveda. El más profundo, cavado en roca sólida a seis metros de la superficie, medía unos 20 metros cuadrados y escondía un pozo de agua de un manantial subterráneo y una planta de electricidad con sus correspondientes depósitos de combustible, capaz de proveerle hasta 200 kilovatio/hora por día, durante un mes. El otro sótano, el inmediato inferior bajo la bóveda, era un pequeño apartamento de sesenta metros cuadrados, casi tan grande como la casa que lo ocultaba, con cocina, depósito para almacenar víveres, un baño con agua caliente y una salida de emergencia que serpentea bajo los cimientos de las casas vecinas, se interna por las alcantarillas subterráneas y conduce hasta una boca de visita fuera de las murallas de la alcazaba de la ciudad, a más de tres kilómetros de allí.

Para K’bar no había dudas: Isaac nunca salía. No lo necesitaba porque todo lo tenía a la mano o accesible vía internet y tal vez por eso, por esa reclusión voluntaria, por esa falta de sol Isaac era tan pálido y casi azul, pero para K’bar, Tánger era una ciudad, además de segura, mediterránea, caliente, palpitante y vital. Desde allí se lanzó como mercenario independiente y a Tánger regresó siempre, como en esta ocasión, buscando rutas y contactos, información y trabajo. Se dejó caer sobre un mullido sillón y comenzó a manipular la pistola de su amigo judío: una impresionante Desert Eagle, calibre .444, doble acción, cacerina de 18 tiros, cañón de 8 pulgadas reforzado y refrigerado y en un hermoso pavón azulado. Accionar el aherrojamiento con su sonido característico fue lo único que desconectó a Isaac de la computadora, porque al igual que sus equipos, su pistola era intocable y K’bar lo sabía… por eso lo hizo.

.- ¿Se puede saber por qué te empeñas en molestarme? Sabes que mi casa es tu casa, pero te está prohibido tocar ni manipular mis equipos ni mi pistola ¿Entonces?

.- Cálmate, no tienes que recordármelo así, pero no te has dado cuenta que he estado conversando contigo durante 15 minutos y tú, como si no fuera contigo y ésta es la única forma de hacerte regresar a este mundo. A ver, ¿Qué me has conseguido hasta ahora?

.- No mucho. Hay informaciones contradictorias y fantásticas de tu amiguito, pero no he podido corroborar ninguna. Dame media hora más y ¿Te molestas si te pido me entregues la Desert?

K’bar se le había acercado y estaba mirando uno de los tres monitores: el conectado con la CIA que mostraba en la ficha de referencia, la foto de un hombre joven, de rostro mediterráneo, ojos azules, pelo rubio y una mirada poderosa y temible. Le entregó la pistola de fabricación exclusiva y seriada al desconfiado judío y éste le invitó a pasar a la bóveda para que seleccionara él mismo el armamento de su preferencia. Accionó la clave desde una de sus computadoras, pulsó un control láser que llevaba colgado en su cuello y oculto bajo su franela de algodón y la pesada puerta de acero retumbó desde sus entrañas y se fue abriendo lentamente…!hacia adentro! Luego de algunos segundos la estancia se iluminó pues se habían inhabilitado los sensores de calor, de presión y los de movimiento y con ellos se inactivaron las 4 ametralladoras M-60 embutidas en las cuatro esquinas del techo, capaces de disparar 150 proyectiles cada una hacia todas las direcciones.

.- Si quieres tener las manos ocupadas, ahí tienes suficientes juguetes para escoger. Y ahora déjame en paz ¿Te pido una pizza como siempre… con doble ración de queso?

Al otro día, mientras el marroquí se tomaba un té verde en uno de los tantos cafés al aire libre que están en la avenida costanera España, donde cualquiera con unos pocos dólares también puede comprar kief o alquilar una tumbona en un local discreto para tener una sesión de adormidera con opio, una amorosa Emiliana traía un suculento desayuno a su nuera, excusa poco imaginativa para tener la ocasión de arrullar en sus brazos a la recién nacida. Tocó suavemente para no despertar al bebé y unos instantes después una mucama le abrió las puertas de la gigantesca habitación, casi tan grande como un apartamento mediano. La madre había amamantado a la princesita que dormía en la habitación adjunta, vigilada por la enfermera del segundo turno, y a pesar de las dolencias propias de la cesárea que le practicaron 15 días atrás, la joven madre lucía radiante, aunque no podía ocultar cierto dejo de decepción.

.- Entonces ¿Está dormida? Bien ¿La estás amamantando como te indicó el pediatra? ¿Qué dice la enfermera del ombligo? ¿La atiende bien? ¿Dónde está? Sí, claro. Déjame ver cómo duerme.

La nonna estaba exultante, feliz, totalmente transformada. A tal punto que desde el nacimiento de Bianca abandonó, pero sólo parcialmente, el luto cerrado que llevaba desde que falleció su marido, don Alberto Figarullo, hacía ya unos veinte años. Una blusa blanca con pequeñísimos apliques multicolores fue un cambio de ajuar más que suficiente para darle vida y rubor a aquel rostro fino y de ojos grises que la viudez había opacado transformándolo en una cara rotunda y tensa.

Después de pasar revista a la nieta y de interrogar de mil maneras y con intensidad a la enfermera de turno, doña Emiliana acompañó a desayunar a su yerna en el espacioso y cómodo balcón de la habitación que se abre hacia los jardines interiores, en los que dos impresionantes mastines napolitanos hacen guardia cobijados bajo un frondoso y gigantesco árbol de tamarindo.

.- ¿Y Paolo? ¿Bañándose? Paolo, ¡Paooooolo!

.- No está, doña Emiliana

.- ¿Cómo que no está? ¿Ya se fue?

.- No, doña Emiliana. No está y no ha estado aquí. Parece que sus obligaciones en las empresas son más importantes que su hija y que yo.

.- Ah no. ¡Eso sí que no! ¡Ahora mismo lo traigo! ¡Víctor! … ¡Vittorio!

.- No se exalte, doña Emiliana, déjelo tranquilo. Mire que con esos gritos se va a despertar Bianquita.

La nonna calló en seco y para desconcierto de su nuera, lo hizo con un gracioso mohín y continuó llamando a sotto voce al sirviente. El silencioso y parco mayordomo apareció de la nada, como un fantasma inglés: Imperturbable, hierático, insensible y distante. Antes que doña Emiliana le pidiera ubicar a don Pablo, ya él traía el teléfono inalámbrico en la mano… con don Pablo en la línea.

.- Ciao, mamma ¿Qué acontece

.- ¿Cómo qué acontece? ¿Qué Fa, Paolo? ¿Per que no desayuna con tu sposa in questa matina speciale per me, per lei, per lui… per tutti

.- Mamma… mamma… Tengo responsabilidades qué atender.

.- ¿Responsabilittá? ¿Lui me fa dire a me di responsabilittá ? ¿Acaso lui piensa que la sua mamma e stupidda - y en español, para que lo entendiera bien su nuera - ¿Desde cuando, Paolo, las responsabilidades no te permiten dormir con tu mujer?

Así comenzó de nuevo el sempiterno pleito entre los dos únicos Figarullo adultos que había en Venezuela.

.- Va bene, mamma… Ya vengo. Transigió don Pablo con su madre.

.- ¡Bingo! Gritó Isaac en el otro lado del mundo.

Luego de que la media hora solicitada se transformara en tres intensas horas, durante las cuales intervino la base de datos del gobierno italiano, la computadora central del Mossad israelí y navegó por el internet II apoyándose en la red de acceso de otros hackers, Isaac obtuvo un perfil bastante completo del desconocido. Compendió toda la data recibida en una laptop que era el receptor y controlador de las otras tres computadoras de escritorio y volvió a llamar a voz en cuello a K’bar, quien en ese momento curioseaba la planta eléctrica y el pozo de agua en el segundo sótano.

K’bar subió a trancos al momento en que una de las tres impresoras lanzaba hojas a la canasta receptora. Cuando las tres máquinas comenzaron a vomitar papeles impresos, las canastas receptoras se desbordaron y para cuando K’bar llegó al lado de su amigo, decenas de páginas, impresas por ambas caras tapizaban el espacioso centro computarizado.

.- ¿Te vas a quedar como la mujer de Lot, viendo hacia Sodoma?

.- Ya va… Ya va… ¿Están enumeradas? ¿Por cuál grupo comienzo? Y por cierto ¿Quién es esa mujer ¿Tu amante?

Isaac sonrió con el sarcasmo de K’bar sin apartar los ojos ni los dedos de monitores y teclado. Su trabajo ya estaba realizado, ahora le correspondía al marroquí clasificar toda la información, asimilarla y sacar sus conclusiones; mientras tanto, Isaac se embarcaba en otra investigación que le fue solicitada en la red media hora antes. A K’bar le tomó más de una hora tan sólo ordenar las 475 páginas de informaciones, datos y fotografías. Allí había mucha reseña chatarra, repetida e irrelevante, pero también tenía en sus manos datos confidenciales que jamás imaginó podría tener: Notas, apuntes y detalles sobre fechas, reportes, envíos de armas y de organización de misiones terroristas que tejían una red inimaginable que empequeñecía hasta el ridículo su hasta ahora grande y presuntamente poderosa organización de la Jihad Islámica. Más allá del qué y del por qué, K’bar se preguntaba insistentemente el cómo, de cuál manera habían encontrado causa común el Khmer Rouge camboyano, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, el Ejército de Liberación Nacional colombiano, los separatistas vascos de E.T.A., el Ejército Zapatista de México, las guerrillas urbanas de Venezuela junto con algunas organizaciones del islamismo armado, como el del Abu Nidal y el Hezbollah. Pero lo más sorprendente e insólito saltó ante sus ojos al investigar y deducir cuál era el denominador común de aquellas misiones mixtas, que sin un aparente propósito militar concreto, tenían un mismo referente: todas estaban planificadas y orquestadas por un octogenario Capitán retirado del S.S. de Musolini en Trípoli, que dirigía las operaciones desde una trattoría romana, a dos bloques del Vaticano, muy cerca en la parada Porta Angélica de la ruta 64.

Como un autómata se llevó la mano al bolsillo de su chaqueta, extrajo la carta amarillenta que días atrás le entregara aquel inmouchar tuareg en el desierto y cotejó el nombre y la dirección. Una marejada de interrogantes, un tsunami de preguntas sin respuestas se le vino encima porque el individuo hacia el que apuntaban todos los indicios de dirigir y coordinar aquella supra organización terrorista era la misma persona a quien se refería su abuelo en la carta que le escribió veinte años antes.

Al día siguiente, K’bar recibió en su casa del Zoco Chico de la medina de Tánger un telegrama urgente enviado desde Trípoli por el reclutador. Era un mensaje escueto, compuesto por tres agrupaciones de cifras: La primera se refería a la cantidad depositada en su cuenta de banco en las Islas Cayman. La segunda agrupación de números correspondía al año, mes día y hora GMT de la transacción bancaria y la tercera agrupación era un mensaje en clave del próximo trabajo encomendado, que consistía en organizar y ejecutar, bajo su supervisión directa, ataques devastadores a intereses norteamericanos en Ryad y en Dakar. Sus deseos y ansiedades se debatían en tres frentes: Tomar esta encomienda, lo cual suponía dos meses de labores de inteligencia y dos semanas más de jornadas intensas; o viajar a Roma para conocer al intrigante y misterioso amigo de su abuelo; o ponerse en camino hacia el País Vasco para visitar a su hijo Ahmed y pasar con él las vacaciones del verano escolar. Respiró profundamente la brisa salobre del Estrecho de Gibraltar y tomó su decisión con prudencia, con la mente y con el corazón.

También con prudencia, con la mente y con el corazón, un sacerdote jesuita ponía a prueba su fe en Venezuela, analizando la profunda distancia que había entre los actos y los preceptos de la iglesia a la cual había ofrecido su vida. La realidad le escupía en el rostro cada vez que celebraba una eucaristía con motivo de la Primera Comunión en una comunidad de millonarios, mientras la gran mayoría de la población pasaba hambre, perdía la fe y se alejaba paulatinamente de una iglesia cada vez más comprometida con el poder económico y político y cada vez menos solidaria con el mensaje original de Jesús para los pobres del mundo y de toda la América Latina. En sus últimos años de seminarista fue testigo del último cisma de la Iglesia Católica de Roma, con la instauración en el sub continente americano de la Iglesia Episcopalística, con santa sede en la Universidad Javeriana de Bogotá, ex pontificia y ahora episcopal, cuyo fundamento filosófico, La Teología de la Liberación, le atraía cada día más.

Les administró la comunión a las alumnas del quinto grado de primaria del Colegio Altamira de Maracaibo, la institución educativa religiosa para niñas del más rancio abolengo clasista dominante. La pompa y el boato que rodearon al más antiguo rito de fe de la Iglesia Católica trascendieron al acto litúrgico: Todas las áreas internas de la Basílica de la Chiquinquirá estaban literalmente atestadas con miles de aromáticas rosas blancas, azucenas perfumantes y girasoles encendidos. Los vestidos de las niñas estaban elaborados con telas importadas y diseñados por exclusivas casas de moda o por diseñadores que usualmente trabajaban para la Organización Miss Venezuela en la ciudad. Y los desayunos, posteriores a la misa, se celebrarían en exclusivos restaurantes o en los salones de recepción de cualquiera de los hoteles 5 estrellas de la opulenta capital petrolera de Suramérica. Todos, menos el de la niña Figarullo, cuyo padre, el acaudalado dueño de OK TV y de varias emisoras radiales, tenía alquilado un jet comercial para llevar a su hija y a sus invitados a un fin de semana en la turística Isla de Margarita, a mil trescientos kilómetros de Maracaibo, con todos los gastos pagados por él para el traslado y estadía de los cuarenta invitados y su familia.

Juan del Rey no podía soportar ni un día más la hipocresía social sobre la que la Iglesia Católica Apostólica y Romana sostenía el inestable entarimado de la fe de sus creyentes y por eso, con prudencia, con la mente y con el corazón respiró profundamente la brisa caliente y petrolera de la segunda ciudad de Venezuela y tomó ese día la decisión más importante de su vida: Colgó los hábitos. Argumentó su decisión en una extensa misiva dirigida al padre Arrupe, superior de la Compañía de Jesús en Venezuela y se la hizo llegar en un sobre cerrado a través de la valija privada del Arzobispado de Maracaibo. No esperó por la respuesta ni procuró le enviasen sus pertenencias de la habitación que la organización jesuítica le tenía destinada en el Centro Gumilla, en Caracas. Así como estaba y con lo que tenía en los bolsillos se fue de Maracaibo con rumbo desconocido.

K’bar pasó dos semanas de vacaciones con su hijo Ahmed en los pirineos occidentales del País Vasco, cerca del embalse de Yesa en el valle de Ansó, en la cómoda y espaciosa cabaña de piedra y roble que le construyeran como regalo de cumpleaños sus amigos del asentamiento Arretxe. Fueron catorce días maravillosos e inolvidables, durante los cuales olvidaron su peligrosísima actividad y se dedicó a ser padre a tiempo completo y en cuerpo presente, porque hacía meses que solamente contactaba al inquieto Ahmed a través de su video teléfono GSP todos los días. Cuando llegó, Ahmed le esperaba ansioso e intranquilo desde el día anterior. Vidal Fernández y su esposa Josefina, la pareja de amigos que se habían encargado del muchacho después de la muerte de Mai, un par de años atrás, lo habían traído desde Pamplona donde vivían. Arribaron a la ladera Sur del monte Esca, dejaron estacionado el viejo De Soto de Vidal en el espacioso aparcadero turístico que está en un recodo del río y se repartieron entre los tres el bastimento para cargarlo a la espalda durante el ascenso a la cabaña, a través del camino abierto en la tupida montaña, en una jornada vigorizante que duraría más de dos horas.

K’bar llegó al día siguiente por otra vía, acompañado como siempre por el activista vasco Aytor Ezquerra y su esposa Cao Cao, la media hermana de Mai Lyn, quien inicialmente se había encargado del cuidado y la educación del muchacho, luego del asesinato de su madre. Los tres llegaron del coto de caza de la cabaña a las cinco de la tarde, con un hermoso venado macho de doce puntas cobrado a la montaña por la siempre certera puntería de Aytor con la ballesta. La algarabía y los gritos del muchacho retumbaron hasta Francia cuando divisó a su padre en el grupo que se acercaba por la ladera Noroccidental. Ni Vidal ni Josefina pudieron contenerle y saltó como un gamo hacia el empedrado del camino que serpentea desde la cabaña hacia el bosque aledaño. Padre e hijo se abrazaron intensamente en la montaña y sus lágrimas de alegría se mezclaron con las gotas de la garúa que comenzó a caer. Los cinco adultos y el niño se protegieron de la llovizna en el poyo para las bestias, a escasos metros de la casa rústica y no pararon de darse saludos, abrazos y palmadas hasta que Josefina les alertó.

.- ¡Josú! ¡Que se me pasa la fabada que os estoy preparando! ¡Ea! ¡Adentro todos!

Durante aquellas dos semanas, K’bar salió de caza, de pesca y de merienda campestre con su hijo y sus amigos y hasta iniciaron entre todos la construcción de un ahumadero para las carnes de cacería. Las tardes húmedas y frías se aclimataron con jamón serrano, pan casero, queso de cabra montés y vino tinto del Cantábrico y con acaloradas y apasionadas discusiones de política internacional entre los hombres, debates que inevitablemente terminaban en risotadas y chistes, cuando el simpatiquísimo Vidal intervenía para aflojar las tensiones o para cerrar el capítulo de algún tema particularmente irritante para alguno de los presentes. Durante las noches, después que lograban que Ahmed conciliara el sueño y se fuera a dormir a su habitación preferida, en la buhardilla, los hombres desempolvaban las pipas y las copas para el coñac no sólo recibían los caldos del Felipe II español, sino que rebotaban en sus finísimos cristales las luces crepitantes de la chimenea de cuatro bocas ubicada al centro de la cabaña.

