Murió con su estilográfica en la mano y tal vez no era de esperarse otra muerte para un escritor. El Sargento Meléndez encontró su cadáver sentado sobre la legendaria silla de nogal que había fabricado él mismo. El cuerpo quedó recostado sobre el escritorio, con la cabeza ladeada y en la derecha, la vieja Parker 45. Una rápida visión panorámica en el estudio le indicó al Sargento Meléndez que quien quiera que fuese el homicida, no había tenido necesidad de violentar el acceso, por lo tanto comenzó a inferir que el asesino era conocido del occiso.
La múltiple estantería de los libros aún conservaba el típico desarreglo de quien se dedica a la lectura: Una biblioteca de tres paredes con no menos de 1.500 volúmenes y en dos de los entrepaños más próximos al escritorio, cincuenta o más libros con un desgaste de uso superior a los demás. A un costado, dos promontorios de textos, novelas y libros de poesías envueltos en celofán o dentro de bolsas y paquetes con facturas de reciente data que evidenciaban que el deceso tuvo que suceder en menos de 36 horas. El cadáver presentaba una rigidez post mortem que convalidaba su cálculo, pero no presentaba más señal de agresión que la profunda perforación en la sien derecha, hecha con la punta de oro de la Parker 45 que aún conservaba restos de tejido y sangre del infortunado escritor.
El escenario del crimen estaba tachonado de papeles en blanco todos arrugados presumiblemente por el autor, pero en uno de ellos el Sargento Meléndez encontró lo que en principio consideró una pista, pero que se convertiría en la clave del caso más controversial, pues allí estaba escrito, de puño y letra del fallecido y con su sangre, un cuento inconcluso que comenzaba así:
Murió con su estilográfica en la mano y tal vez no era de esperarse otra muerte para un escritor.

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