Fueron muchas las anteriores lagunas mentales que tuve después de una borrachera, pero esta fue la más desconcertante. No atinaba a definirla completamente y para conseguir el Hilo de Ariadna tuve que escribir las notas que estás leyendo.
Desperté inusualmente bien y sin resaca. Bastante mejor que ayer y más lúcido que de costumbre. Me levanté sin sobresaltos, aún era de noche y como siguiendo un guión de telenovela me dirigí hacia el baño, no sin antes palpar el piso con los pies descalzos para encontrar, sólo una de las alpargatas llaneras. Mi hermana, como siempre, se levantó al sentirle trastear la bandeja de latón con los pocillos de peltre, a la caza de un tinto amanecido, pero hoy pasó por mi lado sin dirigirme la palabra. ¡Así sería la borrachera de ayer, que por primera vez en la vida Lesbia me negó el saludo!
Esperé el amanecer dominical como tantas otras veces, como siempre desde que mi madre murió: regando los árboles del patio interior, pero con el primer rayo de luz comenzó a llegar la gente en oleadas cada veinte minutos. Alumnos y ex alumnos. Artistas consagrados y otros más en formación. Publicistas y coleccionistas, todos conocidos y amigos, que sin darse cuenta que estaba regando los árboles del fondo, se dirigieron al patio que comparten las dos casas, ésta la de mi madre y aquella de Gerardo, mi hermano y se sentaron, unos en las sillas de hierro que tantas veces he prometido pintar de negro y los demás sobre los brocales de cemento que rodean los árboles de mango y de tamarindo. Saludé algunos al pasar, pero no me respondieron y entonces temí que también ellos estuviesen molestos por el mismo motivo. ¡Sabrá Dios qué habré dicho o hecho con los tragos de ayer!
Un rebullicio se ha formado a la entrada del estacionamiento. Mis cuatro hermanos llegan juntos en el carro familiar que conduce mi sobrina y al acercarme para saludar es cuando caigo en cuenta de todo: ¡Resulta que estoy muerto!

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