El día final de esas breves vacaciones amaneció lluvioso y frío. El ahumadero estaba listo y a un lado del poyo para las bestias también estaba construida una parrillera con chimenea de ladrillos y un apilador para la leña seca, pero la construcción más sólida e importante la erigieron en sus corazones, edificándole más pisos al rascacielos de la amistad. Aytor y Vidal, que en un pasado no tan remoto tuvieron cierto distanciamiento, abandonaron esta vez sus posiciones a ultranza y así, el integrista y el etarra disolvieron los escozores del pasado y cada uno dio un paso al frente, cediendo y conviniendo para darle prioridad a la amistad por encima de las diferencias. Vidal y K’bar consolidaron sus lazos de lealtad y confianza mutua, de modo que ratificaron el compromiso moral de vigilar la educación del pequeño Ahmed y de protegerle en su ausencia. Aytor y el marroquí profundizaron respaldos recíprocos y conversaron largamente sobre el abuelo de K’bar y el amigo de éste.

.- Voy a averiguar. Por lo pronto no te podría emitir opinión porque desconozco quién es ni cuál tipo de ascendente pueda tener en la ETA o en Batasuna.

.- Te agradeceré todo lo que puedas averiguar. Y cambiando de tema ¿Para cuándo van a dejar, Cao Cao y tú, el compromiso de darme un sobrino?

.- No lo sé, amigo mío. Pero no puedo ocultarte que la muerte de Mai Lyn afectó terriblemente a Cao Cao. Sé que fisiológicamente no se cuida y que hace meses debería estar embarazada, lo cual me hace concluir que el shock que le produjo identificar el cadáver de Mai en la morgue de Phnom Penh, la ha bloqueado para concebir. Ya veremos… ya veremos.

.- ¿Vigilarás a Ahmed como siempre?

.- Sabes que la pregunta ofende, pero te la disculpo porque sé que la haces con el corazón en la mano. Si te hace falta escuchar lo que ya sabes, te lo diré de nuevo para tu tranquilidad: Nada ni nadie se le podrá acercar mientras esté en el País Vasco, sea en España o en Francia. Además, Vidal lo cuida como si fuera su hijo y Josefina es una leona con él, de modo que ya podrías estar suficientemente tranquilo. Eso sí, preocúpate en llamarle todos los días. Cuando no lo has hecho, el muchacho se deprime y pasa la noche llorando. No te lo digo para inculparte, sino para que sepas qué le sucede cuando no has podido contactarle. Creo que deberías hablar con él. Decirle que habrá días que no sabrá de ti, pero que también habrá más días como éstos. El chico es inteligente y sabrá que compensarás tus ausencias con períodos de absoluta felicidad, como la de estos días.

.- Si, tienes razón. Hablaré con él de lo que me propones y haré lo imposible por llamarle y contactarle diariamente, aunque eso signifique violentar la seguridad de cualquier misión.

.- ¿Y cómo te enteraste del italiano?

K’bar le contó apretadamente la historia mientras preparaban los morrales para el retorno. Josefina y Cao Cao parloteaban en francés alrededor de la cocina, pero Ahmed no se separaba de su padre. Tomados de la mano, padre e hijo caminaron por las veredas adyacentes a la cabaña, supervisaron en compañía de Vidal la parrillera con el apiladero de leña seca y le dieron un último vistazo al ahumadero.

.- ¿Te vas muy lejos, papá?

.- Si, hijo mío. Pero te llamaré y nos veremos por el teléfono todos los días, a tus nueve de la noche.

.- Si, ya lo se, pero no es igual a tenerte aquí.

.- Pronto, pronto hijo mío, estaremos juntos y para siempre. Lo prometo.

.- Pero mientras tanto ¿Por qué no puedo vivir con tío Aytor y tía Cao?

.- No puedes, hijo. Ellos no pueden estar pendientes de ti diariamente y han convenido conmigo y con Vidal que tú te mereces una atención especial. Para eso están Vidal y Josefina ¿No te gusta vivir con ellos

.- Si, pero…

.- ¿Hay algún problema con ellos?

.- No es que...

.- Vamos, dime lo que piensas. Sabes que puedes conversar conmigo como con un amigo.

.- Bueno…

.- ¿Entonces?

.- Es que yo me siento mejor con tía Cao, porque ella se parece mucho a mamá, habla igual que mamá, así suavecito casi en voz baja y me trata como lo hacía ella.

Una lágrima se asomó en los ojos del niño al evocar a su madre. K’bar lo abrazó para llorar con él, mientras que las dos parejas de amigos comentaban entre sí aquella escena desgarradora.

.- Yo no los puedo ver así. Decía con voz entrecortada y con lágrimas en los ojos la robusta Josefina.

.- No sé qué pensar ¿Para qué se reúne con el muchacho tan pocas veces al año, si cuando se va lo deja con el corazón destrozado?

.- Es su padre, Vidal -le respondió Aytor- Aunque no lo creas, al muchacho le hace bien tener contactos con su padre, así sean esporádicos.

.- Y tú ¿Qué opinas? - le preguntó Josefina a Cao Cao.

La camboyana no respondió. Se internó en su silencio milenario para evitar polémicas, pero en su corazón la tormenta se había desatado. Cada vez que tenía cerca de Ahmed con sus ojos rasgados y su cara tan triste recordaba vívidamente a su hermana. Cuando se sumía en aquellos silencios, Cao Cao viajaba hacia el pasado. Un pasado lleno de miserias y de prostitución infantil a manos de los explotadores de su pueblo, camboyanos y extranjeros. ¡Cuántas veces su hermanastra y ella fueron alquiladas a soldados y a burócratas gubernamentales de cuarta línea por quienes estaban encargados de velar por su seguridad, después de la muerte de sus padres! Por eso y por miles de razones más, cuando pudieron escaparse del orfanato, ambas hermanas se incorporaron al Khmer Rouge de Pol Pot, para hacer de toda indochina, Vietnam incluido, una región libre de dominios extranjeros. Cao Cao conoció al vasco Aytor en Marruecos a través de Mai Lyn y de K’bar, el día que estrenaron la casa que compraron en Tánger. El enamoramiento mutuo fue inmediato y fulminante y cambió el rumbo de su vida y de su activismo político del mismo modo que le había cambiado a su hermana cuando se enamoró de K’bar.

Aytor y Cao Cao acompañaron a K’bar durante el descenso de la montaña hasta Zaragoza, donde el trío se separó: El vasco con su mujer camboyana tomaron hacia Barcelona y de allí a Francia, mientras que el marroquí se dirigió a Madrid para encontrarse con el reclutador sudanés en la Fuente de Las Cibeles, sobre la Calle de Alcalá, a menos de tres cuadras de la Real Academia de Bellas Artes. Le esperaría en la acera frente al Banco de España y solazaría su vista con las abundosas nalgas de aquellas mujeres, aunque de mármol, sugerentes y voluptuosas. Divisó la sombra de Abú Hamid ben-Koufra y luego su figura obesa y basculante, acopio de todas las gorduras y colección ambulante de todos los colesteroles. Aunque la tarde estaba refrescada con una brisa suave y la sombra gentil de los generosos árboles sombreaba toda la vereda, el reclutador sudanés venía sudoroso y cargado de confetis y dulces. Se sentó aparatosamente sobre el banco de concreto adjunto al de K’bar y desplegó la caja de los dulces a su lado. Mirando hacia el centro de la plaza y sonriendo levemente con las travesuras de los niños, le habló a K’bar sin dirigirle la mirada:

.- Al principio pensé que no habías recibido mi mensaje, pero cuando lo confirmé con el mensajero y con tu banco, me preocupé. ¿Dónde has estado? ¿Por qué apagaste el teléfono?

.- No tienes por qué saber dónde estaba. Sabes que para cada misión necesito de al menos, dos semanas para planificarla. Ahora estoy aquí. Justo a tiempo, como siempre.

.- Hmmm… No sé si ‘justo-a-tiempo’ sea una expresión que se corresponda con la realidad. Tengo un árabe fundamentalista furioso hace 7 días, porque hace dos semanas se te pagó lo acordado para honorarios y equipamiento, y hace 170 horas debías tener listo un plan de acción y hace 15 minutos debiste descender del vuelo 714 de Air France en el aeropuerto internacional de Dakar. Así pues que ‘justo-a-tiempo’ no es una frase que represente fielmente lo que está sucediendo.

.- Eso no me preocupa ni debería preocuparte a ti, ni a tu cliente saudí. El proyecto está en proceso. El trabajo se hará con nitidez, limpieza y eficiencia y como siempre, el cómo, el con quién y el cuándo, me los reservo.

.- No sé cómo lo harás, K’bar querido. No lo sé y te confieso que tampoco me preocupa porque ya a estas horas «nuestro» cliente sabe de ti. Y no pongas esa cara que imagino estás poniendo. ¿Qué querías? Tuve que venderte como mercancía y darle al enviado de bin-Faden todos tus datos… O me convertía en deudor solidario y principal pagador de los dineros que se invirtieron en ti para esta misión. Ya sabes cómo es este negocio: Te pierdes y te venden… Yo en tu lugar haría todo lo posible para que el trabajo se ejecute a la perfección.

Y dicho esto, el voluminoso sudanés se levantó para compartir algunos granos de arroz con las palomas que tachonan los alrededores de la plaza. K’bar quedó en el sitio, literalmente petrificado porque toda su data, sus referencias de misiones anteriores, sus participaciones en actos terroristas del pasado, toda, absolutamente toda su historia estaba, de acuerdo a lo que le acababa de decir el reclutador sudanés, en manos de un fundamentalista árabe que apoya abiertamente el ala más agresiva del islamismo político: el Talibán afgano. El contratante tenía en sus manos, gracias a la traición de Abú Hamid ben-Koufra, toda la información confidencial que manejaba en exclusiva y como secreto sumarial aquel reclutador, así que de existir alguna falla o algún error que atrasase, impidiese o revelase la ejecución de la encomienda o su financista, él y los suyos lo pagarían con su vida. Mientras K’bar le veía lanzar granos de arroz a las palomas y caminar lentamente por la plaza en dirección al Paseo de Los Recoletos, tomó su video teléfono satelital y llamó a su hijo. Le contestó Josefina y casi de inmediato, escuchó la voz jadeante de Ahmed.

.- Papá… ¡Holaaaaa! ¿Ya llegaste a donde ibas?

.- Hola hijo ¿Cómo llegaron ustedes?

.- Bien. Esta mañana fui al cole y te tengo una sorpresa.

.- A ver. Cuéntame.

.- Los chicos me han aceptado en el equipo de fútbol y también en el equipo de excursionismo, porque les conté, a ellos y al profe de Educación Física, todo lo que hicimos en las montañas, y también que…

K’bar le dejó hablar todo lo que él quiso. Oírle y verle por el videoteléfono, aunque sin prestarle mucha atención, le tranquilizaba y para cuando el fogoso chiquillo se puso repetitivo con sus historias, le cortó suavemente:

.- Hijo… Si, lo sé. Ya eso me lo has contado tres veces. Por favor, dale el video teléfono a Josefina No, claro que voy a hablar contigo después. Anda, pásale el teléfono a Josefina.

.- Si, ¿K’bar? Acá estoy.

.- José… ¿Vidal está en casa? No, por nada en particular, pero abran bien los ojos y estén en contacto con los amigos de Aytor allá en Pamplona. ¿Qué te puedo decir? Querida, nada que puedas solucionar. Sólo extremen las medidas de seguridad con ustedes y con Ahmed. Tranquila, es sólo precaución. Pásale el teléfono a Ahmed para despedirme de él por hoy.

.- Hijo, pórtate bien y obedece siempre a Vidal y a Josefina ¿Si? Recuerda tus oraciones de todos los días y tus lecturas del Corán.

.- Descuida, papá. Así lo haré.

Y como siempre, se despidieron pronunciando simultáneamente ‘Aselam aleikum, metulem, metulem’.

A la mañana siguiente, K’bar se dedicó a planificar mentalmente su próxima misión en Dakar y nada mejor que hacerlo con una vigorosa caminata por Madrid. En las calles del centro se suceden, puerta con puerta, los escaparates de cordelerías y los de teléfonos móviles, las tiendas de ultramarinos de todo tipo y los bares nocturnos para homosexuales, las tabernas de berberechos y vermú y los antros como túneles que despiden al abrirse sus puertas, huracanes de heavy-metal.

El centro de Madrid suele presentarse como una selva hedionda de prostitutas y yonquis, una ruina degradada en la que habitan todos los fantasmas urbanos del miedo, igual que en los espacios en blanco de los mapas antiguos, donde se dibujan monstruos que representan lo desconocido. En el centro de Madrid se mueve una oceanografía de ires y venires, de corrientes sutiles y otras más poderosas, que mueven sus marejadas entre las dos plazas seleccionadas por K’bar para caminar en este día: La de Chueca y la de Lavapiés, que las cruza diagonalmente La Gran Vía y La Puerta del Sol, en un trazado urbano propio que obedece en su flujo la densa inercia de las vidas trashumantes que marchan a contrapelo de las decisiones de los planificadores urbanos. K’bar comenzó la caminata en la Plaza de Chueca con un aire atareado de artesanía y de pequeño comercio que casi se borra bajo el pandemónium de los camiones y las furgonetas de carga y el atasco sempiterno del tráfico madrileño. Como sucede en Roma o en Lisboa, el tráfico vehicular en Madrid es uno de los aspectos que las autoridades parecen haber abandonado a su antilógica de degradación y colapso. De pronto, una calle estrecha o un callejón oscuro se descubren ante un K’bar inusualmente distendido y turístico, en una vía libre de tráfico y entonces es posible disfrutar de un silencio breve donde se pueden escuchar los pasos de alguien en la acera o la música del afilador.

En la esquina de la calle Augusto Figueroa con la Plaza de La Chueca, K’bar se tropieza con un lamentable grupo de ‘yonquis’ que esperan nada y toman el sol y que al ver a K’bar acercársele buscan rutinariamente sus carnés de identificación al confundir al marroquí con un policía vestido de civil. A un lado de la esquina, Sandra vende sus periódicos y charla animadamente con las vecinas, un grupo de señoras mayores que se interesan por su salud o por la marcha de su negocio y que conversan con ella de igual a igual sin que parezca importarles su pasado masculino.

Para K’bar, el centro de Madrid ha sido siempre una ciudad dentro de la ciudad, como las medinas de su Marrakech de la infancia: una intraciudad con una corriente humana más cálida y de colorido más intenso en el océano de calles y de vidas. Por encima de los tejados rojos de esta parte de la ciudad predomina el edificio de La Telefónica, como el alminar de La Kotoubia del lejano Marrakech. A media mañana, se detuvo en una cafetería de la Calle Montera, una cafetería como cualquiera de las otras similares, a no ser por lo exótico de su nombre: ‘Iowa’. Desde la mesa 5, K’bar se abandona al ocio momentáneo, como los jubilados y las viudas que en los salones de juego próximos arruinan poco a poco, moneda a moneda, la miserable pensión que les da el Estado español, en medio de un ruido funeral y en una atmósfera saturada de angustias y tabaco. En la acera, entre cafeterías, sex shops, estudios fotográficos y salones de tragaperras, deambulan o permanecen hieráticas e inmóviles las prostitutas de edad junto con otras más jóvenes desdentadas y adictas a la heroína. En esta calle K’bar presenció el espectáculo de una masculinidad antigua y en ruinas, exequias venéreas de un erotismo visual y de postguerra ejercido por algunos vejestorios locales, casi tan propios al paisaje local como el gris de polución que se aferra a la arquitectura de entorno . Por esta calle baja una población masculina vestida generalmente con ropas bastas y de colores oscuros, con cierto aroma de pueblo, con piernas arqueadas por la osteoporosis ignorada, caras prematuramente rugosas, ralas y duras, chaquetas de mangas remendadas en los codos, manos enterradas innecesariamente en los bolsillos, vista perdida en los adoquines de la calzada y cigarro en la boca amarilleando dientes y bigotes.

Para K’bar, el centro del centro de Madrid resultó ser un lugar peatonal y destartalado, con una presencia populosa de hombres solos, como en una plaza magrebí, porque la mayoría de estos marchantes resultaron ser paisanos suyos o argelinos, o españoles de cierta edad, adictos al ocio permanente y a la charla y el efecto visual y sonoro. A pesar del tráfico, es el ambiente de una plaza de pueblo, en el que se presenta un contrapunto de ritmos entre los que pasan rápido y quienes no se mueven, entre el dinamismo agresivo o clandestino de quienes desarrollan una tarea legal o ilegal y la indolencia de los que sólo están allí para tomar el sol, charlar o ver pasar a los demás. Le sorprendió a K’bar hallar en La Puerta del Sol policías a caballo, mujeres solas y locas que dan de comer a las palomas, gandules de todas las edades y carteristas de la pudorosa escuela antigua, de esos que viven en pensiones hogareñas y limpias, los mismos que lamentan con melancolía la pérdida de los buenos modales en el hampa local por culpa de negros, gitanos y latinos. Aquella era la misma Puerta del Sol de la que tuvo noticias K’bar cuando en un pasado reciente fue invadida por miles de ovejas, cuyos dueños y pastores reclamaban el uso de antiguas cañadas rurales que dieron origen al trazado de las avenidas actuales. Entre el escándalo de los balidos, los pastores se comunicaban entre sí con teléfonos celulares y cuando los rebaños abandonaron el lugar, el olor caliente de los respiraderos del metro, el olor más urbano de Madrid, desapareció bajo el intenso tufo del estiércol.

