Editorial Eróstanus C.A.

Editorial Eróstanus presenta en este blog la producción literaria de Andrés Simón Moreno Arreche. Cada uno de los relatos, poemas, cuentos y novelas poseen depósito legal, ISBN y radicación internacional a través del Servicio Autónomo de Propiedad Intelectual de Venezuela (www.sapi.org.ve) y además están registrados en Safe CREATIVE. Es inaceptable la reproducción parcial o total de los textos posteados, sin la formal autorización de la casa editorial y del autor.

Bienvenidos

Bienvenido a mi blog "Las Narraciones de Eróstanus". Aquí podrás encontrar relatos breves, que hallarás agrupados en el mes de noviembre 2010, y 22 capítulos de la novela "El Ocaso de los Tulipanes", colgados en orden decreciente en el link del mes de diciembre 2010.

Los relatos breves, la gran mayoría de menos de 2.000 palabras, a excepción de tres, fueron publicados en una compilación en el año 2008 con el título "Relatos Para Contárselos A La Muerte"(ISBN 978-980-12-3162-2). Una segunda edición está en la imprenta de la casa Editorial Eróstanus C.A. patrocinadora de este blog.

La novela "El Ocaso De Los Tulipanes" es una narración de largo aliento. Se trata de 23 capítulos (22 de ellos colgados aquí) en los que se desarrolla una trama compleja que expone al lector las aparentemente imposibles, pero muy reales asociaciones entre las insurgencias latinoamericanas, el terrorismo internacional y los avatares de un presuntamente próximo cisma de la Iglesia Católica romana.
La primera parte comprende los 5 primeros capítulos. En ellos, la aparición de 'El Ángel de la Palabra' (Adonay Jinnú) antecede al inicio de una gran cruzada de concienciación mundial.
La segunda parte ('Los presagios de la Trinitaria Blanca') la integran tres intensos capítulos en los que Bianca, K'bar y muchos otros personajes del primer capítulo colocan al lector en una vorágine de eventos que se desarrollan en Europa, África y Oriente Medio.
Cierra la novela con los acontecimientos que desencadenará un tenebroso y escurridizo personaje, Absalón, su discípulo (Ehud Weizman) y los mercenarios de éste. Bogotá, Tierra Santa y los Montes vascos de Irún son los escenarios del desenlace de una historia densa, rica en personajes y ambientes, y apasionante de comienzo a fin.

Siéntate en tu butaca preferida y ponte cómodo para sumergirte en mis relatos y en mi novela. Sé bienvenido a mi mundo.

Andrés Simón Moreno Arreche

sábado, 27 de noviembre de 2010

Vaciamiento

El día que se llevaron de la biblioteca pública a don Eustaquio nadie lo lamentó más que Bertahelena, la compiladora de textos del piso seis. El viejo políglota, que también era abogado, licenciado en Letras, periodista colegiado, doctor en Historia Antigua y numismático, sufrió esa tarde lo que en principio se creyó fue un ataque de apoplejía, pero lo cierto es que don Eustaquio literalmente se apagó. Quedó extrañamente de pie, frente a la estantería cuarenta y nueve del pasillo ‘A’, en el poco visitado piso de las enciclopedias y los diccionarios.

Fue uno de los bedeles que asean el espacioso salón de lecturas de la planta baja el que dio la voz de alarma, silenciosamente: le dijo a la Supervisora de Servicios Generales que durante las tres horas que llevaba en la limpieza del salón había notado que don Eustaquio había quedado, como en efecto le encontraron, sin moverse, detenido a medio paso frente a la estantería cuarenta y nueve, con la mano derecha extendida hacia los libros y el dedo índice sobre el tomo diecisiete de la Enciclopaedia Britannica, la edición más antigua, la de mil novecientos dos.

Cuando llegaron a su lado notaron que respiraba muy suavemente. Mantenía los ojos abiertos y sin parpadear, con la mirada aparentemente fija en el tomo diecisiete, pero con punto focal más allá del libro, de la estantería, incluso de la pared y del pueblo. Inicialmente le hablaron, le preguntaron las obviedades que estando en su sano juicio jamás respondió; menos ahora. Intentaron que se moviera por sus propios medios pero todo fue inútil. Había quedado paralizado y con una tiesura asombrosa, incluso para los recios y robustos agricultores que fueron llamados para vencer, con sus legendarias fuerzas físicas, la rígida testarudez de aquel cuerpo pequeño y enjuto.

Don José Eustaquio Ramón Bernal y Horande quedó paralizado allí, con un equilibrio precario pero con un hálito de vida que se percibía en su respiración suave y acompasada, una vida que no se reflejaba en sus ojos pues había dilatado totalmente las pupilas y el entumecimiento de sus articulaciones le confirmó a los paramédicos, que llegaron minutos después de los esfuerzos juveniles, la tesis temprana de una paraplejía generalizada.

