Nuevamente, los pendencieros hijos del no menos escandaloso Mr. Johnson, el vecino de la casa de enfrente, esparcieron los desperdicios del tacho de la basura en el acicalado jardín que antecede a la pequeña pero bien cuidada casa de Magda y Stanley Kubrick, la única que mantiene el diseño y los colores originales y que ambos adquirieron en Highland Park, suburbio de clase media ubicado en las afueras de Detroit, pocos meses después que él regresara de Corea, con tres condecoraciones y completamente repuesto de sus heridas aunque no totalmente del síndrome post guerra.
La manía insuperada de Stanley consistía en tener la despensa y las neveras a rebosar de latas, cajas de comida no peredecedera y un bastimento de embutidos, pescado salado y carnes en conserva como para alimentar a un batallón de soldados hambrientos. Le daba igual que estuvieran solamente ellos cuatro o que les visitase en cualquier largo fin de semana la numerosa familia de ella. Stanley tenía de todo. Compraba al por mayor y hasta disponía de un pequeño almacenamiento de víveres en el patio trasero y otro más en el amplio sótano anti bombas que construyó él mismo durante los fines de semana desde el primer sábado, cuando estrenaron la casa de recién casados.
Magda divisó los desperdicios regados desde el ventanal de la cocina y de inmediato fue a buscar a Stanley. Aquello tenía que parar de una buena vez, y si Stanley no enfrentaba a Mr. Johnson, lo haría ella, así fuera contra todos los convencionalismos de aquella sociedad, demasiado republicana, conservadora y racista para su gusto. Arrojó el delantal frente los gemelos Brenda y Max que se desayunaban para luego ir campo de béisbol de la comunidad, y se dirigió al garaje donde encontró a Stanley limpiando y puliendo su excesivamente pulido y limpio Buick convertible recién comprado.
Hasta la cocina llegaron los reclamos de Magda, y mientras los gemelos hacían lo que tantas veces les enseñó su padre, huir de los enfrentamientos y los conflictos, Stanley soportaba con el estoicismo de un monje tibetano las recriminaciones y los improperios de Magda. Él le daba vuelta al carro, acariciándolo con la felpa de gamuza australiana y ella le seguía, clavadas las manos en sus formidables y bien formadas caderas, un cuerpo verdaderamente armonioso y sensual, acentuado por aquellos pantalones de satén malva, con el moderno corte ‘pescador’ que exhibía sus bien contorneadas piernas.
Cuando los argumentos se volvieron repetitivos y la indiferencia de Stanley se hizo cada vez más impenetrable, Magda regresó a la cocina. Lo hizo por el frente de la casa, por el acceso del garaje con el jardín y mientras recogía la basura esparcida maliciosamente, juraba para sus adentros que ‘uno de estos días... uno de estos días’ le cantaría las cuarenta a Mr. Johnson y a los tres animales que tenía por hijos. Y mientras apilaba dentro del tacho el último desperdicio con el recogedor, Willermina, la exótica y casquivana viudita del barrio se le acercó para ratificar lo que ya se sabía en toda la cuadra y para humillar con su menosprecio la cobardía de Stanley el ego maltratado de Magda.
.- Vaya, vaya, vaya. Otra vez recogiendo la basura que te regaron los Johnson ¿Por qué no aprovechas que tienes la escoba en la mano y recoges la hombría de tu maridito?
Magda sintió que toda la sangre se le venía a las orejas y estuvo a un instante de liarse a trompadas con aquella flacucha inútil, que sólo servía para cazar herencias de vejetes desahuciados, como el último de sus tres maridos, pero la salida inesperada de Stanley en su mimado descapotable Buick sedán ‘57 no sólo que le atajó de cometer un desatino como ese, sino que la sorprendió por completo. Él nunca salía de casa los fines de semana. Bastante que lo hacía de lunes a viernes, como Supervisor de Promociones y Lanzamientos de la Procter & Gamble.
Stanley tampoco se despidió. Con la parsimonia con la que siempre manejaba, salió del suburbio por la Edsel Ford Freeway, cruzó el Jeffires bridge y empalmó con la 96, siempre a menos de 50 millas, colocando convenientemente las señales de cruces y respetando hasta la exasperación de quienes le seguían todas las señales de tránsito. Bajó la capota plegadiza del sedán que se desplazaba sobre la autopista con el silencio y la levedad del vuelo de un ganso, y siguió sin parar hasta estar a ciento diez millas de Magda.
A medida que la brisa otoñal que se respiraba en las carreteras de Michigan le refrescaba el rostro, Stanley recobraba la compostura y asumía un semblante más sereno y más enérgico. Se detuvo en la gasolinera de Mr. Harris como siempre lo hizo; allí se quitó los lentes con montura de carey negro, se sacó la almidonada camisa de cuadrículas y quedó con la camiseta de mangas verde oliva del ejército de los Estados Unidos, la prenda que más detestaba Magda, pero que él usaba a escondidas como ropa interior, y mientras uno de los chicos le llenaba el tanque de combustible y el otro limpiaba el parabrisas, entró para tomar un café y saludar al viejo Ed.
Llegó hasta Saint Joseph Park, en Lansing. No lo esperaban. Estacionó su amado Buick 57 frente a la casa 628 y tres mozalbetes salieron a recibirle sorprendidos y alegres de que su padre regresara de viaje antes del lunes. Su esposa, una sensual latina que fue Miss México le estampó un espectacular y pecaminoso beso en la boca allí, en público, en medio de la acera comunal, mientras una vecina, la de la casa del frente caminaba hacia él, con aire desenfadado y evidentemente disgustada.
.- Mr. Johnson, le tengo una queja. Nuevamente sus hijos esparcieron los desperdicios del tacho de la basura en mi jardín.”
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