Más allá de La Puerta del Sol, entre Carretas y Espoz y Mina, K’bar se dejó llevar por el torrente de pasos que navega entre dos rías y un delta de calles entrecruzadas y borrosas, con bodegones de escaparate, de casas de comida y portales de pensiones. Más adelante, en la esquina de las calles Barcelona y Cádiz, K’bar se encuentra de improviso con una tienda de ultramarinos que regocija la mirada: Ultramarinos Sagu, antigua Casa Santiso, fundada en 1845. En sus escaparates se percibe una sobria maestría como un arte muy bien cultivado en Madrid: El arte de disponer armónicamente ante el público la nobleza de los alimentos más comunes y corrientes, como las pilas de latas de sardinas y atún en aceite de oliva, los cestos de mimbre o de esparto con montones diferenciados de diminutas alubias blancas, lentejas limpias y nítidas, de garbanzos generosos y justo al lado, pequeños sacos abiertos con especias y con rozagantes y aromáticos pimentones rojiverdes.

De la Plaza de Benavente a la de Tirso de Molina, K’bar percibe que la gran ciudad muestra su veta de barrio popular. En la Calle Doctor Cortezo empieza a ver en los cristales de los bares las creaciones de artistas anónimos que delimitan la estética kirsch de un Madrid escondido. Hacia el Sur, por los barrios de Atocha, del Rastro, de Embajadores y de Lavapiés, los cristales de los bares son una exposición de pintura alimenticia y rótulos fantasiosos de bodegones humildes que oscilan entre el realismo y la conceptualidad jeroglífica de una meta-mensaje muy particular y humorística.

Mesón de Paredes, que es una calle orientada al Sur, suele tener por las mañanas un contraluz húmedo y dorado, una agitación de vida a pie y de mercado de pulgas y según se baja por Mesón de Paredes, se advierte una nueva mutación en la ciudad, porque las pollerías, los bares, las tiendas de tejidos y las mercerías de siempre se están transformando en comercios de bisutería y de electrónica barata. Por esta calle de Mesón de Paredes, rías abajo, la presencia de familiares rostros magrebíes y otros senegaleses y también de hindúes y chinos se vuelve tan asidua y común como las tiendas de baratijas. No hay dudas para K’bar: Madrid es un reducto de Taiwán o de Ceuta, un Hong Kong de artesanía miserable y de la electrónica más desactualizada, donde se puede oír un empalagoso parlamento árabe en la puerta de una carnicería para musulmanes, junto con los acordes dulzones de la música hindú y olores de especias y sándalo; puede verse una fachada entera pintada con los colores de alguna bandera africana y entre las vecinas rotundas e ibéricas vestidas con abrigos oscuros, surge la aparición espléndida de una mulata con calzado plástico, con túnica de colores brillantes, con un tocado azul cobalto y un andar voluptuoso que es ahora tan madrileño como su seseo al hablar y su fanatismo al Real Madrid.

Por los zaguanes viejos de Lavapiés, K’bar se asoma a corredores misteriosos, a patios lóbregos de casas vecinales en los que se sospecha una pobreza circunscrita a viviendas sin cuarto de baño, de ancianos solos y náufragos que pagan alquileres ínfimos mientras la humedad les corroe las paredes y la artritis. Pero el centro de Madrid se le planta en las narices a K’bar como una plazoleta gigantesca repleta de viejos que cobran pensiones escasas y miserables y que acaban por no salir de sus casas y se quedan hipnotizados por el parpadeo azulado de la TV, vestidos con las mortajas prematuras de sus batas de baño, esperando la muerte con la misma paciencia con la que aguardan sus caseros a que las viviendas vayan vaciándose de viejos para rehabilitarlas o declararlas en ruina.

En la Plaza de Lavapiés concluye K’bar la caminata que inició en la Plaza de Chueca. Lavapiés resultó ser una plaza más recogida y menos sedentaria y no es frecuente ver travestidos allí, pero también tiene un quiosco, una estación del metro, alguna droguería y papelería, uno que otro taller de electricidad destartalado lleno de artefactos viejos que ya nadie irá a retirar, y también un establecimiento de bebidas tan antiguo como la taberna de Ángel Sierra de la Plaza de Chueca.

K’bar entró en el Café Barbieri, en la esquina de la Calle Avemaría de la Plaza. Allí, donde vivieron personajes tan calés como doña Lupe ‘la de los pavos’, su sobrino Máximo Rubín y ‘la arrebatadora’ Fortunata. Allí K’bar pudo descansar, recostándose en un diván delante de un velador de mármol para sorber de una generosa jarra de cobre un refrescante té verde. La noche, tan bulliciosa y poblada como el día, se repobló con el relevo de los habitantes noctámbulos, con los turistas, con los yonquis, las prostitutas y los transformistas que se mezclan como en una resaca con grupos compactos, oscuros y ojerosos de jóvenes que comparten entre sí una jeringuilla, un cigarro de marihuana o un porrón de vino barato con la solidaridad y el escándalo musical propios.

Mientras K’bar continuaba meditando sobre los acontecimientos en que se veía envuelto, la prolongada tarde veraniega de Madrid, con su soledad de temporada vacacional, se internaba hacia la media noche. Recobrado el aliento, tomó por la Calle Zurita hacia el Norte, por la Calle San Eugenio para desembocar a pie en la Calle de Atocha y de allí al Paseo del Prado, la Plaza Cánovas del Castillo y la Plaza de Las Cibeles. Durante esta otra caminata de retorno se preguntaba cómo le estaría yendo a su amigo Aytor en Dakar. Si su cuñada Cao Cao habría conseguido la camioneta tipo VAN y si la dinamita, los detonadores y el armamento ya estarían en manos de sus lugartenientes.

La luz semi ambarina de la tarde nocturnal había bañado de dorados a Las Cibeles de la Plaza así como a las bruñidas y pesadas puertas de bronce del Banco de España. De allí se dirigió hacia su hotel, en la Calle de Las Infantas, a dos cuadras de La Gran Vía con su espléndida extensión literalmente tachonada de tiendas y tascas y una actividad permanente las 24 horas. Iba por el pasillo del tercer piso, hacia la habitación 318 cuando en su video teléfono comenzó a titilar la luz verde que corresponde a la entrada de audio exclusivamente. Era una llamada de Aytor Eskerra, desde la capital de Senegal, en la península del Cabo Verde que se introduce en las aguas del océano Atlántico. Conversaron en euskera de la mafarrosa garala y en algunos pasajes del diálogo, en tifinagh, la lengua tuareg de los imohag del Sahara.

.- ¿Cómo está el proyecto?

.- Bien. Todo bajo control. Lo que planificamos en la montaña se está ejecutando ¿Cuándo te integras?

.- No por ahora. Probablemente en 72 horas.

.- ¿Qué hacemos, mientras tanto?

.- Esperen a que llegue. ¿Tienen todos los ingredientes para la fiesta?

.- Si, todo lo que pediste. Hasta el transporte y en 15 minutos me contacto con el que me suministrará los juguetes.

.- Te informo que estamos solos. El sudanés nos vendió al contratante, así que tendremos que diseñar y desarrollar un Plan B para la retirada, porque a partir de ahora no podemos contar con su cobertura ni con el repliegue a sus casas de engorde.

.- ¡Mierda! ¿Cómo te enteraste?

.- No lo creerás, pero fue él mismo quien me lo dijo.

.- ¡Qué bastardo! ¿Lo dejaste vivo?

.- Tranquilo hermano. Pronto llegará la oportunidad de pagarle con la misma moneda. Sin embargo, le pedí a Vidal extreme la protección a tu sobrino y que contacte para ello a tu gente en Pamplona.

.- Hiciste bien. Por mi parte, voy a activar un anillo de protección adicional para el muchacho. Hazme saber tu itinerario.

.- Ya lo tendrás. Tal vez yo mismo te lo entregaré en persona.

.- ¡Ja ja ja! Tu cinismo no cambia. Para cuando llegues todo estará a punto.

El vuelo de K`bar desde Frankfurt en primera clase fue, como todos los de Air France, con bar abierto desde el despegue. Champagne Dom Perignon que se sirvió a los pasajeros premier como si fuera agua y una carta de opciones para la comida digna de la nouvelle cusine del Maxim’s.

El Concorde II despegó del aeropuerto Internacional Simón Bolívar de Venezuela, hizo una escala técnica en el aeropuerto La Guardia en New York y desde allí dio el gran salto para cruzar el Atlántico en dos horas y media. En la sección premier iban, cómodamente instalados y atendidos personalmente por el chef de abordo, don Pablo Alberto Juan Figarullo, su amante y la secretaria de ambos, Gloria Chang. Era un viaje de negocios, combinado con el placer que le producía a don Pablo viajar con su amante y la novia de ésta, un placer tan embriagante como conducir autos deportivos a velocidades vertiginosas, tener motos de potente cilindrada o adquirir tecnología comunicacional de punta para sus canales de televisión y emisoras de radio. Después de sortear los estrictos controles antidrogas y de inmigración de las autoridades germanas, fueron recibidos en el aeropuerto internacional de Frankfurt por Harold Weinherrbrecht, gerente internacional de ventas de la prestigiosa empresas de ascensores y elevadores Schlumberger, junto a su atractiva asistente, Christine Hort. Mientras el chofer de herr Weinherrbrecht retiraba las maletas para llevarlas a la limusina, el grupo se dirigió a uno de los tantos restaurantes diseminados en los cinco niveles del mega aeropuerto alemán. Harold y Christine habían reservado una mesa para cuatro en el Karpat, un restaurant de comida típica bávara, ubicado en los accesos laterales del andén donde Lufthansa tiene sus oficinas y aunque eran cinco los comensales, no tuvieron inconveniente en conseguir y adosar una silla adicional, pues justo en la mesa más próxima, un solitario magrebí accedió a compartir una de las sillas de su mesa con los recién llegados.

A los pocos minutos los altavoces anunciaron a los pasajeros la salida del vuelo 714 de Air France con destino a Dakar, con escala en el aeropuerto de Orly en París. K’bar pidió la cuenta, canceló con una propina normal y al pasar junto a la mesa de los recién llegados tropezó involuntariamente con uno de los comensales. Pidió excusas en un inglés con acento árabe y don Pablo le respondió, igualmente cortés, con un inglés tan terrible como el del marroquí, con un extraño acento medio italiano, medio español. A pesar de la apurada cortesía, cuando ambos se miraron a los ojos a menos de 50 centímetros, percibieron en el otro un algo extraño, poderoso y trascendente, como cuando a una persona le parece que alguien le resulta conocido. Mientras a don Pablo aquel extraño se le antojaba un empresario petrolero del medio oriente, a K’bar le pareció que aquel europeo alto y pelirrojo, que no podría ser irlandés por su terrible manejo del idioma inglés, de seguro se trataba de un banquero o un comerciante de esos que acostumbran explotar al máximo a sus obreros. Una estela de preocupación inexplicable quedó en el ánimo de los dos desconocidos y mientras el marroquí se perdía entre el tumulto de pasajeros que van y vienen, la amante de don Pablo percibió que algo había turbado al promotor por el brillo de sus ojos y acurrucándose en su regazo lo sondeó con delicadeza, incrementando aún más el ronroneo de su voz y en español para deslindar a la pareja de alemanes:

.- Cielo... ¿Te puedo preguntar qué te turba en este instante?

Don Pablo continuó en silencio viendo hacia donde se había perdido de vista el extraño de la mesa contigua que lo tropezó al partir.

.- Cielo... ¿Qué sucede?

Don Pablo se reincorporó al grupo sin responderle a su amante. Con una sonrisa forzada y una arruga más pronunciada en la frente le pidió a su secretaria una carpeta y sin más preámbulos, entró de lleno en la negociación con los alemanes, a quienes les agradaba ver cómo este latinoamericano se comportaba en los negocios como otro europeo más, soslayando las dificultades y molestias y manteniendo el control. Para ellos fue evidente que algo había turbado a su dificilísimo cliente. Herr Weinherrbrecht pensó que aquella cortesía plástica que ambos se profesaron escondía un motivo oculto.

Para Christine, más conocedora que su jefe del comportamiento de los hombres latinos y de la cultura suramericana, aquello no fue más que el encuentro de dos personalidades poderosas, una manifestación del dominio de manadas que ambos padrotes con exceso de testosterona exudaron en ese instante. Un enfrentamiento sutil pero poderoso entre dos machos dominantes que le recordó sus años juveniles por Suramérica, especialmente su estadía en la selva amazónica del Perú, cuando su rostro de melocotón, sus ojos grises y su larga cabellera rubia desató una sórdida lucha brutal entre un guía indígena del que se enamoró perdidamente y un hermoso curandero de la selva, que aunque bello y altivo, no la supo seducir como el gentil y suave guía. La de hoy fue la misma situación que vivió cuando llegó con su guía al asentamiento indígena del Amazonas y fueron recibidos en el shabono central por el gigantesco y fornido curandero. De inmediato y en silencio hubo una guerra entre los dos. Una guerra de símbolos, actitudes y conductas que se manifestaron durante todo el día, con miradas silenciosas y gestos inadvertibles y que si bien no se ejecutó físicamente en el instante de la llegada, sucedió tres días después, cuando Christine descubrió a orillas del río Napo, afluente del Amazonas, el cadáver descuartizado de su guía, con cada parte de su cuerpo clavada en un árbol distinto, con símbolos de maldición pintados sobre la piel con tinta vegetal. Si, Christine conocía muy bien la significación y las consecuencias de aquel choque de adrenalina y por supuesto que conocía muy bien, no sólo el español, también el quechua y cinco lenguas y dialectos indígenas más. También conocía la razón del ronroneo en la voz de la amante de su cliente. Era el arrullo de la pantera en celo cuando se acerca al macho para ser poseída sin que peligre su vida.

Pero para don Pablo, la presencia de aquel marroquí justo en la mesa contigua no era un asunto casual. El no creía en casualidades sino en causalidades. Su olfato de negociador, cultivado con los años y aderezado con sus estrechos contactos con el mundo de las guerrillas urbanas en Suramérica le transmitió señales peligrosísimas de ese hombre. En su rostro pudo percibir el rictus que la muerte deja en el asesino asalariado. Algo así como una cierta imposibilidad de sonreír abiertamente. Como si desde el espíritu se le hubiese borrado la capacidad de ser feliz y tan sólo le quedara una mirada encajada y dos ojos inquietos que todo lo miden, que todo lo observan. Don Pablo advirtió en aquellos inquietos ojos al hombre que siempre está pendiente del más mínimo detalle de lo que le rodea. Al mercenario que mide constantemente distancias, opciones y salidas. Al terrorista escondido tras la apariencia común, corriente e inofensiva de un individuo de la clase media. Sumó esas actitudes y comportamientos al hecho de que aquel extraño estaba sentado contra la pared, flanqueado por un muro y sin nada que obstruyera una eventual escapatoria por el lado opuesto a su mesa. Sin embargo, decidió cruzarse con él para salir. De inmediato, como acto reflejo, llevó su mano derecha al bolsillo de su gabardina de piel de napa. Respiró tranquilo. Allí estaba su pasaporte, su cartera y el bulto del sobre con los travelers chek. Entonces ¿Por qué aquel extraño prefirió salir hacia el pasillo de los andenes por el lado más incómodo, por el de las mesas? Si no fue para robarle la cartera y sus pertenencias ¿Para qué forzar una situación de encuentro entre extraños? Esas y otra media docena más de preguntas sin respuestas se hacía mentalmente don Pablo cuando su amante le sustrajo de sus pensamientos. La ignoró. Su cortejo de gata en celo era irrelevante en ese momento y en ese lugar y prefirió entrar de lleno a la negociación con los alemanes y postdatar para más luego pero en el hotel, otro encuentro sexual con ella y con su novia de turno, la secretaria personal que les acompañaba.

K’bar avanzó entre la miríada de pasajeros que repletaban el pasillo 6 del aeropuerto internacional de Frankfurt, hacia la puerta de embarque A52 y se mimetizó entre ellos con precisión camaleónica. Su mente, acostumbrada a manejar varios problemas complejos simultáneamente discernía los escenarios posibles de tres situaciones de reciente data: Lo más presente que tenía era el golpe que debía dar en la embajada norteamericana en Dakar, junto con las implicaciones políticas que resultarían y por si fuera poco, el hecho de estar trabajando literalmente al descubierto por la perfidia del reclutador Abú Hamid ben-Koufra. Luego seguían sus deseos de independencia definitiva de las garras del reclutador sudanés para retirarse de una vez por todas del terrorismo internacional y dedicarse en cuerpo y alma a su hijo, a la lectura y la cacería en las montañas del País Vasco, y por último aunque no por ello menos importante, en su mente daban vuelta los pormenores que rodearon su encuentro fugaz con aquel desconocido suramericano con apariencia de europeo. No sólo le pareció que se trataba de un acaudalado empresario. En ese hombre había algo más que dinero. Intuía en él un hambre de poder, la verdadera droga que desencadenaba en el ser humano una endorfina más deliciosa y más adictiva que la producida por el sexo. Lo percibió. Lo olió. Lo sintió como una oleada de calor frío, como una bruma densa y espesa cuando cruzó con él las breves palabras de disculpa y de saludo, y mientras presentaba su nuevo pasaporte falso a la atractiva aeromoza de Air France, algo le decía que aquella no sería la única vez que se tropezaría con aquel misterioso magnate suramericano. El avión haría una escala en París antes de tomar rumbo al África meridional y de allí, con otro pasaporte, otro nombre y otra apariencia, K’bar comenzaría a solucionar, uno a uno, los acertijos de sus tres preocupaciones.

