Mi esposa y yo bajamos en la esquina Sur del mercado municipal, repleto de verduleros y de marchantes, todos huidizos y esquivos que poco a poco, imperceptiblemente, nos hicieron un espacio en la acera, que fue agrandándose con el paso de los minutos hasta llegar al borde del rechazo colectivo. La bajamar de lugareños se contuvo a diez metros de distancia en todas direcciones, creándose a nuestro derredor un círculo de vacío tachonado con verduras y hortalizas, caídas a uno y otro lado del rastro que dejaron los cajones y los huacales sobre la soledad de la misma tierra, a medida que fueron arrastrados furtivamente. Helena se dio cuenta. Yo no. Yo estaba pendiente de otras cosas como ubicar un teléfono público para anunciar nuestra llegada a sus abuelos; acomodar, lo mejor posible, nuestras seis maletas y de localizar alguna tienda de abarrotes para comprarle a ella un litro de agua mineral carbonatada y para mí un par de cervezas bien frías. En eso ocupaba mis primeros minutos en aquel pueblo cuando Helena, arrellanándose lo mejor que podía sobre una de las maletas para mitigar la fatiga que le producía aquel embarazo triple, me haló por la faltriquera del koala y me hizo ver con la mirada el frío recibimiento que nos daban los habitantes de Soledad. Yo no le quise dar importancia a las observaciones de Helena para no abrumarla con otra preocupación más. Le sonreí, le di un beso y le alboroté suavemente la sempiterna pollina pelirroja que le tapaba la frente desde que la conocí y le restaba protagonismo a sus espléndidos ojos ámbar, que para mí siempre fueron los ojos de una tigresa.
Más allá del mercado y de la plaza, Soledad se derramaba a través de un bosque de árboles que nadie sembró. El pueblo fue creciendo sin planificación urbana, a excepción del pequeño mercado, la rústica plaza cuadriculada huérfana de bancos y de alegorías históricas y la calle principal, la única vía asfaltada con cemento y granzón. Soledad era un pueblo imbricado en un bosque, un pueblo que a primera vista poseía una extraña belleza arquitectónica: Todas las casas eran exactamente iguales, pintadas de blanco y dispuestas de tal forma que desde el centro de la plaza se podía divisar la puerta principal de cada una de ellas. Aunque relativamente próximas unas de otras, ninguna entorpecía la vista hacia la plaza. No había calles entre ellas pero sí un espacioso enlosado, escalonado e irregular, que conecta todas las casas del valle y del piedemonte, que asciende con una ladera suave hacia una tupida montaña azul, poblada de eucaliptus olorosos y coníferas frondosas.
Como el pueblo no tenía calles ni señalización alguna, cada casa se identificaba con un número y presumí que sería relativamente fácil ubicar y llegar a la nueva casa de los abuelos de Helena, pero me fue imposible hablar con alguien en aquel pueblo. Nos rehuían. Evitaban, incluso, el contacto visual con nosotros y no me quedó otra opción que aventurarme por aquel irregular y extraño conglomerado de pequeñas casas idénticas, cuya numeración no respetaba orden ni concierto. Frente a la plaza estaba la casa número siete, la primera casa de los abuelos. A su derecha, la tres mil quinientas catorce y a su izquierda, pero levemente más arriba, la casa b. Continué, ladera arriba, por el enlosado que servía de acera conectora y decidí preguntar en la casa siguiente, la número ciento ochenta y cuatro, por la dirección de los Galíndez, los abuelos de Helena. Una anciana menuda y gris, con el rostro saturado de arrugas infelices y estrictamente vestida de negro asomó por la ventana del pórtico y yo me presenté con mi mejor sonrisa:
.- “Buenas tardes” - dije mientras me acercaba a la ventana, protegida a medias con una celosía de madera - “¿Podría decirme cuál es la nueva casa de…”
La anciana desapareció entre la oscuridad dejando tras de sí un breve ‘click’ colgado en las hojas internas del ventanal. Esperé algunos segundos porque imaginaba que me abriría la puerta, pero fue en vano. No sólo me cerró la ventana; también aseguró la puerta principal.
Luego de media hora de una búsqueda inútil y exasperante, agotado por el ascenso y el descenso constante entre aquel bosque de casas blancas, decidí regresar al mercado. Preguntaría por la casa cural y por la Jefatura Civil. Alguien tendría que darnos la dirección de la casa nueva de los Galíndez en Soledad, que se hacía más sola y más distante a medida que la mañana se convertía en tarde y ésta en noche. Intenté llamar a los abuelos desde mi celular pero tampoco acá en la montaña pude conseguir señal de cobertura. Mientras descendía del bosque y me acercaba a la esquina del mercado, una neblina suave y azulada cubrió tenuemente la silueta de las personas, convirtiendo las estructuras de las casas, a la plaza y al mercado en bultos grises de diferente tonalidad. De improviso me faltó el aire, se me dificultó seguir la ruta de descenso, tropecé con ‘no-sé-qué’ y perdí el conocimiento.
Desperté en el tabla-estacado del camión, sobre el regazo de Helena. La sombra milenaria de las acacias, los robles y las ceibas sombreaban el camino mientras el camión me arrullaba con su vaivén. Me incorporé con torpeza, con un fuerte dolor de cabeza y una entendible desorientación:
.- “¿Dónde estamos? ¿Para dónde vamos?”
Helena me respondió con una de sus legendarias sonrisas de dientes perfectos y labios encarnados. Tenía apenas dieciocho años pero sus ojos brillaban con el destello que tienen las mujeres enamoradas y me respondió con una ternura exquisita:
.- “Buenas tardes, perezoso. No pensé que te fueras a dormir todo el trayecto. Será mejor que te despabiles y te arregles la camisa; no quiero que le causes una mala impresión a los abuelos en el día de nuestra boda.”
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