El aroma del café recién colado la despertó en la madrugada. Una espesa neblina andina se colaba por entre los resquicios del ventanuco de su cuarto y la cobija de lana celestineó sus ‘cinco minuticos más’ con un cálido abrazo. Cerró los ojos y se concentró en el leve tintineo de la llovizna que caía en esa madrugada fría y silenciosa. Pensar en él fue inevitable por lo que no le extrañó que una indiscreta lágrima la acompañara desde tan temprano. Finalmente se levantó arropándose con la cobija, pues los siete grados Celsius amenazaban con otro día de brumas, fríos y páramos coronados de nubes grises y lloviznas blanquecinas.
Su habitación era la penúltima de un largo pasillo que rodea parcialmente un sobrio patio interior, empedrado desde la época colonial, y en cuyo recodo más lejano divisó a la rechoncha Eulalia, su fiel y amada nana, que la esperaba con la primera colación del día. A pesar de su intensa vida social en la Capital de la República, Carolina no había deseado otra cosa que pasar el mayor tiempo posible en aquella hacienda cafetalera, incrustada en lo más alto y profundo de los bosques andinos, en ‘El Trapiche’ que heredó de su padre y de la cual estaba siempre tan orgullosa. Allí se había organizado su primera fiesta, el desayuno de su Primera Comunión. En el patio de los helechos había iniciado el baile de sus Quince Años con su padre, y allí en aquel magnífico caserón de las montañas andinas se había celebrado su boda apenas tres años atrás.
Los nuevos helechos que había ordenado traer desde la montaña colgaban en el borde de la vieja techumbre de tejas y así, el pasillo de terracota misteriosa se había guarecido con la exuberante cortina verde de las frondas que llegaban hasta el piso. Carolina se acercó hasta la mesa frente al fogón y se dejó caer pesadamente sin anunciar su llegada con el beso acostumbrado ni con el abrazo de todos los días. Eulalia, madre al fin de cuentas, se lo reclamó amorosamente:
.- “Mi niña, se dice ‘buenos días’ cuando se llega. Aquí tiene su tinto. ¿Cómo me amaneció?”
.- “Buenos días, nana. Aunque yo no sé qué tendrán de buenos estos días tan fríos, encapotados y húmedos.”
.- “¡Ay, hija, levante ese espíritu! Así no lo va a superar. ¿Por qué no se comporta como esos helechos que mandó a buscar ayer a la montaña? Usted debe levantarse como ellos, fresca, juvenil, hermosa y llena de vida. Y hablándole aquí como quien quiere y no quiere ¿Cuándo se va a decidir que nos marchemos pa’ la capital? Mire que yo estoy bastante vieja y estos fríos no me dejan dormir como Dios manda.”
.- “No lo sé, nana. No lo sé.”
Carolina se concentró en el café con canela y miel; sólo apartó la mirada del fondo negro del pocillo de peltre azul para deleitarse con sus amados helechos. Allí estaban tal y como los definió la nana Eulalia: frescos, juveniles, hermosos y llenos de vida, pero como su alma, también los helechos estaban llorando. El traqueteo de un tropel de mulas aproximándose desvió su mirada hacia el viejo portalón de la estancia cafetalera. A esa hora llegaban los cosecheros con sus mulas, las cestas tejidas y el inconfundible aroma del chimó recién mascado, pero hoy el arribo de los jornaleros fue diferente. Carolina lo presintió al notar que, al contrario de los días precedentes, los secos y distantes cosecheros andinos no se acercaron para compartir el tinto de la mañana con ella, sino que se quedaron parloteando un secreto acompañado con alguna mirada fugaz pero indiscreta.
La brisa que bajaba por la ladera Norte barrió parcialmente la neblina de la mañana y en la distancia pudo admirar el soberbio paisaje de las cumbres andinas, con la ciudad de San Cristóbal a sus pies. El capataz de los jornaleros, el viejo José Gregorio, se arrimó a pasito lento, con la cabeza descubierta a pesar del intenso frío hasta la mesa frente al fogón, con el desvencijado sombrero de felpa entre sus manos encallecidas y los hombros innecesariamente encogidos bajo el rústico poncho de lana de oveja.
