Todas las tardes regaba las flores que la enramada de la glorieta le regalaba diariamente. Para ella era un ritual casi íntimo y cuando estaba de viaje, atormentaba a su servidumbre con decenas de llamadas telefónicas para asegurarse que la enredadera recibiría su ración diaria de agua y humus, a la misma hora de siempre. Les exigía, además, que le hablasen a la enredadera mientras la regaban, pues insistía que aquél era un ser vivo capaz de percibir los sentimientos de las personas que se le acercaban.
Pero cada vez que regresaba de sus viajes la encontraba mustia, casi marchita, como si un vendaval de sequedad hubiera azotado toda su furia contra ella. Aquella situación le provocaba un desasosiego de espíritu de tal magnitud que caía en una profunda depresión de la cual salía únicamente cuando su querida enredadera recuperaba el verdor.
Un día quedó dormida en la glorieta y despertó cerca de la media noche recostada sobre un potente y cálido brazo. Aunque la situación le era extraña pues se creía sola allí, se dejó llevar por la placidez del momento, por el aroma suave y profundo que navegaba en el aire y sin darse cuenta, el otro brazo la desnudó. El sopor le impedía despertar totalmente, aunque le mantenía los sentidos atentos y una más o menos claridad de lo que acontecía. Así, entre oleadas de placer indescriptible, el perfume embriagador de las flores y la laxitud de aquella glorieta, amaneció totalmente desnuda para sorpresa de los criados e indignación de su padre.
Nueve meses después, la gestación de aquella desenfrenada pasión generó un caos aún mayor que su embarazo, pues en medio de una inexplicable risa, Alejandra dio a luz a una hermosa flor.

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