Y no era el único con la presión que genera una misión terrorista. A cinco filas de su asiento, un inofensivo y despreocupado ex sacerdote jesuita llevaba un peso similar en su corazón. Su ruta había hecho escala en Frankfurt, proveniente de Bogotá y se dirigía a París, específicamente al Noreste proletario de la ciudad, para reencontrarse con los viejos obreros de las minas de carbón del Norte de Francia, que conoció recién ordenado de sacerdote, casi todos enfermos de silicosis. Iba con la misma ilusión juvenil de 15 años atrás, añorando aquellos sombríos y glaciales inviernos de la década de los años sesenta, cuando de seminarista les visitó por primera vez, atraído por la catequesis del Abate Pierre y su concepción del ‘apostolado cierto’. Este era el primer viaje al exterior de Juan del Rey desde que se uniera al Frente Domingo Laín del ELN. Su misión principal consistía en establecer contacto con Dimitri Povschenko, un ex oficial de la KGB. rusa a través del cual podría negociar la compra y la entrega, vía Panamá, de 4.500 fusiles de asalto soviéticos Kalashnikov, modelo AK-47 y 50 mil petacas, cada una con 30 municiones calibre 7.62 x 39.

Juan Del Rey tenía cinco años en el ELN cuando realizó este viaje. Para entonces había participado en varias voladuras de oleoductos en Caño Limón, en el oriente colombiano, bajo el comando directo de otro sacerdote, el cura Pérez, un religioso aragonés que recibió su ordenación del Papa Paulo VI en Roma y que se integró a las guerrillas colombianas luego de un periplo que lo llevó previamente a República Dominicana y a Haití, para poner en práctica su concepto de ‘amor eficaz’ en Colombia, la manera como Manuel Perex Martínez resumía para la tropa y para los pueblos que integraban su área de influencia, sus sólidos conceptos de la Teología de la Liberación.

Durante los sesenta meses que duró su etapa de conscripción, entrenamiento y maduración política trabó sólidos lazos de amistad y afinidad con aquel sacerdote flaco, larguirucho y de mirada triste, detrás de la que se ocultaba un sueño justiciero transformado en pesadilla de horror y violencia. El cura Pérez era el jefe supremo del Ejército de Liberación Nacional. Fue el cerebro que planificó todos y cada uno de los quinientos atentados dinamiteros a los oleoductos colombianos. Fue el conceptualizador y diseñador de las minas quiebra patas y a él se le debe la organización y ejecución de centenares de secuestros, llamados por él retenciones políticas. Juan del Rey encontraba cada día más afinidades y coincidencias con su inmediato superior: Ambos sacerdotes habían encontrado en la guerrilla no sólo el modo para poner en práctica sus deseos de justicia, libertad y equidad, sino que cada uno de ellos había encontrado allí, en la insurgencia y en la Teología de la Liberación, a otro sacerdote igual de comprometido y a quien admirar y seguir sus pasos. Juan había encontrado al cura Pérez y éste, años atrás, a Camilo Torres.

Mientras las aeromozas del vuelo repartían los primeros canapés del viaje y los letreros de emergencia por el despegue de la aeronave se apagaban para envolver a los pasajeros con un suave haz de luz y un melodioso ambiente musical, Juan Del Rey evocaba mentalmente la primera conversación en privado que sostuvo con el cura Pérez la noche anterior a su experiencia como dinamitero de oleoductos. Era un recuerdo recurrente y nítido, como una cartilla aprendida de memoria en la que se mezclaba un sincretismo sociopolítico de conceptos religiosos, estrategias militares y hasta confesiones privadas, todo abrevado de su voz y que le servirían de modelo conductual y político para cuando fuese el momento de sembrar la guerrilla en Venezuela.

.- Mire, Juan, cuando yo llegué a Colombia por primera vez supe que a la corta o a la larga tendría que cambiar la sotana por el fusil. Fíjese que en Cartagena de Indias encontré dos universos. Uno, el de los balnearios de lujo, con sus hoteles cinco estrellas y con esas frescas casas coloniales de la ciudad amurallada, que sólo pueden disfrutar los godos de acá, y el otro mundo, palpitante y miserable, con un hedor permanente de los barrios que se orillan en torno a la ciénaga de La Virgen. Allí nos instalamos Domingo Laín, Juan Antonio Jiménez y yo.

.- No me digas que tú y Laín llegaron juntos a Cartagena.

.- Pues si y lo conocí bastante bien. ¿Sabía que era un tipo silencioso y miope? Pero siempre tuvo en el asunto político una mirada de halcón y manifestó que deseaba compartir el resto de su vida con los pobres, alrededor de dos garrafas de vino y un paquete de galletas.

La conversación que evocaba Juan Del Rey con el cura Pérez durante el vuelo de Frankfurt a París le servía de catarsis y de refugio. La sostuvieron en las selvas próximas a Puerto Carreño, entre los ríos Meta y Orinoco, una zona de aliviadero donde concentraron en esa oportunidad más de 150 hombres, luego de una incursión por San Rafael del Arauca, en territorio colombiano.

.-Mire Juan, en aquellos días tuvimos que compartir lo poco que traíamos con las miserias, los desalojos, las fiebres y las diarreas y los médicos sin alma de las clínicas privadas y de los hospitales de presunta caridad. Por eso, más pronto que tarde, el apostolado que uno trae deja de ser religioso para transformarse en una prédica política y revolucionaria.

Juan le preguntó la fecha de su regreso a Colombia y le sorprendió fuese tan próxima a aquellos días durante los cuales se desarrolló en Medellín la II Conferencia Episcopal Latinoamericana ¿Fue una coincidencia o un plan premeditado?

.- No Juan y aunque no me lo crea, fue una coincidencia nada más. Lo que si le digo es que en aquellos años había cualquier cantidad de curas rebeldes en Colombia y en casi toda Latinoamérica como resultado del Concilio Vaticano II y la encíclica ‘Populorum Progressio’ ¿Lo recuerda?

.- Si. ¿Cómo y no? Fue una verdadera revolución hasta para quienes integran la actual Inquisición del Siglo XX. Aunque para mí, ‘Pacem in Terris’ fue la encíclica más completa de Juan XXIII al celebrar su segundo aniversario y las resoluciones del Concilio Vaticano II. Incluyó un tema muy variado: el ecumenismo, la reforma de la Iglesia, la creación de nuevas jerarquías a nivel de países, el diálogo con los no creyentes, la reconciliación con los demás cultos, la renuncia a más excomuniones.

.- Pero la agresividad estuvo en «Populorum Progressio», redactada y refrendada por Paulo VI.

.- Es verdad, aunque no me vas a negar que ambas encíclicas, junto con la «Rerum Novarum» no sirvieron para nada porque nunca se aplicaron en su justa dimensión. Fue la dirigencia, la gente más próxima al Papa, la que siempre tuvo el control de los hilos en el poder y por eso retrasaron e impidieron deliberadamente las ejecutorias para la transformación de la Iglesia en un factor de reforma social y de liberación para los oprimidos y los pobres del mundo.

Juan recordó con los ojos cerrados cómo los dos se trenzaron en una discusión teologal, aunque ambos coincidieron en sus visiones políticas de la iglesia.

.- Vea usted, Juan: De la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín surgieron diagnósticos muy vecinos, muy próximos a la Teología de la Liberación. Recuerde cómo en el corpus del texto del documento final se admite de hecho como legítima la opción revolucionaria, por eso fue que monseñor Tulio Botero Salazar y cincuenta sacerdotes más integraron el «Grupo Golconda» y firman aquel documento precioso, donde hacen propias las tesis centrales del marxismo. Yo lo leí y le aseguro que si hubiera podido suscribirlo con mi puño letra, lo hubiera hecho con el corazón.

.- Pero para esas fechas ustedes fueron expulsados de Colombia por el gobierno de Carlos Lleras Restrepo ¿Si?

.- Positivo. Los tres consideramos quemadas las naves del retorno a la actividad legal y siguiendo los pasos de Camilo Torres, regresamos clandestinamente a Colombia para ingresar al E.L.N. Le confieso que para esa época, ninguno de nosotros tres estaba preparado para la vida en la selva: Marchas de ocho y diez horas diarias brutalmente agotadoras, zancudos de todos los tamaños y por todas partes que nos metiéramos, un adiestramiento militar fuerte e intenso del que no teníamos ni idea, los combates y lo que más nos afectó: una paranoia canibalesca por parte de la dirigencia guerrillera de esa época. Con decirle que se organizaban consejos de guerra y fusilamientos sin derecho a defensa para quienes se consideraran incursos en delitos contra revolucionarios. Así fue como ajusticiaron a los dos mejores amigos de Camilo Torres: Jaime Arenas y Julio César Cortés, dos jóvenes universitarios e idealistas cuyo pecado fue precisamente pronunciarse contra esos ajusticiamientos, a todas luces injustificadas.

.- ¿Y a ustedes, cómo les fue en aquellos años?

.- Cada uno de nosotros tres se fue labrando un destino diferente, aunque dentro de los cauces de la revolución. El primero en morir fue José Antonio Jiménez. Cayó enfermo tras una larga marcha, liquidado por los mosquitos de la manigua que le produjeron mareos, vómitos y fiebres, que le hicieron perder el sentido y finalmente le llegó la muerte en medio de espantosas convulsiones. Laín se fue para Cuba y regresó transformado en un guerrero implacable, en un hombre de y por la guerra que murió combatiendo, como usted ya lo debe saber, luego de cuatro años intensos, en un encuentro desigual con el Ejército, en la quebrada de La Llama, en el departamento de Antioquia, con un disparo en la boca y dos en el pecho. Yo he sobrevivido casi que milagrosamente. Una vez me perdí en el monte luego de un combate. Mis compañeros se fueron en desbandada y yo me quedé perdido en la espesura de la selva durante tres meses, hasta que me encontró Poliarco, un cachaco buena gente que me curó y me alimentó hasta que tuve fuerzas para regresar a mi Frente. Desde entonces, uso su apelativo como alias. Meses después estuve a punto de ser fusilado por mis propios compañeros de unidad. Así como lo oye ¿Y sabe por qué? Pues por haber protestado, con justeza se lo aseguro, en contra de algunos privilegios que se concedía a sí mismo nuestro jefe de grupo, Ricardo Lara Parada. Me detuvieron mientras dormía la madrugada de ese anochecer y ahí mismo me condenaron a muerte, de manera sumarial, pero gracias a la intervención de Manuel Vázquez Castaño, me conmutaron la pena de muerte por la de expulsión temporal de la guerrilla.

.- ¡Ah hijoeputa ese! ¿Y cómo fue que llegó a convertirse en el comandante general del E.L.N.?

.- Cuando me reincorporaron tuve, lo que se dice, un ascenso indetenible dentro del Ejército de Liberación Nacional durante dos años ininterrumpidos, debido más a la solidaridad de los hombres y mujeres que me asignaron, que a mis destrezas como comandante de batallón. Fueron veinticuatro meses fantásticos en los que tuvimos nada más que doce bajas, pero ejecutamos las operaciones más impensables y le asestamos a las fuerzas regulares del gobierno colombiano más de cuatrocientas bajas, ejecutamos treinta incursiones efectivas y capturamos para el E.L.N. unas 70 mil hectáreas de territorio, todo bajo nuestro control y supervisión. Triunfos inobjetables que no se pudieron dar sin los valientes combatientes del Frente Francisco Garnica. Sin ellos y su convicción de que estábamos y aún estamos construyendo la nueva realidad latinoamericana, hubiera sido imposible la seguidilla de triunfos militares y de éxitos, como la entrada voluntaria a nuestras filas de nuevos soldados por la libertad que ingresaron durante esos dos años. En verdad hicimos temblar a toda Colombia.

.- De esa época le tengo una pregunta difícil ¿Fue usted quien ordenó liquidar al cura Javier Cirujano, en San Jacinto de La Costa? Por todas partes se comenta que fue una ejecución innecesariamente brutal ¿El hombre se lo merecía acaso?

.- Lo difícil no es su pregunta, sino el haber tenido que ordenar una medida tan drástica. Si, como comandante del Frente Francisco Garnica, tuve que ordenar la captura para interrogar, evaluar el comportamiento anti revolucionario del indiciado y plantear ante el Comité Ejecutivo del E.L.N. la liberación o la ejecución de Javier Cirujano Arjona y a usted le consta que allá no se toman decisiones individuales, sino que son el resultado de una consulta popular que involucra a los compañeros combatientes y al tribunal del pueblo, expresado por las voces y las opiniones libres de la gente, nuestro principal objetivo de toda esta lucha.

.- El padre Javier llegó a Colombia más o menos en la misma época de mi primer ingreso. Se estableció en San Jacinto, un pueblito pequeño y pintoresco, famoso por sus hamacas y por las corralejas, una réplica de los Sanfermines españoles que él mismo organizó y fomentó. Logró fundar algunas escuelas sacándole provecho a sus relaciones cada vez más estrechas con la clase dirigente de Bogotá y en verdad que al principio se ocupó a su manera de los pobres y creó un lazo afectivo bien interesante con los campesinos de allí, pero luego sus discursos desde el púlpito y en la calle se volvieron cada vez más conservadores, más reaccionarios y simultáneamente más combativos en contra del movimiento de insurgencia popular, descalificando su alcance político y negando la significación histórica, al punto de considerarnos simplemente unos terroristas, tal y como le dictaban desde Bogotá que debía calificarnos. Javier Cirujano Arjona se fue comprometiendo poco a poco con la clase oligárquica de Colombia para obtener de ella sus migajas y fue cambiando en su comportamiento eclesiástico, en su conducta como ciudadano y en su discurso. Era el precio que le exigían, el intercambio fatal de unos cuantos pesos y tres o cuatro camiones de bloques y de hormigón a cambio de transformar su verbo ecuánime y conciliador en el púlpito en un factor de disuasión política a favor de las clases dominantes y oligopólicas del país. El tribunal popular, como le dije anteriormente, decidió que el padre Javier era, en efecto, un objetivo político y fue objeto de una retención para llamarle a capítulo. Sin embargo, dado su ascendente en el colectivo y sus compromisos ineludibles e irreversibles con los factores opresores del pueblo colombiano y habida cuenta su negativa de rectificación política, fue pasado por las armas como ejemplo para otros formadores de opinión pública en la región.

Una mano suave se posó en el hombro izquierdo de Juan Del Rey. Un leve vaivén del respaldar de su silla le colocó en posición vertical y despertó de su sueño-sopor para seguir las indicaciones de la tripulación en la faena de aterrizaje del vuelo 714 de Air France en el Aeropuerto Internacional de Orly en París. Todos los pasajeros bajaron del avión en pocos minutos y una larga fila se formó en las taquillas de inmigración del aeropuerto. Luego de chequeados los pasaportes y las visas y cotejados con la base de datos de Interpol, Juan del Rey y K’bar el-Garib el-Fasi salieron por dos puertas distintas y con dos misiones diferentes aunque parecidas: El sacerdote venezolano, con pasaporte español, hacia las amplias puertas de vidrio de los accesos exteriores del aeropuerto, para tomar un taxi con rumbo a los barrios del sector proletario de París y el terrorista marroquí, con pasaporte falso de Turquía, hacia el área de pasajeros en tránsito de Air France, para continuar el vuelo con destino a Dakar.

El vuelo 714 arribó al Aéroport du Dakar-Yoft a la hora establecida en el billete: 17:45 hora local. A esa hora, el sol se ocultaba parcialmente tras el Phare Les Mamelles. El crepúsculo de la tarde era maravilloso, con reflejos de plata sobre el Atlántico. Una hermosa y altísima oficial de inmigración tomó el pasaporte de K’bar, chequeó su visa de turista expedida en Istambul y cotejó los datos y la foto del pasaporte con el rostro de marroquí. Tras una interrogación breve, de trámites y en francés, le dio paso franco a K’bar para que retirara su equipaje, que consistía en una maleta con etiquetas de al menos cinco vuelos anteriores, en cuyo interior las autoridades aduanales sólo encontraron ropa usada y objetos personales típicos de un turista que planea unas vacaciones de 17 días. En las afueras no le esperaba nadie. Alquiló en Hertz un carro sin chofer con una identificación falsa y una tarjeta de crédito Visa dorada expedida por el Bank du Bruselles, a nombre de monsieur André le Carré y se dirigió a la zone industrielle por la ruta de Camp Leclerc hasta llegar al distribuidor que conecta el Gran Yoft con L’Médine. Treinta minutos después, estacionaba en uno de los depósitos que se encuentran en la rue Coloniale, muy cerca de Pointe du Bel Air. Dejó el carro con el motor funcionando, bajó de él y se parapetó tras una línea de bidones y de fardos, en la acera opuesta del auto, celestineado con la sombra de una altísima pared tan negra e indetallable como el resto del callejón que se introducía en la oscuridad. No transcurrieron cinco minutos cuando una voz, a sus espaldas le tomó por asalto:

.- A pesar de todas tus precauciones, eres predecible, hermano mío.

.- ¡Casi me muero del susto! Uno de estos días te mataré sin querer.

