Los cerezos florecieron esa primavera con un inusitado rosa, un rosa intenso casi bermellón. La enfermera había desplegado el espacioso ventanal que está a más de dos metros de altura con un brazo extensor, que al rotarlo producía un sonido de óxidos añejos, cíclicos y penetrantes, y la espaciosa habitación del viejo Hospital Naval se inundó con un aire fresco y húmedo, aromatizado por la floración que irrumpió esa mañana en todo Washington.
Yo me estremecí con el cambio de temperatura. Protesté con vehemencia, grité, pero la mujer de blanco me ignoró por completo. Se concentró en desconectar el instrumental que mantenía con vida artificial a la mujer que estaba detrás del biombo de loneta y pasó a mi lado con su cadáver amortajado con una sábana blanca.
Volví a protestar. Esta vez le grité con más fuerza. Con furia. Con desesperación. Me sentía ignorado y ultrajado por el desprecio silencioso de la enfermera. Pronto comprendí que aquello sería el menor de mis males, porque acababa de nacer y ya era otro huérfano más.
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