Hubo que descenderlo como un incómodo mueble por las angostas escalinatas de servicio, pues por la postura que sus brazos y sus piernas asumieron en el evento, quedaron de una manera que hacía imposible introducirle en el pequeño ascensor de celosía, instalado hace treinta años, casualmente el mismo día que don Eustaquio regresó al pueblo y asistió a la reinauguración de la biblioteca pública de aquel villorrio de agricultores y hortelanos, un caserío de casas grises y de plaza parda, semiocultas por la neblina y que se desgranan irregularmente y al alimón de la calle única que desciende la pendiente suave y húmeda de un apartado paraje de los andes venezolanos.

Bertahelena, que le conoció desde siempre y que en silencio le amó desde aquel día que él se fue sin despedirse, en el carretón de mulas de Juan Vicente, a estudiar en la universidad de la capital, observaba a la distancia, asustada y aterida lo que le sucedió a su Eustaquio Ramón, el hombre más inteligente y leído que pudo conocer. Los lectores de la prensa del primer piso y los demás visitantes desperdigados por la inmensa sala de lecturas de la planta baja se preguntaban, asombrados, cómo era posible que a don Eustaquio, que era tan perspicaz y que se sabía de memoria casi todos los tomos de las enciclopedias y los diccionarios del piso seis, le pudiera pasar lo que le sucedía.

Desde que Eustaquio Ramón se fue a la capital a estudiar, Bertahelena había guardado, como su otra virginidad, la secreta esperanza que al regresar le propusiera boda, mas no fue así. Tardó treinta y cinco años en regresar y durante los treinta transcurridos desde que regresó, estuvieron dedicados casi exclusivamente a visitar la biblioteca diariamente, incluso los sábados en horario reducido de nueve de la mañana a una de la tarde, pero jamás intercambió con ella más que unos buenos días y unas balbuceantes buenas tardes, o una silenciosa sonrisa de afirmación indefinida. Sin embargo, ella sabía que le amaba y se lo leía en los diferentes silencios que él usaba. En la forma en que silenciosamente le entregaba los textos leídos antes de retirarse, siempre a tres minutos para las siete de la tarde. Se lo leía en la manera de aproximársele en los pasillos para preguntarle, con la mirada esquiva, es cierto, por algún tomo de cualquiera de las doscientas ochenta y siete colecciones de enciclopedias que abarrotaban los pasillos ‘A’, ‘B’, ‘C’ y ‘E’ del piso seis.

A los tres meses del evento, don José Eustaquio Ramón Bernal y Horande, el hombre más inteligente del pueblo fue remitido al hospital psiquiátrico donde identificaron su catalepsia como una pauta de comportamiento predominante para el ulterior diagnóstico de una esquizofrenia catatónica. Nadie, ni los médicos del hospital ni los psiquiatras del nosocomio, pudieron acertar con la causa del vaciamiento mental de don Eustaquio.

Hubo de transcurrir un lustro para conocerse la causa. Se supo siete días después del fallecimiento de Bertahelena y lo descubrió su sobrina, Brunilde, quien heredó de la tía el puesto en la biblioteca del pueblo. Entre los documentos y papeles que Bertahelena dejó pulcramente ordenados en su escritorio del piso seis, Brunilde encontró aquella caja de nogal asegurada con tres cintas rojas que se ataron en un lazo múltiple alrededor de un tosco palito de pardillo, misma caja que guardaba su tía, siempre con celo de quinceañera, en el armario del depósito. Adentro había un pequeño muñeco, remedo de trapo negro de don Eustaquio al que estaba amarrado un papel. Contenía un escrito en un idioma que nadie pudo identificar mucho menos traducir en el pueblo, ni en la ciudad, tampoco en la capital.

Se presumió que aquello no podía ser otra cosa que una maldición en la lengua de Satán, como lo aseguró durante muchos domingos el padre Acerada Lalinde, cura párroco del pueblo casi desde su fundación. Y en efecto, parcialmente así fue. Era una maldición escrita en el antiquísimo idioma tifinagh, una de las muchas lenguas muertas del África Noroccidental y literalmente desaparecida, originaria de la cultura sahariana bereber. Era un escrito en el idioma camítico que se extendió por el Norte de África mucho antes del nacimiento del galileo en la ahora Palestina Bet-léḥem, utilizado tradicionalmente por los nómades tuareg y revivido en época reciente por instituciones y movimientos culturales berberistas. El conjuro y el pliego adicional de indicaciones, que fueron traducidos dos años después de su hallazgo en la Legación de Marruecos en la Capital de la República, contenía esta sentencia:

“Por cada palabra que entre a ti, cinco saldrán para regresar a donde fueron leídas”

A pesar de las admoniciones dominicales del cura párroco y del contenido del encantamiento que se conoció en todo el pueblo, nadie en su sano juicio pudo creer que aquel fetiche y aquel conjuro pudieran haberle causado daño a don Eustaquio. Nadie, a excepción de Brunilde y de la directora de la biblioteca que comprobaron, horrorizadas, que los tomos de las enciclopedias y los diccionarios del piso seis habían quintuplicado sus páginas.



Este relato forma parte del Volumen I de "Relatos Para Contárselos a La Muerte" ®Depósito legal lf06120088001563 ISBN 9789801231622 / Radicación internacional Nº 7572 del 21-04 2008 - Todos los derechos reservados © Andrés Simón Moreno Arreche Editorial Eróstanus

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