.- No soy tan torpe... Acabas de llegar y me consta que estás desarmado. Te hemos seguido desde que le entregaste tu pasaporte a la oficial de inmigración. Linda ¿Eh? No pongas esa cara... Claro que te gustó. Ella misma nos lo dijo. No te asombres, es una de los nuestros. Además, me gusta ver y comprobar que eres un hombre de disciplina y precaución. Sabía que te bajarías del auto, lo difícil fue adivinar dónde te esconderías para ver llegar a mi mandadero. Pero acerté... ¿Cómo estás? ¿Tuviste un buen viaje?

Los dos amigos se abrazaron y conversaron a soto voce, protegidos con la oscuridad de la noche. A los pocos minutos llegó otro carro. Era el contacto que Aytor le había enviado a K’bar. Siguió de largo y casi al final de la vía portuaria giró en «u» para detenerse diagonalmente a unos 20 metros. Cometió varios errores tácticos. El más grave: descender sin utilizar el carro como barricada para prevenir cualquier sorpresa indeseable y acercarse a bocajarro al vehículo encendido sin contactar visualmente su interior.

.- Estos negros no quieren aprender ¿Sabes una cosa? Se supone que ese es el mejor hombre del movimiento, que está debidamente entrenado y mira cuántas torpezas ha cometido. ¡Ala... vamos a su encuentro!

Después de sorprender al congoleño y luego de los cinco regaños que le dio Aytor en el dialecto local, los tres hombres se embarcaron en el destartalado pero potente Renault 30 del mandadero y tomaron la vía de la costa para llegar a los barrios pobres de la periferia del Grand Dakar, entre Amitiè y Baobaba. Tras ellos quedó la explosión del carro alquilado y el conveniente rastro de ropas y documentos de monsieur André le Carré para las autoridades locales. Una noche límpida, tachonada de estrellas y la brisa de la Rade du Dakar les acompañó durante todo el trayecto hasta la casa de Idi Batongo-Ule, el mensajero regañado, un lugar que se constituía, desde el arribo de K’bar, en el centro de las operaciones clandestinas. Adentro, Cao Cao preparaba la mesa para la recepción de su cuñado con la ayuda silenciosa pero eficiente de la esposa de Idi, pero se detuvo al llegar el marroquí para ir a recibirle a las puertas de aquel desvencijado palafito sobre tierra, que espaciaba casi un metro el piso de tablas de la cañada saturada de olores pútridos que sólo la intensa brisa de la península barría de cuando en vez. Antes de la media noche habían cenado los cinco y luego del oporto, los tres hombres salieron de la humilde casa y se internaron a pie por los precarios puentes semi flotantes de aquel barrio pobre para asistir a una reunión que les consumiría el resto de la noche, en el palafito de NgKongo, el jefe del grupo terrorista local.

Noche que aún era atardecer al otro lado del Atlántico. Un atardecer húmedo por la entrada de las lluvias más intensas en las selvas tropicales que bordean el Noroeste de San Vicente del Caguán, la capital de la zona de distensión militar acordada entre la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar y el gobierno colombiano que presidió el doctor Andrés Pastrana y que ahora, veinte años después, la guerrilla reivindicaba como el territorio originario de la nueva Colombia, donde funcionaba un gobierno paralelo que controlaba literalmente el 45% del territorio colombiano, el 80% de la industria petrolera y el 100% de la actividad de siembra de amapola y del procesamiento de la pasta de coca.

Juan del Rey, convertido en el líder indiscutido del Ejército de Liberación Nacional luego de la muerte del cura Pérez, había hecho campamento a kilómetro y medio de San Vicente con los ciento cincuenta hombres y mujeres del cuerpo élite del E.L.N.: el Frente Francisco Garnica, por primera vez comandado por una mujer aguerrida y combatiente, sacada de sus filas y la primera comandante venezolana en la historia de las guerrillas colombianas, que asumió la jefatura de ese frente el día que se celebraron los 55 años de la muerte de Gaitán, mito y origen del nacimiento de la desobediencia civil en Colombia y génesis del movimiento guerrillero en el país.

No había una agenda previa para el encuentro de Juan Del Rey con los que heredaron de Tirofijo y del Mono Jojoy la dirección y el control político y militar de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, sin embargo en la mente de Juan había un único tema: la protección que la guerrilla de las F.A.R.C. daba al narcotráfico había usurpado, a su ver y entender, los objetivos centrales de la insurgencia popular: la toma del poder para ejecutar el cambio de una sociedad regentada por la oligarquía neoliberal de cincuenta familias privilegiadas, para transformarla en una sociedad igualitaria, revolucionaria, participativa y progresista, como lo estipulaba la introducción del acta constitutiva de la coordinadora.

La muerte de Tirofijo y la extradición a Estados Unidos del Mono Jojoy junto a Carlos Castaño, el comandante de las desmanteladas fuerzas Paramilitares, había roto el precario equilibrio entre la protección a una industria, como la del narcotráfico para obtener fuentes de financiamiento, y lo que estaba sucediendo ahora, cuando más de un batallón de los distintos frentes de la F.A.R.C. estaban dedicados a la protección del cultivo de amapolas y en algunas zonas, al procesamiento de la pasta de coca, desplazando a los pueblos cosecheros tradicionales y desvirtuando las bases políticas fundamentales de la creación de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar.

.- Insisto en que no deberías ir solo. Al menos permite que El Cachaco y El Nula te acompañen.

.- No. Debo ir solo, porque es algo personal que debo discutir con el Comandante Gregorio. Se trata de la visión que tengo del proceso revolucionario y de los compromisos que el proceso revolucionario está asumiendo con el narcotráfico. Además, para conversar o discutir entre compañeros no se necesitan guardaespaldas.

.- Pero...

.- Pero nada. Deja la gente en campamento y te quedas aquí porque yo me voy solo. ¡Es una orden, coño!

Juan Del Rey estaba claro: o el movimiento guerrillero retomaba su misión y objetivos originarios, o el narcotráfico terminaría por convertir a las fuerzas libertadoras de Colombia en el brazo armado de su negocio. No se podía sacrificar la estrategia general por la táctica coyuntural, porque de ser así el pueblo de Colombia y todos los movimientos insurgentes latinoamericanos jamás se lo perdonarían a las F.A.R.C. ni al E.L.N. Llevaba dos objetivos en mente mientras se acercaba a lomo de mula por entre los matorrales que anteceden a la calle principal de San Vicente: uno, alcanzar un acuerdo preliminar sobre el papel subordinado del narcotráfico en relación con las estrategias militares de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar. Dos, solucionar ciertos impases puntuales en relación con los últimos secuestros, también considerados por él «retenciones políticas» y la repartición de dividendos obtenidos. Había algo en todo aquello que no le cuadraba y que había permeado, de una u otra forma entre su gente: Mientras el Ejército de Liberación Nacional se encargaba del trabajo pesado, es decir, la identificación del objetivo, las labores de inteligencia, las retenciones, las negociaciones y el costo de toda la infraestructura que involucraba ese tipo de operaciones, las F.A.R.C. centralizaban las finanzas desde la Coordinadora Guerrillera, a tal punto que hacía dos años que entre la gente del E.L.N. no circulaba ni un peso, sino vales al portador emitidos por la Coordinadora como moneda de circulación restringida en sus zonas de influencia. A menos de veinte metros le salió al paso, desde la espesura de los montes aledaños al camino, una patrulla de reconocimiento del frente Farabundo Martí de las F.A.R.C.

.- ¡Alto ahí y se me baja del animal bien despacito, con las manos arriba y los dedos bien separados! ¡Como si me fuera a dar un concierto de arpa!

.- Está bien. Tranquilícese. Soy el comandante Juan, del Ejército de Liberación Nacional.

.- Eso está por verse. Mientras tanto, mi presunto comandante Juan, ya sabe cuál es el procedimiento.

Juan descendió lentamente del animal, extendió los brazos en cruz y muy lentamente dio vuelta hasta rotar 360 grados. Uno de los guerrilleros se le acercó con sigilo, pero al reconocer el rostro de Juan bajó el rifle y más distendido volteó hacia la patrulla que aún continuaba oculta entre el follaje y se dirigió a sus compañeros:

.- Carajo, pero si es el Comandante Juan en persona.

.- ¡Caramba, comandante! ¡Qué sorpresa más inesperada! No nos avisaron que usted vendría ¿Acaso tiene novedades?

.-“No y tampoco vengo como Comandante en Jefe del E.L.N. Vengo como un guerrillero más, a conversar con mis compañeros de armas. ¿Cómo le ha ido al Comandante Gregorio?

Mientras Juan platicaba con el jefe de la patrulla y continuaba el trayecto a pie a su lado, el resto les seguía con formación en V vigilantes hacia los montes a uno y otro lado del camino, pero dos de ellos, a una orden gestual de su jefe, se encargaron de revisar minuciosamente la mula.

.- ¡Carajo, parece que viene de lejos! Mire como trae de sudaíta esa mula.

.-Así es -mintió Juan- Desde la madrugada vengo dándole garabato a esa mulita.

Buen dividendo le había producido el truco de tener a la mula caminando en círculo durante cuatro horas en su campamento, antes de bajar por una pica de la selva y tomar el camino como quien viene de lejos, trayendo consigo todo el polvo del camino.

.- ¿Y eso que anda así de solo?... Raro ¿No?

. -Ni tan raro, Maleigua. Recuerde que este es territorio libre de Colombia y que los hombres como usted y como yo merecemos andar así, como escoteros ¿Eh?

La soldadesca rió de buena gana, pero Maleigua no. Asumía la actitud desconfiada y taimada de un curtido combatiente del que se decía, era capaz de hacer hablar hasta a un mudo. Amugó el entrecejo y calló. Dio dos escupitajos de chimó y ordenó a cuatro de sus hombres, con la vista y con un gesto casi imperceptible, salir del camino para dar una batida de cien metros a la redonda por entre la maleza y el bosque de galería que se abría a uno y otro costado de la ruta.

.- ¿Desconfiado como siempre? - le comentó Juan a Maleigua, como restándole importancia a la operación.

.-Así será, comandante. Ser desconfiado nos ha salvado la vida muchas veces. Además, no todos los días uno se tropieza con un Comandante en Jefe que anda solo porai y sobre una mula tan cansá. ¿Quién quita y me lo andan persiguiendo?”

.- ¿Y cómo crees que andaba Simón Bolívar por estos montes? ¿Con un batallón encima de él?

.- ¡Caramba con este cura veneco! - le terció Maleigua, pero dirigiéndose a sus hombres – ¡Venir a compararse con El Libertador! -y dirigiéndole una mirada de odio contenido a Juan – Disculpándome por lo de veneco, comandante, pero usted sabe cómo somos por estos montes de isurretos cuando cualquiera se compara con el padre de la patria.

Llegaron a la entrada Sur occidental de San Vicente del Caguán y de inmediato Juan fue conducido hasta la bodega que hacía las veces de comandancia general y en la que el comandante Gregorio despachaba órdenes y coordinaba actividades. La entrada de Juan produjo un silencio general, especialmente intenso entre los sub-comandantes del estado mayor de las F.A.R.C. que se hallaban sesionando allí y tan sólo las expresiones de afecto y el remover de sillas del comandante Gregorio cortaron el espeso vacío que se hizo a todo lo largo del mostrador de aquella bodega de pueblo.

Después de saludarse con sincero afecto, los dos comandantes se internaron hacia la casona colonial y se dirigieron al patio trasero. Allí, bajo un frondoso árbol conversaron en privado y largamente, hasta que la noche los arropó. No habían alcanzado ningún acuerdo sólido en los temas que Juan planteó, pero Gregorio, más político y astuto que aquél, no se le enfrentó directamente, pero tampoco aceptó los planteamientos de Juan.

.- Mire Juan, yo soy del pensar que esos asuntos debemos llevarlos al seno de la Coordinadora Guerrillera. Acá no vamos a llegar a ningún lado: usted tiene sus razones para opinar como lo hace y yo tengo las mías para actuar como lo hago, de manera que vamos a dejarlo hasta acá. La noche ya se nos vino encima y será mejor que le busque un chinchorro y un plato de comida para que pase la noche acá en San Vicente, porque según me dijo Maleigua su campamento está lejos. Y cambiando de tema, ¿Qué me cuenta de la Comandante Bianca y de su ‘amiguita’ Sonia?

Si, se le hizo tarde para regresar y lamentablemente tendría que pasar la noche con ellos, un riesgo que no calculó porque no imaginó que las discusiones con el comandante Gregorio se alargarían más de lo debido. En ese momento se arrepentía de ser tan deslenguado. Si no fuese por esa manía suya de hablar sin medir el tiempo, la conversación hubiera terminado y el se encontraría de regreso. En verdad que era un peligro latente pasar la noche allí y se arrepintió de no acceder a la sugerencia de Bianca. Con El Nula y El Cachaco a su lado la situación sería otra. Le colgaron un chinchorro a pocos metros de donde estaba, compartió un plato de fríjoles calientes y picantes con Gregorio y su Estado Mayor y de regreso al chinchorro, acompañado por el comandante Gregorio supo que esa noche no dormiría.

.- Bueno, mi respetado comandante Juan, ya está usté conversao y alimentao. Ahora le toca estar detenío.

Si, lo que jamás imaginó Juan se estaba convirtiendo en realidad. Junto con un piquete de cinco hombres y los seis sub-comandantes flanqueándole, el comandante Gregorio lo estaba haciendo preso. Volteó para enfrentarse con su avatar y con el primer fogonazo de los disparos se iluminó la noche, porque detrás de los hombres del comandante Gregorio venía Bianca con veinticinco hombres del Frente Francisco Garnica, una quinta parte de los hombres que habían bajado de las montañas y que mientras Gregorio y Juan cenaban, habían cercado y tomado a San Vicente del Caguán, a contrapelo de las instrucciones del sacerdote, pero siguiendo el liderazgo indiscutible de la venezolana.

.- ¡Comandante Gregorio! -le gritó a sus espaldas aquella valiente y combativa mujer - Se me pone camán manos arriba y me le ordena a esos pingos que me suelten el armamento. ¡Este pueblo y sus hombres están tomados por el frente Francisco Garnica del Ejército de Liberación Nacional! Y sin un herido... ¡A menos que a usted le provoque ser el primero!

Sin un herido. Ese era también uno de los objetivos militares que K’bar le había impuesto a los militantes del Grupo Islámico Armado en la reunión que sostenían en la casa de NgKongo, junto con los diez integristas islámicos que formaban parte de la célula terrorista en Dakar. Ni un herido ¡Todos debían morir! Y para alcanzar ese objetivo estuvieron analizando los factores críticos: La estructura y los alrededores de la embajada. El flujo del personal interno y externo de acuerdo al día de la semana. La cantidad y el tipo de explosivo a utilizar, así como también cómo y dónde se sembraría el explosivo.

El amanecer los sorprendió junto con el llamado a oración desde el alminar de la Gran Mezquita y en silencio, los quince hombres se dispusieron en dos hileras con la cara hacia La Meca y oraron con la inclinación típica, siguiendo las palabras del almuecín. Ese día, K’bar durmió hasta la una de la tarde, hora en que el bochorno del calor incrementa el hedor de las aguas servidas que corren libremente debajo de los palafitos de aquel barrio de madera y latón, y las moscas hacen casi imposible el reposo o el sueño. Se levantó del catre, se cambió la camisa sudada y junto a Cao Cao, extrañamente vestida con el velo negro musulmán, Idi Batongo, su mujer y Aytor, se dispuso a conocer las playas de Cap Manuel, donde los hombres se darían un refrescante chapuzón en las azulísimas y transparentes aguas atlánticas, mientras que las mujeres irían al mercado de la zona colonial para adquirir alimentos y agua potable. NgKongo y sus hombres se encargarían de la adquisición del C4 de amplio espectro de destrucción, porque los que habían comprado antes de su llegada no eran todo lo potente y devastador que él requería. También tendrían que conseguir un Mercedes Benz en Senegal o en la cercana Banjul, la capital de Gambia, según las especificaciones de K’bar. No sería fácil comprar o robar un Mercedes Benz en perfectas condiciones, pintarlo de negro y colocarle placas diplomáticas para hacerlo pasar como otro vehículo más de la embajada estadounidense ante el gobierno senegalés.

Las labores de inteligencia comenzaron ese mismo día. Un grupo se dedicó a elaborar una lista detallada de todos los Mercedes Benz susceptibles de robar o comprar, tanto en Senegal como en Gambia. Otro grupo, con acceso a la embajada estadounidense a través de la empresa contratada para las labores de limpieza exterior y jardinería, se encargaría y de precisar el parque vehicular, la frecuencia en las salidas y llegadas, así como el levantamiento de un perfil básico del cuerpo de chóferes adscritos a la legación. El tercer grupo, el más numeroso, se instaló en grupos de a tres y en horarios escalonados en los cafés del bulevar cercano a la embajada. Su misión: Anotar el número de la placa de los distintos vehículos, privados y públicos que pasan frente al edificio, tomar notas descriptivas de las personas que transitan frecuentemente por la acera y la periodicidad, diurna y nocturna, de la vigilancia en los amplios jardines exteriores de la embajada, así como las rutas, el horario y la regularidad de la vigilancia policial senegalés. El cuarto grupo, integrado por tres familiares de NgKongo en el Ministerio de Infraestructura y Desarrollo del gobierno senegalés. Tenía la misión de obtener los planos de estructura de la sede diplomática.

