Dos de las muchachas exhibían con indiferencia sus senos, tatuados con idénticos dragones alrededor de las aureolas de sus pezones y se acariciaban una a otra y con desgana sus desgreñadas pero estridentes cabelleras multicolores, aparentemente pintadas con latas de aerosol fosforescente. Ella hizo un esfuerzo por levantar los párpados para vernos, y otro más intenso aún para sonreírnos, mientras los demás visitantes se ocupaban de sus chismorreos y a mí me pareció que habrían de estar llorando hace mucho rato ya por el enrojecimiento intensos de sus ojos, pero el comportamiento festivo y cordial me hizo sospechar desde el principio.
La primera en aproximarse a su lecho fue mi prometida. Luego su prima y tras ellas, yo. A una señal de la moribunda, algunos de los muchachos góticos se levantaron del borde de su camastro para darnos espacio, pero yo preferí continuar de pie y a la defensiva y mientras mi novia y su prima acariciaban sus manos para luego enjugarlas con sus lágrimas, no pude evitar recordar que las dos habían sido sus amantes. En ese momento las imaginé tal y como meses atrás me habían confesado ambas que yacían bajo su poderosa personalidad. Las tres llevaron un romance intenso y a escondidas durante ocho años, y aunque su famélico cuerpecito nunca me pareció suficientemente robusto y fuerte como para sobrellevar su propia vida, lo cierto es que tuvo la fuerza suficiente para alimentar una pasión nueva, rica y regeneradora en mis dos amigas todos y cada uno de aquellos dos mil novecientos días que vivieron juntas las tres.
Yo me sentía mal en aquella lúgubre y maloliente habitación de la enfermería del penal. Primero porque era inevitable sentir celos al comprobar que el corazón de mi futura esposa albergaba otro amor, quizás tan intenso como el que me profesaba. Segundo porque no me gustaba para nada la compañía que teníamos: Los cuatro muchachos y las dos jovencitas vestidos de negro me provocaban un sabor a peligro. Y tercero, la más amarga de todas las razones, porque mi prometida y yo habíamos planificado pasar aquel domingo juntos, sin nadie que interrumpiera nuestro ‘dolce far niente’ de películas viejas y sexo ardiente, en la tranquilidad de nuestro estudio, pero aquel plan se había abortado con la llamada telefónica que la prima nos hizo antes de las seis de la mañana.
En el pequeño cubículo de la enfermería de la prisión el calor era insoportable, sofocante y espeso. A los pocos minutos tenía la camisa ten empapada de sudor como el sucio camisón de la moribunda, a través del que se calcaba, milímetro a milímetro una figura raquítica de huesos prominentes que contrastaba groseramente con dos hermosos y turgentes senos, el único atributo femenino del que alardeó siempre, incluso ahora en los instantes previos a su muerte. Quise respirar pero me fue imposible. Nervioso y tenso, caminé hacia el ventanuco de la enfermería sin perder de vista a los extravagantes personajes vestidos de negro, quienes al verme caminar hacia ellos se reagruparon estratégicamente alrededor del lavabo sucio y maloliente. Los cuatro muchachos se sentaron en el piso con displicencia, pero las muchachas quedaron de pie, una frente a la otra, a escondidas en la esquina más lejana, abrazándose y sobándose en la semi oscuridad del rincón. Viéndoles detalladamente caí en cuenta que aquel exótico grupo no estaba de visita. No vestían las batas verdes ni los tapabocas de gasa que nos dieron a nosotros. Seguramente que aquellos seis también eran seropositivos.
De improviso, un llanto hiposo y mal retenido me hizo voltear hacia el camastro metálico. Mi prometida lloraba con su cabeza sobre los pechos de Susana y la prima, con el rostro oculto entre las manos, gimoteaba también, parada a un lado del catre. Había fallecido. Sus ojos vidriosos me miraban, y desde la comisura de sus labios finos y cianóticos brotó un gel acuoso, como el verdín marino, salpicado de pequeñísimos coágulos de sangre ennegrecida. Llamé al enfermero de turno y diez largos minutos después se apareció con otro más y con el médico residente de la prisión. Nos hicieron salir y fue tal la tristeza de mi prometida y de su prima que las abracé a las dos, paternalmente, solidariamente, en el pasillo de salida, y hasta yo también derramé una lágrima.
El martes siguiente, a las diez de una mañana fresca y primaveral, estábamos en el camposanto dándole sepultura y allí volví a ver, bajo una frondosa acacia próxima a nosotros, al misterioso grupo que nos acompañó en el cubículo de la enfermería de la prisión. Me concentré de nuevo en las oraciones póstumas del sacerdote y al concluir el oficio religioso yo también lancé una rosa roja sobre su ataúd. Mientras nos dirigíamos hacia la limusina negra de la funeraria se me ocurrió preguntarles a mi prometida y a su prima si conocían aquellos jóvenes que estaban bajo la acacia
.- “¿A quiénes te refieres, mi amor”?
.- “A esos. A los chicos góticos vestidos de negro que están allí, bajo la sombra de la acacia gigante. Los mismos que nos acompañaban en el cubículo de la enfermería de la prisión.”
.- “¿De quiénes hablas? En la enfermería estábamos, únicamente nosotros tres y Susana, y bajo ese árbol no hay nadie. ¿Estás drogado o estás alucinando?
En efecto, al volver la vista hacia la arboleda, los personajes habían desaparecido.
.- “Además, a Susana nunca le gustó esa gente gótica. Decía que eran una gentuza de mal gusto.”
.- “Así es” -terció la prima- “¿Recuerdas lo que nos contaba constantemente? Y dirigiéndose a mí, la prima evocó la historia que les contaba Susana- “Sufría de pesadillas. Unas pesadillas de las que no podía despertar.”
.-“Ah, ya recuerdo. – dijo mi prometida mientras, por primera vez me abrazaba por la cintura y se acurrucaba entre mis brazos- “Soñaba que media docena de chicos góticos, vestidos de negro y con la cara pintada de blanco, esgrimían unos penes de goma gigantes y que luego de violarla repetidamente, penetraban a las dos novias que tuvo antes de nosotras.
.- “Ojalá que con su muerte se haya disipado su pesadilla.” - sentenció la prima.
.- “Quiera Dios que así sea”
Y mientras la limusina traspasaba la verja metálica del cementerio, siete personas vestidas de negro, con la cara pintada de blanco nos despidieron en silencio. Yo los vi. Yo los identifiqué. Y me di cuenta que el gótico número siete, era yo.
Este relato forma parte del Volumen I de "Relatos Para Contárselos a La Muerte" ®Depósito legal lf06120088001563 ISBN 9789801231622 / Radicación internacional Nº 7572 del 21-04 2008 - Todos los derechos reservados © Andrés Simón Moreno Arreche Editorial Eróstanus™
La narración atrapa y cautiva(nada extraño en sus textos)y el desarrollo nos lleva a un final no menos asombroso.
ResponderEliminarSu magia sigue Andrés,como escritor sin duda es extraordinario.
Mis respetos.