El trueno de la explosión recorrió en segundos toda la casa, sobresaltando a unos y animando a otros. “¡Ya llegó… ya llegó!” fue el grito unívoco de la muchachada, mientras que los adultos se abrazaban en medio de una casi borrachera colectiva. Todo el esfuerzo del día se concentró en realizar los preparativos para la celebración de ese instante, pues la llegada del año nuevo constituía la esperanza común de un futuro mejor para todos. El cañonazo anunciaba la llegada de nuevos tiempos que vendrían a cubrir con su bonanza las penurias del pasado reciente y eso era suficiente para que la familia Martínez y sus invitados quisieran compartir con el vecindario de la cuadra y celebrar la llegada del año nuevo en la calle.
Cuando los que estaban en la casa de los Martínez salieron para compartir un “feliz año” con los vecinos, se encontraron con la soledad de la calle. Entonces, el viejo Macario miró su leontina y después de cotejar con otros relojes que aún faltaban cinco para las doce regresó a la casa y desde la cocina vio a su madre, la anciana Eulalia, sentada en su banqueta bajo el frondoso árbol de Cotoperí. Se le acercó con un pocillo lleno de café con leche, llamándola casi en susurros para no despertarla si es que no lo estaba con el estruendo del cañonazo adelantado. Se acercó a pasitos, pues sabía que su madre se asustaba de nada y en esos momentos recordó lo que ella tantas veces le reclamaba cuando, de muchacho, entraba de improviso a la cocina perseguido por sus hermanos mayores:
¡Ah muchacho tan tremendo y correlón. No me asuste así y se me va de la cocina!
Aún a sus noventa y tres años, Eulalia le regañaba en los mismos términos pues para ella, Macario seguía siendo su muchacho tremendo y correlón, hasta que “la vaguedá” , como ella le decía a los desmayos que le producía el inmenso tumor cerebral, se hizo presente y entonces descubrió en su hijo la fortaleza y el apoyo necesarios para soportar las dolencias de su prolongada vejez. Y allí encontró a la vieja Eulalia, con la espalda apoyada al tronco del Cotoperí, con las manos en su regazo, los amarillentos ojos abiertos pero inexpresivos y el antiguo revólver de la Guerra Federal aún humeante y a sus pies.

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