Una brisa, la del sudeste, le despertó suavemente. Eran quizás las cuatro y media de la madrugada. Imposible saberlo sin levantarse de su inmunda hamaca de loneta. A través del mosquitero amarilloso divisó en la oscuridad de aquel amanecer que se le venía encima, las caramas del ganado esparcido por el llano, que dibujaban su negrura contra la no menos negrura del horizonte. Casi a sus pies, a metro y medio, la pichagua con el agua fresca y dos paquetes de café molido que constituían su bastimento para toda la semana.
El rumor gallináceo de las guacharacas silvestres remeció en los mogotes cercanos, donde antes había un patio con flores y más allá, la Casa Grande, con su mujer y sus muchachos y la servidumbre y las visitas domingueras. De modo que contra su voluntad, siguiendo un ritual con más de cuarenta años de costumbre, se levantó con el primer resplandor que despuntó por encimita de las vaqueras de Juan Salinas y aún a sabiendas que nada tenía que hacer, descolgó la hamaca de loneta y sobre las brasas amanecidas puso a hervir agua para su primer tinto del día.
Como un autómata, agarró la escobeta de palmas y se puso a barrer el piso de tierra apisonada de aquel mugriento bohío. Para cuando el alba bañó de amarillos refulgentes el ocre mustio de la sabana veraneada, el viejo Indalecio Rodríguez caminaba hacia el palenque. Su fabulosa corpulencia, hecha jirones más con la soledad que con los años, era insignificante comparada con la inmensidad del llano, pues cualquiera que a la distancia le hubiera visto, le habría confundido con un minúsculo garbanzo negro flotando en un océano marrón y seco.
Allá iba Indalecio, con su soledad a cuestas, pero con la satisfacción de haber graduado a sus siete hijos en la universidad de la Capital donde estaban ellos, "los dotores", como él prefería llamar a sus hijos, con sus computadoras portátiles, sus trajes de casimir inglés y sus esposas blancas, rubias y olorosas. Pero aquí estaba él, caminando sobre su llano reseco y cargando con los recuerdos, el único alimento para su alma, después que murió Jacinta, la amiga, la amante, la madre, la compañera.
Llegó hasta el palenque y recostó su cansada corpulencia sobre un poste madrinero. La resolana de agosto, aún tempranera pero intensa le abrasó con sus calores y presa del ahogo asmático dejó deslizar lentamente su espalda por el tronco hasta acuclillarse sobre su misma tierra. Las oleadas de calor le hicieron ver acercándoseles desde la distancia los fantasmas que le atormentaron siempre, y entre todos identificó la figura breve y delgada de su querida Jacinta. Entonces sonrió pues se dio cuenta que morir ahora, así y allí no era peor que vivir en soledad.

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