Era otoño y los árboles centenarios tachonaban de ocres y bermejos el camino empedrado que ascendía por la ladera de las montañas de Irún y se internaba en un recoveco de modestas y recias casas de ladrillos y algarrobo, apiñadas unas junto a las otras a la vera del camino y las más antiguas alrededor de la rústica iglesia parroquial. Era la estación del recogimiento, de la cosecha y de la preparación para un invierno que amenazaba ser más intenso que en años anteriores, pero no era época propicia para destejer la madeja de un asesinato ¡Mucho menos de tres!
En las últimas semanas, aquel tranquilo villorrio había sido sacudido con el brutal asesinato de tres párrocos, uno tras otro, víctimas de un ser totalmente desquiciado que les había infringido horribles puñaladas y para estupor de aquellas buenas gentes, a cada sacerdote le habían extirpado los genitales. La gendarmería del precinto había tomado literalmente al poblado. Cada uno de sus trescientos cincuenta y siete habitantes había sido interrogado minuciosamente, dos veces al menos.

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