Conocía a todos los personajes del tercer estante. Había compartido con ellos la soledad de las noches, el desdén de los lectores apresurados y la espera infinita. Ahora podía verlos desde el escritorio. Estaban donde siempre supuso que estarían, aunque no en el orden esperado. Desde allí divisaba a El Aleph junto a El Padrino. La Alianza al lado de La Chica Del Tambor, y los augustos diccionarios junto con las señoriales enciclopedias que ocupaban los espacios estelares, esos que están al alcance del lector.
No era fácil asimilar la diversidad literaria de aquella inmensa biblioteca que ocupaba doce mil metros cuadrados y que ahogaba de tinta y papel al pequeño edificio de ladrillos y argamasa que se mantenía impertinente y rebelde en la esquina más apetecida de la megalópolis.
Y mientras se sorprendía con el descubrimiento de otros textos, de más narraciones y de ínclitas enciclopedias de tapa dura y papel seda, intentaba mantener la compostura y la serenidad, características de su origen galés, frente a las innumerables moscas y los despreciables gusanos que se reproducían en la cabeza del cadáver fallecido hace diez meses sobre el escritorio número nueve de la solitaria sala de lectura, ahíta de un polvo gris que se podía ver flotar en la luz azulada y transparente que penetraba a través de las claraboyas del segundo piso.
Todo estaba consumado y ella no podía hacer otra cosa más que contemplar, con espanto y resignación, aquella escena. Nadie se sorprendería por su denuncia. Ninguna autoridad del mundo digitalizado investigaría aquella muerte y ella sería ignorada por completo. Al fin de cuentas, era una palabra más en la página 215 del libro que estaba leyendo el último lector de papel.

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