.- “Mi niña, hoy le traigo jornaleros nuevos porque los de la semana pasada no me rindieron lo convenido, y quisiera su permiso para presentárselos. Disculpe de entrada si alguno me le sonríe. Es que no están acostumbrados a ver una niña tan hermosa como usté ¿Me comprende?”
.- “Si, claro que lo comprendo, don Chepe y no se preocupe por las risitas, que yo ya estoy acostumbrada a que me estén viendo de soslayo y de arriba para abajo desde que gané el Miss Venezuela.” – y de improviso, como impulsada por el resorte de la cafeína, se levantó y atravesó el patio de los helechos, seguida por el capataz.
Unos estaban aún sobre las mulas, mascando chimó y lanzando escupitajos negros desde sus encías desdentadas, otros estaban recostados a sus bestias y todos evidentemente nerviosos con su imponente belleza, a excepción de uno que se quedó en el portalón de entrada de espalda a la estancia y con el rostro oculto por un sombrero. Uno a uno fueron presentados los nuevos jornaleros:
.- “Este se llama Javier. Vive en los conucos de La Vuelta del Indio.”
.- “A su mandar, señora.”
.- “Estos dos son Venancio y Rodrigo, los ‘morochos’ como puede ver por el parecido. Son hijos de don Eustaquio, el de Quebrada Blanca.”
.- “A su mandar, señora.” “Para servirle.”
.- “Estos tres montunos que no se apean de las mulas son los hermanos Briceño, sobrinos míos.”
Y dirigiéndose a los tres, pero templando a uno de ellos por la camisa, don Chepe les ordenó:
“Se me bajan de las bestias y me saludan acá a la señorita, a pie y con fundamento.”
Cuando los tres muchachos, apenados por el regaño público, bajaron de las bestias, se alinearon con la mirada clavada en el piso y el rubor incendiándoles hasta las orejas, y fueron presentados por su nombre de pila bautismal:
.- “Este es Heriberto”
.- “A su mandar, señora.”
.- Este es Gustavo.”
.- “Pa’ lo que usted ordene, señora.”
.- “Y este es Julián.”
.- “Para servirle, señora.”
Quedaba un jornalero por presentar. Ese estaba alejado del grupo, rezagado en el portón, y como no le fue presentado, Carolina preguntó por él:
.- “¿Y ése? ¿Viene de jornalero o está de paso?”
.- “También está de jornalero mi niña, pero no vale la pena que se lo presente. Lo voy a poner a prueba hoy, y si me rinde en la faena lo conversado, lo dejo fijo y se lo presento otro día. Mientras tanto, hágase la idea de que no existe.”
Pero la curiosidad de Carolina fue más grande que su prudencia y haciendo a un lado a sus nuevos jornaleros y sus cabalgaduras, caminó los cincuenta pasos que la separaban del portalón, con el carácter decidido de las reinas acostumbradas a llevar el control de todos los detalles, y como una moderna Doña Bárbara se dirigió hasta el extraño que groseramente le daba la espalda y se concentraba en fumar un cigarrillo mientras contemplaba la montaña.
.- “Así que usted es el jornalero misterioso. Sepa desde ya que a mí no me gustan ni los misterios ni los hombres engreídos, así que si su intención es trabajar aquí, va a tener que voltear y dar la cara con respeto, como todos los demás.”
Pero el jornalero la ignoró y continuó dándole la espalda.
.- “¿Acaso no me escuchó con claridad? ¡Voltéese para que me dé la cara, o váyase por donde vino!”
Lentamente, el misterioso jornalero volteó y cuando estuvo frente a frente con ella, Carolina no pudo evitar que el corazón le diera un salto de alegría al ver que se trataba de él, de su único amor, del hombre con quien se había casado apenas tres años atrás y que desde hacía seis meses había sido declarado muerto cuando su learjet se estrelló en las montañas y no se pudo hallar su cadáver. Entonces, sucedió lo que tantas veces temió: El aroma del café recién colado la despertó en la madrugada.
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