Durante tres semanas, K’bar recibió informes detallados y precisos acerca del comportamiento de propios y extraños a la embajada, de los vehículos oficiales o particulares a la legación, con descripción de tipos, modelos y colores, así como sus chóferes y sus pasajeros. Un horario sistematizado referido a los distintos cambios de guardia de los Marines dentro de la embajada y de las rondas de la policía senegalesa. Una lista de las personas que pasan por la acera frente a la embajada, al menos tres veces por semana, con detalles descriptivos de edad, sexo, complexión, vestimenta usual, inferencia de actividad o profesión, frecuencia de paso y hasta detalles físicos, como masa corporal y características más sobresalientes como el peso, tipo y color del pelo, piel y cualquier rasgo sobresaliente. El resultado: una radiografía de la estructura física y de la actividad social interna y externa de los movimientos, el personal y las características de la embajada de la Estados Unidos de Norteamérica en el Senegal, la más septentrional de las repúblicas francófonas del África y aliada incondicional de Washington y la O.T.A.N.

Tres semanas después se escogió la fecha, la hora y los hombres que ejecutarían la misión. Lo decidieron K’bar y Aytor durante una caminata nocturna por el hermoso paseo costanero de Rebeuss, en una fresca noche africana de cielo despejado, que permitía ver las luces de los barcos de pasajeros y los veleros turistas anclados a tres millas náuticas, en las ensenadas de Ile des Madeleines, al Suroeste de la península de Dakar, entre Pointe de Fann y Cap Manuel.

.- El miércoles. Vamos a hacerlo el miércoles, así que tienes cuatro días, a partir de mañana para finalizar el entrenamiento del personal y afinar los detalles de la ejecución. No tengo que recordarte que la operación tiene dos opciones: O se ejecuta bien o sale a la perfección. No hay espacio para errores.

.- Si, lo sé. Del entrenamiento no tenemos que preocuparnos. NgKongo los ha entrenado con rigurosidad islámica: Catorce horas diarias en las afueras de Popenguine, en una aislada plantación de cocotales que está a una hora y media de esa ciudad y los ha sometido a una rutina intensa.

.- ¿Te consta?

.- Si. Ni te imaginas lo conveniente que nos ha resultado este NgKongo. Con decirte que con los planos de la embajada que sus hermanos le consiguieron, han reconstruido en madera y cartón, no sólo las fachadas externas del objetivo, sino todos los alrededores: Jardinerías, plazas, aceras, calles y hasta las cercas. Tienes que verlo.

.- Hmmmmm... No me atrae la idea, pero si me dejara llevar por tu entusiasmo... ¿Por qué no le damos una sorpresa esta misma noche? Imagino que si NgKongo los ha entrenado bien, no nos será fácil sorprenderlos ¿Qué te parece?

Aytor se animó con la ocurrencia de K’bar, porque le atraía el carácter y la conducta de éste: Una rara combinación del comportamiento metódico de un buen revolucionario, con la sorpresa y lo inesperado del proceder magrebí. Desandaron lo caminado por el bulevar costanero y se embarcaron en la camioneta VW panel que adquirió Cao Cao hacía apenas una semana. Tomaron desde allí la gran autopista de Rutisque para dirigirse hacia el condado de Thiès y en menos de cuarenta minutos estacionaron la ruidosa camioneta panel en un recodo de tierra que conduce a la plantación. Bajaron del vehículo con sigilo, se apertrecharon con sendas pistolas cada uno y procedieron a tomar por asalto el campamento de la veintena de hombres entrenados por NgKongo, un ex sargento del cuerpo élite que las milicias cubanas entrenaron en Angola.

Luego de atravesar un extenso sembradío de cocotales, divisaron una estructura que no podía ser otra cosa que la escenografía levantada por los hombres de NgKongo para el entrenamiento. A un lado, las dos carpas para los hombres y más allá, a unos diez metros, una fogata que de seguro era para el rancho de todos los días. Se acercaron con sigilo a uno y otro lado de la carpa más próxima para asaltarles y cuál no fue su sorpresa al ver la carpa sola y con los catres vacíos. Se replegaron hacia la segunda carpa haciendo entre ambos un ‘ciento-ochenta’, es decir, caminaron espalda con espalda, con las pistolas montadas y el dedo a tiro, cuidándole la retaguardia al compañero. Así entraron a la segunda carpa y al verla vacía como la primera Aytor y K’bar tuvieron opiniones distintas: El vasco dijo:

.- Ya me lo temía... Estos negros se fueron de juerga.

.- Nnnn No. No estoy de acuerdo y no te confíes. Vamos a salir de acá con precaución.

.- Pero, ¿No te das cuenta que...?

.- ¡Silencio! ... Escucha

.- ¿Qué quieres que escuche? No se oye nada.

.- Exacto. No se escucha nada. Ni los grillos frotan sus patas ¿Qué te dice tanto silencio?

.- ¡No me jodas, K’bar! No me digas que...

.- Shhhhhhhh. Calla... calla. Por supuesto que sí. Vamos a salir por los dos accesos de esta carpa. Corre hacia la carretera, pero no vayas hacia la camioneta. Toma.

.- ¿Qué es esto? ¿El suiche de la camioneta?

.- No. Es un disparador a distancia para una pastilla de C-4.

.- ¡Joder! ¿Hemos estado sentados sobre un explosivo plástico? ¡Coño, estás más loco de lo que imaginé!

Mientras decidían cuál salía corriendo por cuál entrada de la carpa, Aytor arrugó el entrecejo y K’bar se distendió y sonrió. Salieron en estampida, con las armas hacia adelante ‘peinando’ el paisaje, se dieron un último vistazo y cuando comenzaron a correr hacia puntos opuestos, una cortina de cuerpos cayó de improviso alrededor de ellos, desde lo más alto de los cocoteros. Se trataba de los veinte hombres de NgKongo y su líder, quienes cazaron a los cazadores. En un instante se congeló el ambiente. Los senegaleses, mimetizados naturalmente con la oscuridad de la noche, esgrimían sus fusiles automáticos y cercaron a los dos desconocidos. Desde el fondo del cocotal se acercó un orgulloso y exultante NgKongo, bajando los fusiles de sus hombres y palmeando aquí y allá. Como celajes espectrales desaparecieron los hombres, internándose entre las sombras de la noche.

.- ¿Así que pretendían sorprendernos?

Y acercándose a Aytor, el musculoso gigante NgKongo sonrió ampliamente, poniendo al descubierto su blanquísima y bien cuidada dentadura y colocó su fusil al hombro para distender el ambiente:

.- Espero que tengas suficientes botellas de ese coñac español que nos ofreciste la otra vez. Allá te están esperando los muchachos.

K’bar sonrió. Estaba gratamente sorprendido con el desempeño de aquellos hombres en un escenario sorpresivo. Pasaron el resto de la noche en el campamento de NgKongo ajustando algunos detalles logísticos y revisando la lista de los hombres y el rol que cada uno de ellos tendría el día seleccionado.

Cuatro días después, la prensa internacional reseñó el atentado a la embajada de los Estados Unidos de Norteamérica en Dakar en los siguientes términos:

146 muertos en ataque a Embajada de USA

Los terroristas estallan dos vehículos llenos de dinamita en de la Embajada de USA en Senegal

ROBERTO BERNÁRDEZ – DAKAR/ EL PAÍS.es | Internacional - Diciembre-12.

Al menos 146 muertos y cerca de un centenar de heridos es el resultado de un audaz ataque suicida contra la sede de la Embajada de los Estados Unidos en Dakar. Un Mercedes Benz y un camión de servicios llenos de dinamita y otros explosivos no identificados lograron circular libremente por Dakar, la capital de senegalesa, penetrar en la zona especialmente custodiada donde se encuentran las oficinas de la embajada, burlar las barreras militares ante la sede de la legación norteamericana e irrumpir en el primer sótano.

Los conductores y dos miembros suicidas del proscrito Grupo Islámico Armado, hicieron estallar los vehículos que destruyeron el edificio de la embajada y el centro de comunicaciones adjunto. Varios edificios a un kilómetro a la redonda presentaron serios daños estructurales.

Los hechos ocurrieron a las 14.30 hora local (12.30 en España), cuando en la sede diplomática se encontraban unos 200 empleados y decenas de visitantes, entre ellos 50 niños de una escuela perteneciente al Centro Senegalés Americano. Para el momento de la explosión, el embajador de los Estados Unidos, Mr. John Maistro, despachaba desde sus oficinas, por lo que se teme sea una de las víctimas del magnicidio. Expertos de los servicios secretos consideran que las explosiones en la embajada fueron realizadas por el guerrillero Maurice NgKongo, líder local del Grupo Islámico Armado y miembro de la organización fundamentalista Hermanos Musulmanes, respaldada y financiada por el saudita Osama Bin Faden.

Hace unos días, el coronel Sedar Diouff, representante del comando de las operaciones antiterroristas en el Senegal, había advertido durante una rueda de prensa en el distrito de Diourbel, que NgKongo y Bin Faden habían ordenado a los jefes de los destacamentos guerrilleros ‘realizar una serie de grandes actos terroristas tanto en Dakar como en otros distritos de la república senegalesa’. Diouff afirmó que el acto terrorista fue posible debido al financiamiento continuo a los guerrilleros que proviene desde países árabes, aunque no quiso precisar cuáles ni la fuente del financiamiento.

El Plan B organizado por Aytor y K’bar, a falta del plan de la retirada inicial que era responsabilidad originaria del reclutador sudanés, se implementó instantes después de la explosión, pero esta vez fueron ellos mismos quienes tuvieron que ejecutar las labores de limpieza antes de partir. NgKongo y el resto de sus hombres fueron eliminados junto con la camioneta VW mientras se dirigían por el Norte de la península hacia el Vallè du Ferló con destino al Lac Guier, donde tenía planeado NgKongo esconder a sus hombres para regresar a la península de Dakar. K’bar detonó la pastilla de C-4 colocada bajo el asiento del conductor de la VAN, al accionar el control remoto en su retirada hacia el Sur, a bordo del Renault 30 que conducía Idi Batongo-Ule. Cao Cao se encargó de pasar a cuchillo a la esposa de Idi, a la concubina de NgKongo, a los tres hijos de éste y a rociar con gasolina para incendiar los dos palafitos. El único que sobrevivió a esta primera razia fue Idi Batongo, quien ignorante de todo lo que acontecía en ese instante, conducía velozmente su auto hacia la Rada de Dakar, donde suponía que todos se encontrarían para huir en una embarcación pesquera con rumbo hacia la Isla de Gorée. Cuando Idi estacionó el carro de frente al muelle de la rada les esperada Cao Cao. El congoleño extrañó no ver a su esposa con la camboyana, ni a la mujer de NgKongo con sus tres hijos, pero K’bar lo tranquilizó:

.- Espera aquí en el carro con Aytor. Voy a conversar con Cao Cao para ver qué sucedió.

Pero algo inquietó al negro desde lo más profundo de su corazón. Era la primera vez que observaba una falla en los planes de aquellos hombres. Se sintió incómodo al ver a K’bar caminar hacia la rada y conversar con Cao Cao mientras él y Aytor se quedaban en el carro. Pero cuando intentó voltear hacia el asiento posterior para conversar con el vasco, éste le descerrajó un tiro en sien derecha con su pistola para simular un suicidio. Luego de colocar convenientemente el arma sin sus huellas en la mano derecha del muerto, Aytor, K’bar y Cao Cao se dirigieron con indiferencia y despreocupación hacia la embarcación contratada que les esperaba al final del muelle, para llevarles en lo que el capitán de la nave suponía un tour marino por toda la costa Sur de Senegal hasta La Barra, el majestuoso delta del río Gambia, en la pequeña república africana del mismo nombre.

Habían transcurrido 33 días desde la llegada de K’bar a Senegal y por primera vez el grupo había planificado, organizado y ejecutado una misión con tan alto nivel de excelencia en menos de los dos meses acostumbrados. Los tres se instalaron en la proa del barco y mantuvieron un silencio cartujo hasta entrada la tarde, cuando K’bar les anunció que bajaría hacia los camarotes para sus oraciones del crepúsculo. Aytor y Cao Cao se acodaron en la borda de estribor para admirar el ocaso mientras el majestuoso velero hendía su quilla en las tranquilas aguas del Océano Atlántico, que se vuelven azul cobalto a esas horas por la costa senegalesa, como si se navegara sobre un mar de tinta negra con visos de plata.

En San Vicente del Caguán la situación se había normalizado. Juan del Rey había tomado el control político y militar del pueblo con la inesperada aparición de los hombres y mujeres del Frente Francisco Garnica, comandado por Bianca. Con la retención del comandante Gregorio y los cinco sub comandantes regionales había dado un vuelco de ciento ochenta grados a los acontecimientos y descabezado, literalmente, al Frente 42 de las F.A.R.C., pero a despecho de las intenciones de Bianca, realizó un cabildo abierto para que fuesen los pobladores de San Vicente y los milicianos quienes juzgasen la traición de Alberto Luis Malpica, alias comandante Gregorio y sus lugartenientes.

.- Mirá, pero… ¿Qué vaina es esta? ¿Cómo es eso que váis a someter a estos bastardos a un juicio popular? Dejáte de formalismos retóricos y me los dáis acá, que ya tengo vista la pared y seleccionado el batallón de fusilamiento pa’ pasar por las armas a estos coños de madre.

Pero Juan Del Rey se opuso, como también se opuso a la idea de El Cachaco de reclutar para el E.L.N. a los ochocientos hombres que tenía el comandante Gregorio dentro de San Vicente.

.- Pues no. Que ellos decidan su futuro y los que se quieran pegar a nuestro ejército, que lo hagan de manera libre y voluntaria. Mi objetivo acá está cumplido y la desobediencia de usted, Bianca, la vamos a discutir en el camino. Así que me libera a todos esos hombres y me los forma de diez en fondo en la plaza, para darles un parte y entregarles a sus superiores.

A media noche y a la luz de las farolas de la plaza de Bolívar en San Vicente del Caguán, la capital de la nueva Colombia, el Ejército de Liberación Nacional escribió una página de oro en la historia del movimiento guerrillero al someter a juicio popular a los doce confabulados, un juicio en el que pueblo y milicianos fungieron de jurado, fiscal y defensor. Mientras abandonaban San Vicente, ahora bajo el mando de Marcial Londoño, alias comandante Emilio, dos teléfonos satelitales repicaban casi al mismo tiempo. Uno lo respondió Bianca en la oscuridad de la noche entre los matorrales que anteceden a la selva de galería del río Guaviare, en los llanos centrales de Colombia.

El otro lo respondió K’bar en el aeropuerto internacional de Trípoli.

.- ¿K’bar?... ¿K’bar el-Kébir? No cuelgues. Yo tampoco quisiera hablarte, pero los negocios son los negocios. Te felicito por lo bien que lo hiciste en Dakar.

.- Maldito mal nacido. Deberás esconderte muy bien bajo la piedra más lejana, en el más lejano de los desiertos, para que no te encuentre.

.- Bueno, ya que nos profesamos un cordial y recíproco odio, citémonos. Si, vamos a vernos, pero no allá en tu Trípoli querida, sino en Istambul, bueno... fuera de Istambul.

.- ¿Y no preferirías mejor que nos encontrásemos en el infierno?

.- No, pero me da igual. Al fin y al cabo no deseo ver más al Bósforo y no es por nada en particular, sólo fastidio.

.- Y yo quisiera verte de nuevo para llenarte la panza con grasa de cochino antes de matarte.

.- Fíjate cuán distintos son nuestros deseos, querido, porque en este momento me provoca ver de nuevo a tu madre. ¿Cómo se llamaba?... Ah, ya recuerdo: Sofía. ¿Sabes?, en Tel Aviv conocí a una ramera llamada Sofía. Era fría de pensamientos, pero caliente de sentimientos. ¿No sería, acaso, tu madre en sus mejores tiempos?

.- En verdad me asombra tu valentía al referirte así de mi madre. Ya veremos si mantienes lo que has dicho cuando nos veamos frente a frente algún día.

.- Gracias. ¿No me complacerías con un último trabajo?

.- Tu descaro y tu cinismo no tienen comparación ¿Cómo se te ocurre decir lo que dices, después de habernos traicionado? Por supuesto que no. Mi respuesta es un no rotundo. La única misión que tengo en mente es encontrarte y darte suplicio con la más cruel y prolongada de las agonías, maldito bastardo.

.- ¿Por qué... por qué me haces esto, K’bar, querido?... ¿Por qué me obligas a decirte cosas que no deseo? ¿Como qué? Vamos… K’bar, no me obligues... Está bien, no cuelgues. Te daré una pista, toma nota: nueve-ocho-uno-seis-nueve-siete-cuatro... Bilbao. Es un número de telefonía celular, así que marca antes el cero-nueve-nueve. Tienes diez minutos. Ah... y un último detalle, K’bar. ...¿Aló?... ¿K’bar?... No intentes nada desagradable. Ya sabes a lo que me refiero.

Con el alma en vilo, K’bar marcó apresuradamente los números que le dictó el reclutador, mientras Aytor se le acercaba, curioso y preocupado por la palidez del rostro de K’bar.

.- ¿Qué sucede? ¿Qué pasa, amigo?

.- Es el Reclutador Sudanés que me ha llamado, el muy descarado. Me ha dado un número celular en Bilbao... Este. ¿Te dice algo ese número?

Aytor palideció y K’bar se preocupó más. De hecho interrumpió la digitalización de los números para concentrarse en su amigo.

.- Aytor, me preocupa tu silencio y tu cara. Dime de una vez de quién es este número en Bilbao.

.- Es de Xosé Larrazábal, un hombre de mi extrema confianza, a quien le asigné la misión de vigilar a tu hijo.

