.- ¿Cómo amaneció tu papá?
.- Igual. Continúa sumergido en la oscuridad de la biblioteca. Ahora no quiere que prendamos las luces.
.- ¿Y qué dice el médico?
.- Lo mismo: Depresión. Tiene un cuadro depresivo que se agudiza con los días.
.- Lo voy a reanimar. Ya verás que si yo lo converso...
.- No, no, no... Dejálo tranquilo. Mirá que la última vez que te propusiste a sacarle conversa, lograste que recordara a mami y estuvo dos noches sin dormir.
.- Pero es que yo creo que...
.- Nada, quedáte quieto. Dejáte de inventos y cuando suene la campana, que no tarda en sonar, le lleváis el pocillo con café con leche y no hacéis más nada. Además, en estos días viene el aniversario de muerta de mamá y papi está ‘de-a-toque’. Dejálo tranquilito que así está mejor.
Yo los oía a través del ventanal que separa mi estudio de la sala de la casa, un antepecho centenario de estilo colonial que traje de La Sierra de Perijá hace más de 60 años y que desde la muerte de Albertina condené para no ver más hacia los adentros de la casa. La brisa que sopló desde la enramada de palo negro penetró por la otra ventana, la del frente, y tumbó la campana, y apareció mi yerno como una exhalación, con el tazón de aluminio rebosante de café con leche. Debí estar encaramado en la escalera de la biblioteca cuando llegó porque lo vi desde arriba; se acercó hasta mi butaca y de repente retrocedió con su torpeza habitual, derramando mi café y salpicando algunos libros del estante de Clásicos Griegos.
Entonces, escuché la voz de mi madre. También otras risas, pero la de mi madre era inconfundible. La oscuridad no me permitía verla hasta que una luz, blanquísima y cegadora, me rodeó por completo y me sentí izado. Ya no veía a mi yerno pero sí a la ventana perijanera con sus barrotes de madera, y sus dos hermosas hojas batientes de madera pulida y junto a la ventana, una cama donde yacía plácidamente mi madre, rodeada por mi esposa, mis hijas y mis tías. Sentí que había muerto y que estaba reviviendo fragmentos de mi vida, pero no, no era eso lo que me sucedía. Una enfermera, rotunda y negra como aquellas esclavas del Mississippi que el viento se llevó, me acunaba en su regazo. Acababa de nacer y lo primero que escuché fue una voz masculina que preguntaba a una de mis hijas:
.- ¿Cómo amaneció tu papá?

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