Ambos hombres se miraron a los ojos en silencio y mientras K’bar retomaba la digitalización del número celular, Cao Cao se les aproximó. A cada paso que daba percibía el conflicto. Se detuvo a unos cinco metros de ellos y miró al piso, un resabio de su educación y cultura budista y esperó a que Aytor se le acercara para darse por enterada de lo que sucedía. K’bar esperó a que fuera Xosé quien le respondiera el teléfono. En vez de ello, una voz filtrada y metálica le contestó en árabe:

.- Tenemos a tu hijo vivo, pero no podemos decir lo mismo de tus amigos. Debes llamar a nuestro amado jefe en cinco minutos.

Lo habían capturado, muy a pesar de todos los esfuerzos que hicieron Josefina, Vidal y Aytor para protegerle. El primer movimiento consistió en contactar a Xosé quien sugirió sacar al chico de Pamplona y llevarle a Bilbao, sede de la facción ‘Orixe Urretabizcaia’, una de las más organizadas militarmente en el País Vasco. Montaron cuatro anillos de protección al chico militantes y durante tres semanas le rotaron por más de diez casas de amigos y de otros comprometidos con el movimiento separatista E.T.A. El cuarto de estos niveles de seguridad lo integraban vecinos y amigos de las casas de vecindad, cuya misión era la de estar alertar las 24 horas para advertir sobre sospechosos y extraños en el barrio y en los alrededores. El tercer anillo estaba compuesto por diez hombres armados e intercomunicados con los vecinos, usualmente ubicados en cafés y parques de los alrededores y era un anillo muy particular, pues estaba integrado por veteranos y jubilados del movimiento separatista, hombres y mujeres más allá de los cincuenta años de los que nadie podría sospechar, habida cuenta el porte y la actitud de pacíficos jubilados que matan su tiempo aquí y allá. El segundo anillo era electrónico. En todas las casas receptoras se instaló una red de sensores y cámaras de vídeo conectados vía satelital con la computadora portátil de Xosé y el primero y más próximo de los anillos lo integraba Xosé con tres etarras de su entorno, especialistas en la lucha cuerpo a cuerpo, los tres más combativos y peligrosos componentes del frente armado: Sabino Arana, biznieto del fundador del partido independentista vasco del mismo nombre, francotirador y experto en armamento corto y largo. Patrizia Larrazábal, maestra a quinto nivel de Aikido y experta en la fabricación de explosivos electrónicos, además de ser la sobrina de Pedro Larrazábal-Zubizarreta, uno de los literatos vascongados mas importantes del Siglo XX, y Lete Salzarbitoria, un gigante navarro de más de dos metros treinta, que poseía la fortaleza de un sansón y antes de integrarse a E.T.A. había sido leñador y maestro de escuela en su pueblo natal, en los montes próximos a Donostia.

Todos estos anillos y las más extremas precauciones habían sido superadas por los hombres de El Reclutador Sudanés y el resultado era devastador: Todos los hombres y mujeres involucrados en la protección exterior de Ahmed, en el momento del asalto, habían sido asesinados, bien a tiros, bien a bombazos. Los sensores y las cámaras de vigilancia fueron bloqueados desde el satélite de la televisora Al Jazhira, con el auxilio de un hacker judío en Tánger. La irrupción a la casa de protección en Bilbao fue excesivamente violenta y sangrienta. El matrimonio que hacía las veces de propietario de la casa de vecindad fue ametrallado a través de la puerta de acceso a la vivienda. Sabino y Patrizia lucharon valientemente, pero sus disparos no pudieron perforar los chalecos de fibra kevlar que llevaban bajo la ropa los diez asaltantes. Tan sólo el gigante Lete pudo ofrecer resistencia y a pesar de los treinta y cinco impactos de bala que recibió en su cuerpo, tuvo la fuerza necesaria para matar a cuatro de los que entraron disparando a la habitación donde estaba Ahmed, a quien encontraron temblando pero agresivo y altivo, armado con una pistola Walter PPK calibre 7.65, parapetado dentro de una tina en el baño contiguo a la habitación. Cuando los secuestradores supusieron que el joven Ahmed se había quedado sin municiones entraron a por él, no sin antes advertirle que moriría si no se entregaba. Aún así, al momento de apresarle, Ahmed logró enterrarle una daga por el cuello a uno de sus captores.

De todos los que integraban los anillos de protección de Ahmed, unas veinticinco personas para el momento del asalto, sólo Lete pudo sobrevivir unas horas más luego de la llegada de la policía vasca y de los bomberos, alertados por los vecinos que jamás imaginaron una secuencia tan trepidante de disparos, seguidos por las bombas que detonaron los secuaces del reclutador, tanto en el patio de la casa de vecindad, como afuera.

Como en las anteriores circunstancias que la vida puso a prueba el temple y los nervios de acero de K’bar, en esta ocasión el magrebí respiró hondo varias veces y su semblante se crispó, sus párpados descendieron levemente y los labios se le escondieron dentro de la boca. Puso la mirada en un punto falso en el horizonte próximo y re discó el número del reclutador sudanés que quedó grabado en la memoria. A los dos repiques, la voz amelcochada y estridente del reclutador le respondió al otro lado de la línea.

. - ¡Maldito mal nacido! Cuando te ponga las manos encima, rogarás a Alá para que te dé muerte.

.- ¿Te fijas, querido? Yo quise negociar contigo por las buenas, pero no. A ti te gusta tomar siempre el camino más difícil. ¿Por qué prefieres negociar así, en ese estado de ánimo? Tú nunca me complaces desde el principio. ¿Por qué no aceptas negociar como todo un caballero?

.- ¡Te mataré! Juro por Alá, bendito sea su nombre, que algún día te mataré tres veces.

.- ¿Sabes que te pones de lo más hermoso cada vez que te exaltas así? ¡Lástima que no pude quedarme contigo para hacerte mío! Serías un amante fenomenal.

.- Nunca lo olvides... ¡Te mataré tres veces, escoria!

.- Me dicen mis socios que el joven heredó tu carácter y tu vocabulario. K’bar... K’bar... ¿Qué educación es esa para un muchacho? (un suspiro). Y también me dicen que es de tu estampa. Creo que será la delicia preferida del Emir Abú-Asi-al-Hakam... Ya sabes, tanto petróleo y tantos dólares lo han hastiado y sólo un efebo como Ahmed lo puede entusiasmar de nuevo, pero tal vez mi amigo el Emir se quede sin ese bocadillo si tú, en fin… Ya sabes, accedes a realizar para mí un último trabajo.

Se hizo un silencio grave.

.- ¿K’bar?... K’baaaar... Sé que estás al otro lado de la línea. Bien, te espero mañana, a las quince horas, en el café de Abdul que está en Izmir. ¿Por qué allí? Pues míralo así: Parece que en ese mismo lugar fornicaron Cleopatra y Marco Antonio y miles de años después, María, la Madre de Jesús el Nazareno ascendió a los cielos, según los cristianos. ¿No te parece que el sitio es paradójico? Pues a mí sí. Y no te olvides ser puntual, porque pasados treinta minutos de la hora convenida, te quedas sin hijo. ¿Es el único que tienes, verdad? ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Qué mal uso has hecho de tu potencia sexual!

.- Y tú te quedarás sin vida y sin la misericordia de Alá, maldito extorsionador, si le tocan un cabello a mi hijo.”

.- Querido K’bar, morir en tus brazos sería un placer único. ¡Lástima que sea irrepetible y algo doloroso!

Ya en Izmir y al tercer Pfumli, El Reclutador Sudanés consultó su reloj y tomó su celular, pero una mano grande, poderosa y nervuda le agarró fuertemente por la muñeca y en cuestión de segundos se le abotargaron de sangre sus dedos rollizos. Levantó tranquilamente la mirada por sobre sus espejuelos de Cartier y vio a K’bar, tenso por la ira contenida a duras penas.

.- Mi querido K’bar, si no me sueltas de inmediato, creo que me será imposible detener la entrega de tu hijo. Por si lo olvidaste, te esperaba a las quince horas y ya han pasado… Déjame ver el reloj... Diez minutos. ¡Alabado sea Alá!... ¡Diez minutos de retraso! ¿Así valoras la suerte y el futuro del pequeño Ahmed?

Pero como K’bar no dejaba de apretarle, el adiposo reclutador comenzó a manosear con lascivia y obscenidad el brazo del marroquí, jugueteando con los vellos moriscos y lacios de su potente antebrazo.

.- ¿Sabes una cosa? Debí comprarte en aquel remate de esclavos en Marrakech, hace más o menos ¿Cómo cuántos? ¡Por Alá! ¡Han pasado tantos años! El Mahil ofertó toda una fortuna por ti, pero si yo hubiera tenido el don de las adivinaciones, te compro para mi servicio aquella tarde, aunque hubiese dejado sin mujeres nuevas al Sultán de Brunei.

K’bar lo soltó de inmediato con la sola evocación de su lejana esclavitud a manos del terrible Mahil, un negrero, plagiario y tratante de blancas que comercializaba con seres humanos con la tranquilidad de conciencia de cualquier hortelano en el zoco del bazar y con tanta pericia como la de un ejecutivo exitoso de Wall Street.

El reclutador sudanés se comunicó con los secuestradores y a insistencia de K’bar pidió le pasaran el teléfono celular a su hijo para que éste se convenciera que aún estaba en su poder.

.- ¿Aló?... ¿Ahmed?... Es papá. ¿Estás bien?... Tranquilo, sólo tranquilízate, que yo iré pron...

Con un zarpazo felino, el reclutador le arrancó el celular al marroquí y le conminó a sentarse para negociar.

.- Te consta que eres mi soldado preferido, a pesar de ese carácter tuyo tan... displicente, por decirlo con elegancia. Bueno, dejemos los sentimientos y abordemos los negocios, así que mientras ajustamos detalles, consideraré que tu hijo es mi nieto... ¿Te sientas, por favor? Estás provocando una escena innecesaria... Gracias... ¡Garçon! ¿Te provoca comer algo? ¡Garçon!... Estos mesoneros son peores que los de Caracas... ¡Garçon, si vuoz plait!... ¿De verdad que no te provoca comer algo, K’bar? ¿No?... Me trae otro... No, me apetece ahora un buen vino francés... ¿Nuit Saint George?... ¿Tiene? ¡Tré bien!. Traiga una botella, y para comer, pescadillas con mayonesa a la zanahoria, salmón al horno con vegetales marinados y de postre un mousse de chocolate y ron... Y tú, no me mires así. Sabes que se me abre el apetito cuando estoy en medio de una transacción favorable... para mí, claro está.

Mientras K’bar se contenía a duras penas para no matar ahí en el restauran al obeso y despreciable reclutador sudanés, Aytor y Cao Cao cambiaron el itinerario original de vuelo y tomaron viaje de retorno a Bilbao, vía Madrid, desde el aeropuerto internacional de Libia con trasbordo en Marruecos, donde planificaron con urgencia las acciones de rescate con K’bar. Ninguno de los dos podía aceptar completamente la realidad: La muerte de sus amigos más próximos, con quienes habían reafirmado sus lazos de amistad recientemente y el lugarteniente de más confianza, el combatiente etarra más fiel y consecuente que había tenido Aytor bajo su mando en los últimos diez años, los tres asesinados por una banda de impíos. Y lo más inimaginable, su sobrino, el primogénito del amigo entrañable, del compañero indispensable en todas las misiones, en las manos de estos secuestradores árabes.

El procedimiento de rescate se activó desde Madrid con una primera reunión de inteligencia, dirigida por Aytor y en la que participaron de manera individual y en distintas locaciones de la capital española, unas veinte personas, entre soplones de oficio, informadores desde el gobierno, empleados de las líneas aéreas del mundo árabe y la red de prostitutas, yonquis y travestidos que medran el bajo mundo de la capital española. Todos, absolutamente todos fueron entrevistados por Aytor, mientras Cao Cao ya se encontraba en Bilbao, haciendo las veces de reportera para conseguir información confidencial y de primera mano de las fuentes policiales y bomberiles bilbaínas, amparada por el carné que la identificaba como reportera de la cadena de noticias televisiva camboyana Kampuchea TV News.

K’bar accedió a sentarse con Abú Hamid y mientras presenciaba el grotesco espectáculo de verle engullir con total falta de urbanidad las exquisitas y bien presentadas viandas que ordenó, se prometió mentalmente que no le mataría sin antes aplicarle el más tormentoso y agudo de los suplicios. De momento, el reclutador tenía la sartén por el mango, un control absoluto de la situación, una capacidad de negociación y de extorsión que no le duraría para siempre. Tal y como lo acordó con Aytor, le daría largas al proceso de convenimiento con el reclutador, tiempo que necesitarían Aytor y Cao Cao para localizar y rescatar a su hijo Ahmed. Con la llegada del postre también llegó un cambio de vino. El caldo tinto del Nuit Saint George no combinaba con el dulce, así que de la cocina y como cortesía del restaurante, le enviaron al reclutador una botella de vino blanco.

.- Y bien, mi querido K’bar. Me has visto comer y no has pronunciado palabra. No se qué pensar, pero lo que si está claro es que me agrada verte así, tan hermoso y tan altivo. Tal parece que este ambiente te cohíbe. Me gusta eso, porque me permite brindarte la oportunidad de discutir los pormenores en un ambiente más relajado, más íntimo. ¿Qué te parece se discutimos nuestras diferencias en mi hotel?

K’bar continuó en silencio. El tiempo le era necesario, así que ladeó levemente la cabeza y dirigió la mirada hacia la puerta del restaurante. Eso bastó para hacerle una sugerencia bien directa al sudanés.

.- Ah, comprendo -replicó el reclutador volteando hacia donde K’bar miraba – Quieres que en nuestro encuentro no haya testigos. Pero... ¿Cómo me puedo fiar de ti y de tu disposición? Hmmmmm... Ya sé cómo lo voy a comprobar ahora mismo.

Y sin más preámbulos ni conjeturas, se levantó con la torpeza de sus ciento treinta kilos, se dirigió a K’bar, se sentó a su lado y allí mismo, en público, le besó en los labios, hundiendo su lengua dentro de la boca del marroquí. Este no le rehusó el beso. Antes bien, se lo respondió asiéndole por el cuello y acariciándole la entrepierna. El beso duró instantes para Abú Hamid... Siglos eternos para K’bar. Los parroquianos y los turistas europeos que vieron aquella escena no le dieron más importancia que la que produciría una escena similar con una pareja heterosexual, pero para K’bar era el precio a pagar para ganar suficiente tiempo y terreno en la dificultosa y arisca confianza del reclutador. Luego de dos besos, el reclutador despachó a sus tres guardaespaldas, uno de los cuales resultó ser el mesonero que les atendió. La tarde con su bochorno y las dos botellas de vino exaltaron al sudanés, pero también le lisonjearon la prudencia. Después de cancelar la cuenta, salió con K’bar asiéndole de su mano hacia su limusina, con rumbo al Ciragan Palace Hotel.

Al llegar al hotel, Abú Hamid despachó al chofer de su limusina y con voz empalagosa pidió presuroso las llaves de su suite para subir a ella con su amado K’bar. En verdad que aquel hotel estaba concebido para complacer los gustos más refinados, pues su diseño combina los servicios cinco estrellas con la magia del palacio de un Sultán del Siglo XVII. Como la mayoría de las habitaciones, la suite del reclutador tiene vista al Bósforo y además, una serie de comodidades y excentricidades únicas: un salón de masajes, un baño espacioso con piezas de oro macizo en las griferías, que además de contar con jacuzzi, sauna y una relajante fuente de agua, sus paredes y sus pisos son de mármol de carrara, con apliques de genuino arte bizantino.

Al entrar a la suite un mozo de librea, que a exigencia de Abú Hamid sólo viste un ajustadísimo short, les abre la puerta y les da la bienvenida. También éste es despachado, así como también el chef de la pequeña cocina y las dos prostitutas transexuales que fungen como su personal secretarial. Ya a solas y con la comodidad de una bata del hotel, el reclutador ofreció un escocés a K’bar y este se lo aceptó, rogando a Alá que la luz anaranjada de su teléfono satelital se encendiera dos veces, la señal convenida con Aytor y que significaba que habían recuperado a Ahmed; sin embargo, el reclutador tenía que contactarles para detener la entrega de Ahmed a los negreros argelinos y como demoraba en hacer la llamada, K’bar lo precisó.

.- Abú, aquí me tienes. Puedo hacer el trabajo que me indiques, pero antes vamos a convenir mis honorarios.

.- ¿Tus honorarios? Tu descaro me sorprende, porque no estás en condiciones de negociar ningún honorario. Es más, no estás en condiciones de negociar nada. Mientras tu hijo esté en mis manos, harás o que se me antoje... Empezando por esta noche.

.- A eso me refiero. Haré todo lo que desees mientras mi hijo esté en tu poder, pero ¿Cómo estoy seguro que tu gente no se ha desprendido de él o lo han matado? Me parece que ellos aún están esperando una llamada tuya... Y yo también, pero esta vez debo cerciorarme que quien está al otro lado del hilo telefónico sea mi hijo y que esté en perfecto estado de salud.”

.- De acuerdo... voy a llamarlo y mientras tomo línea ve desvistiéndote... No, no pongas esa cara, es para asegurarme que no cargas encima ninguno de tus juguetes, porque tratándose de ti no confío ni siquiera en el sofisticado scanner digital que instalé en la limusina. Así que... ¿Qué esperas? Vamos, quiero verte desnudo. Ah... y me das esa maravilla de teléfono que tienes. En tus manos se puede convertir en un objeto peligrosísimo. Y no quiero que nos interrumpan durante muchas, muchas horas.

.- ¿Aló? ¿Mohammed? Si, todo indica que la transacción por acá es totalmente positiva. No, no lo hagas, pero muévete con él tal como lo convenimos. Si, ¿Y por allá? (un silencio prolongado) ¿Cinco? ¿Cuatro más, además del que despachó el joven Ahmed? ¿Pero qué clase de imbéciles contrataste? No ¡Y no me levantes la voz! Eso lo discutiremos después. Mientras tanto, tú me responderás por la salud y la integridad física Ahmed. Recuerda que tus dos mujeres y tus once hijos son mis invitados en Argelia.

.- ¡Vaya! Como que no soy el único en mi posición -intervino K’bar ya totalmente desnudo- ¿Ahora la extorsión es tu pasatiempo favorito?

Abú Hamid Ben Koufra no prestó atención al comentario de K’bar, pues al apagar su teléfono GSP se recostó sobre el diván, al lado de la cama, acariciando con su vista el musculoso cuerpo del marroquí y su pene de nueve pulgadas. Había entre ambos una distancia considerable, unos quince metros que K’bar amplió más dirigiéndose hacia el bar de la suite para servirse un escocés en las rocas. Lo hizo lentamente y sin perder de vista su video teléfono. Lo saboreó con más lentitud aún para ganar más minutos, pero la contraseña convenida no aparecía. Y así pasó gran parte de la noche, esperando una señal, dos estúpidos destellos que le anunciaran la liberación de su hijo y le sentenciaran la muerte a aquel asqueroso bamboche mofletudo.

El reclutador sudanés se reportó cada 45 minutos con sus secuaces, bien llamándoles, bien recibiendo sus reportes y en todas esas ocasiones le negó a K’bar la posibilidad de hablar con su hijo. La frecuencia de las comunicaciones le indicó al marroquí que se trataba de un control, no solamente del reclutador respecto a la ubicación de sus hombres, sino también de éstos, respecto a la seguridad e integridad del sudanés. Cerca de las tres de la madrugada, a las 2:45 exactamente el teléfono de Abú Hamid no repicó y no obstante la aparente serenidad e indiferencia de K’bar, un nudo se le hizo en la boca del estómago mientras salía del sauna en busca de otro escocés. El reclutador estaba reclinado sobre un inmenso butacón frente a la cantarina y fresca fuente de agua que había al centro del espacioso baño y tenía su teléfono más que e la vista: a la mano. Con mal disimulado nerviosismo aperturó la línea varias veces y consultó su mensajería de texto. Todo fue en vano. No había respuesta, pero sabedor de la capacidad de observación del marroquí, fingió que se comunicaba con sus hombres y hasta les recriminó el presunto retardo de minutos. Algo en el tono y en el timbre de la voz del reclutador alertó a K’bar, quien volteó como un rayo hacia su teléfono que ahora estaba en un bolsillo de la bata banca del sudanés. Esperó un instante. Un instante de siglos. Una eternidad. Pero divisó a través del paño blanco de la bata, el celaje de las dos luces naranjas de su videoteléfono y la vida le regresó al cuerpo junto con una calma serenísima.

.- ¿Por qué no me permites hablar con mi hijo esta vez?

.- Ya sabes mi respuesta. Me lo has pedido anteriormente y te he respondido igual: Hasta que no cerremos el trato de tu próxima misión, y hasta que no la cumplas a la perfección, tu hijo será mi garantía.

.- ¿Sabes qué creo? Que no negociaremos ninguna otra misión y que le darás la libertad a mi hijo de inmediato.

.- ¿Y qué te hace creer que voy a cambiar de opinión?

Una mirada involuntaria traicionó momentáneamente a K’bar y el reclutador metió la mano en el bolsillo de su bata de baño, sacó el videoteléfono del marroquí y lo lanzó hacia el balcón, con la intención que cayera los 15 pisos que separan el balcón de la suite con el hall de entrada y hacer saltar en mil pedazos la compleja pero compacta estructura de microchips, pantalla y mini tarjetas electrónicas. Patinando como un hielo sobre el piso de mármol, el teléfono se deslizó hacia el balcón.

.- ¿Me crees tan estúpido como para tener tu teléfono operativo? Ya sé. La presión ha sido demasiada para ti y ahora quieres liberarla de alguna manera. Pero te advierto que del sadomasoquismo siempre me ha gustado la primera parte, así que si deseas participar en eso, prepárate a sufrir con gusto.

K’bar se le acercó lentamente con la bebida en la mano, mirándole a los ojos, pero sin perder de vista la mini pistola de dos tiros, pavonada con oro y con cacha de diamantes que el sudanés siempre llevaba cargada con dos balas, calibre .357 y colgada al cuello como un crucifijo cristiano.

.- Sufrir con gusto. ¿Alguna vez pones cuidado y atención a las palabras que pronuncias? Te diré un proverbio que le escuché a un madrileño recientemente: ‘La lengua es castigo del cuerpo’. No capté toda su dimensión en ese momento, pero ahora y aquí, me he dado cuenta que los musulmanes y los sufíes no somos los únicos que tenemos sabiduría en nuestras creencias populares.

Abú Hamid Ben-Koufra se levantó lentamente y en retroceso del sofá, mientras K’bar se le acercaba y simultáneamente, echó mano a su pistola-relicario, pero K’bar se le abalanzó como una pantera y ambos cayeron y rodaron por el pulidísimo piso hasta tropezar con la pared lateral del balcón. Un leve forcejeo fue lo único que pudo oponer el reclutador. K’bar se le sentó a horcajadas sobre el pecho, le arrancó la gruesa cadena de oro con el arma y le colocó su potente mano derecha en el cuello para comenzar a estrangularlo hasta llevarle al límite de la pre inconsciencia. Así lo hizo unas tres veces más: Lo estranguló y lo revivió en medio de convulsiones, vómitos, defecaciones y llanto. Cuando le sintió sin fuerzas, levantó del piso aquella mole bofa de 130 kilos, lo sentó sobre un diván, lo amordazó y le ató allí con retazos de tela que desprendió de las sábanas de seda. Luego se fue al baño, se dio una prolongada ducha, se vistió y de regreso encontró al sudanés con los ojos inyectados de sangre de tanto llorar.

.- Déjame recordar en qué quedamos. ¡Ah, ya lo recuerdo! La lengua es el castigo del cuerpo, el refrán cristiano. Entonces, escoria ¿Recuerdas que prometí por Alláh, bendito sea Su Nombre, matarte tres veces? Bueno, eso ya está parcialmente cumplido. Ahora vamos a complacerte en tu propuesta de ‘sufrir con gusto.’

Valiéndose de la poderosa potencia de sus manos, K’bar rasgó lentamente la bata de baño del reclutador y le dejó totalmente desnudo. Luego de recoger cuidadosamente toda la bata rasgada y hacer con ella un ovillo prominente en la mitad del espacioso salón, Abú Hamid abrió los ojos cuando K’bar le requisó su cuerpo desnudo y supo que todo estaba perdido pues allí, entre los prominentes pliegues de su abdomen, el reclutador tenía un compartimiento secreto para situaciones desesperadas, y cuando le halló la daga supo qué tipo de muerte tendría, pues con esa misma daga el marroquí comenzó a aplicarle un suplicio interminable.

Después de colgarlo del techo por las muñecas, el cuerpo del reclutador fue hendido desde la nuca a los talones por la espalda, desde las axilas hasta los tobillos por los costados y desde el cuello hasta los pies por el frente, para formar decenas surcos que dividieron su piel en tiras más o menos de dos pulgadas de ancho, hasta el borde de la hipodermis, justo donde se apilan los corpúsculos de grasa que separan la piel del tejido conjuntivo que recubre los músculos y los órganos. El cuerpo desnudo del sudanés quedó convertido en un cuaderno de líneas verticales por las que brotaban finísimos hilillos de sangre que impregnaron los retazos de su bata sobre los que bamboleaba, pálido y macilento.

Luego de esta primera etapa, K’bar se sirvió otro escocés y requisó las pertenencias del sudanés. Allí encontró las hipodérmicas y las ampollas para sus dosis de insulina. De inmediato recordó que desde que llegó al restaurante y hasta ahora no le vio inyectarse y maldijo su incompetencia. El sudanés se le estaba muriendo en este momento, más por los efectos de un coma diabético que por los suplicios aplicados. Tomó una jeringuilla, la llenó con una ampolla doble de insulina y literalmente se la enterró en abdomen.

.- ¡Bastardo! ¿Creías que te me ibas a morir tan fácilmente? Todavía no ha llegado tu hora. Recuerda, aún debes sufrir con gusto, miserable.

El teléfono de K’bar destelló de nuevo desde el borde del balcón y al contestarlo, una oleada de alegría desplazó la crueldad de su alma por breves instantes.

.- ¡Hijo...Qué alegría volver a escucharte! ¿Te encuentras bien? ¿Y tu tío Aytor? ¿Está allí contigo? No, todavía no voy, pero sigue hablando... Dime lo que sea. Quiero escuchar tu voz y prometerte por Alá, bendito sea su nombre, que nunca, nunca jamás pasarás otra vez por esa experiencia. No, mientras yo viva para protegerte. Te prometo que a partir de ahora viviremos juntos para siempre. Si... claro, con Aytor y tía Cao. Claro que si, hijo mío. Ahora, comunícame con tu tío Aytor ¿Aytor? Bendito seas, hermano mío. Nunca viviré lo suficiente para agradecerte lo que has hecho. ¿Dónde están? Me parece bien. Yo también hubiera tomado esa decisión. Ya me contarás los pormenores, mientras tanto, debo que terminar un asunto que tengo literalmente pendiente por acá, en el hotel donde me encuentro con el bastardo sudanés. Sí, todo está bajo control. No sé, depende de cuánto tiempo se mantenga con vida. Tranquilo...Si, ya se. Se lo prometí a Ahmed, pero debo terminar lo que recién empecé, porque imagino que estarás de acuerdo conmigo que a esta basura no se le puede dejar con vida. Bien, hasta dentro de poco y que las bendiciones de Alá, bendito sea su nombre, se derramen sobre ti y tus descendientes a cada segundo que respires... Aselam aleikum, metulem, metulem.

Abú Hamid Ben Koufra, El Reclutador Sudanés, recobró el equilibrio glucémico en su torrente sanguíneo y con ello la conciencia, junto con la percepción de un dolor inenarrable que apenas comenzaba para él. Un quejido prolongado y un lamento lloroso, opacados por el esparadrapo que le taponaba la boca al sudanés, le indicaron a K’bar que había vuelto en sí y que podía reanudar el suplicio.

Los surcos sobre la piel aún estaban sin cicatrizar, como resultado de su exceso de azúcar en la sangre y sin más preámbulos y ante la mirada desorbitada del adiposo sudanés, comenzó a retirar la piel de su cuerpo, de arriba hacia abajo, lentamente para producir más dolor. Primero las tiras impares, unas setenta y cinco, luego las que quedaron, otras setenta y cinco. A cada diez tiras de piel arrancadas de su cuerpo lo revivía, utilizando para ello el muy completo botiquín de primeros auxilios de la suite, que incluía todo tipo de medicamentos, hasta un desfibrilador cardiaco y para cuando hubo terminado esta segunda parte de tormento, ciento cincuenta tiras de piel se desprendían de aquel cuerpo ensangrentado, como una gigantesca amapola mustia. Las de la espalda y el pecho colgaban desde sus genitales. Las de los costados se tendían por el piso desde sus tobillos, al igual que las franjas arrancadas desde de las caras interiores de sus piernas. Solamente los brazos, el rostro y los pies los mantuvo cubiertos de piel, para la tercera fase del escarnio.

Seleccionó una paleta metálica, de las que se utilizan para cortar los postres y la calentó en una de las hornillas de la cocina eléctrica y cuando el cubierto de plata adquirió un intenso rojo escarlata, lo pasó por la piel del rostro y los brazos, siendo particularmente preciso en los labios y las plantas de los pies. Con el mazo y la tabla para macerar verduras, le machacó los dedos de los pies y de las manos, a los que extrajo previamente las uñas, una a una y lentamente, con el cascanueces de las castañas.

Luego de dos horas de agonía, Abú Hamid Ben Koufra entró en una nueva crisis que le hizo perder el conocimiento: Había entrado en shock producto de la sangría y del dolor. K’bar ni se inmutó, tomó un cautín eléctrico del generoso botiquín de primeros auxilios y se dio a la tarea de cauterizar los vasos sanguíneos más grandes del cuerpo del reclutador y para solapar el hedor a carne humana chamuscada, encendió decenas de palillos de incienso que encontró en la sauna, y en la cocina calentó agua hasta hervir con hojas de eucalipto y aromáticos ramos de cilantro que halló en la bien surtida despensa. Abrió todas las ventanas, incluso las puertas corredizas del amplio balcón que se proyecta sobre el Bósforo y una corriente de aire fresco y límpido corrió por toda la suite, arrastrando en bandolera el hedor y los aromas, junto con las vaporosas cortinas del amplio salón.

Al despertar, Abú Hamid no podía creer que todavía estaba vivo, aún después que observó toda su piel esparcida por el piso, desde un charco de sangre que se acumuló en una pequeña piscina escarlata dentro del improvisado recipiente que K’bar hizo con las sábanas y los flecos de su bata de baño. Respiraba deficientemente, pero no tenía los temblores previos al coma diabético. Se examinó el cuerpo con dificultad y notó que una masa sanguinolenta lo recubría todo y desde millones de puntos en su cuerpo desgarrado percibía pinchazos de un dolor hondo y profundo. Era el efecto de las innumerables cauterizaciones que le aplicó el marroquí a quien divisó, serenamente sentado sobre un cómodo butacón, tapizado en brocados azules. Le suplicó la muerte con la mirada. Le rogó con el alma el fin de aquel martirio, pero no pudo conmoverle y entonces, hallándose como se encontraba, al borde mismo de su expiración, cerró los ojos y se dispuso a morir como buen musulmán: invocando mentalmente las primeras estrofas del Corán. Pero no tomó en cuenta la crueldad de K’bar.

.- Vaya, vaya, vaya. Resistes más de lo que imaginé y eso me agrada, porque así puedo aplicarte más dolor. Pero no cierres los ojos, ábrelos bien para que veas la sorpresa que te tengo.

Abú Hamid mantuvo sus ojos cerrados y su mente concentrada en las oraciones, hasta que sintió la proximidad de quien fuera su soldado preferido, su amante reciente. Una terrible punzada entre el esternón y el diafragma que separa el estómago de los pulmones le hizo saltar aunque continuaba guindando de lo que antes fueron sus manos y que ahora eran dos muñones cianóticos, abotargado con sangre brillante y dulzona y algunos coágulos. Comenzó a resollar con desesperación porque vio que moriría impuro, como Abd al-Malik ibn Qatan al-Fihri, el emir de Andalucía asesinado por los sirios en el año 741, con el estómago repleto de carne y grasa de cerdo. De nada le valdrían sus rezos y oraciones en estos últimos instantes de vida, pues en su larga, cómoda y distendida existencia jamás había cumplido con la obligación más importante para cualquier muslim: el hach, la peregrinación a La Meca una vez en la vida y vestido de blanco, para orar frente a la tumba de Mahoma y dar las siete vueltas dentro de El Haran a la Kaaba, un gigantesco cubo negro que contiene, además del sepulcro del profeta, la Piedra de la Felicidad en su ángulo Sur. Lo único que jamás había cumplido como fiel musulmán era lo que le eximiría de este pecado involuntario y que le hubiera abierto, a pesar de ello, las puertas del cielo prometido ‘donde un río de miel vierte su cauce por entre bosques de árboles frutales y cada hombre puede tener siete vírgenes para sí.’

Después de abrir un pequeño boquete, K’bar le introdujo hasta el estómago un pedazo de manguera arrancada de los desagües posteriores de la cava de la cocina. Seguidamente le mostró la carne cerdo que extrajo de un doble servicio que solicitó telefónicamente a Mr. Ribs y las licuó en su presencia para introducírselas por la cánula, con el auxilio de un conveniente embudo de plástico. Hecho esto, aplicó varias puntadas a la herida para evitar que con las convulsiones y el movimiento el sudanés expulsara parte de la grasa de cochino. Terminada la ‘operación impureza’, le extrajo los ojos con su daga y se dedicó al minucioso procedimiento de borrar sus huellas y cualquier indicio de su presencia allí. Minutos después bajaba de la suite por el ascensor de servicio y salía sin ser identificado por el costado Sur del Ciragan Palace Hotel, vestido con el overol azul del personal de servicio y limpieza de pisos. Había cerrado un capítulo importante en su vida y se abría otro, que aspiraba sería menos convulsionado y peligroso, pero antes había un compromiso familiar que cumplir: tenía que conocer personalmente al misterioso amigo de su abuelo, aquel desconocido a quien se referían por todo el sub mundo terrorista como El Coordinador.

Las dos secretarias transexuales fueron las que dieron la voz de alarma a las diez de la mañana del día siguiente. A sus gritos estridentes siguieron los fallidos actos de un pánico forzado, junto con las escenas cinematográficas de desmayos, convenientemente ejecutadas lo más cerca posible de los guapos funcionarios de seguridad del hotel.


Este capítulo forma parte de la Novela "El Ocaso de los Tulipanes" ® Depósito legal lf06120088001562 del 18/abril/2008 - ISBN 9789801231615 / Radicación internacional Nº 7571 del 21/abril/2008 - Todos los derechos reservados © Andrés Simón Moreno Arreche Editorial Eróstanus

No hay comentarios:

Publicar un comentario